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EL BARBERO SILENCIOSO


 Giovanni era el barbero de un pequeño pueblo italiano, conocido por todos por su habilidad con las tijeras. Sin embargo, lo que sus clientes más apreciaban era su discreción, a pesar de su oído agudo y atento.

La barbería de Giovanni era un lugar donde los hombres del pueblo se reunían para charlar sobre los asuntos del día, compartir rumores y hablar de sus vidas. Giovanni siempre escuchaba en silencio; nunca intervenía en las conversaciones de sus clientes, y se limitaba a asentir o negar con la cabeza mientras continuaba con su trabajo.

Todo cambió un día lluvioso y tranquilo en la barbería. Giovanni limpiaba sus navajas cuando entró Francisco, un hombre de aspecto sombrío que había visitado el negocio en algunas ocasiones. Francisco se sentó en la silla y le pidió a Giovanni que le cortara el cabello, como siempre. El barbero comenzó su trabajo, pero llevaba apenas unos minutos cuando Francisco sacó un teléfono del bolsillo y empezó a hablar en voz baja. Giovanni, sin querer, escuchó el nombre de Mario y percibió un escalofrío al oír el tema de la conversación: Francisco hablaba de un plan para acabar con la vida de Mario.

Con los nervios, Giovanni cortó un poco más de lo debido, y Francisco le lanzó una mirada de enfado. El barbero se disculpó por su torpeza, aunque algo en su interior le decía que debía hacer algo más al respecto.

Esa noche, Giovanni no pudo dormir. Sabía que Mario era un joven trabajador que había llegado al pueblo unos meses antes, sin enemigos aparentes. Entendió que no podía ignorar lo que había escuchado, así que, después de darle vueltas al asunto, ideó un plan para evitar la muerte de Mario.

Al día siguiente, Giovanni cerró la barbería y fue en busca de Mario, a quien encontró en la plaza del pueblo, charlando con unos amigos. Discretamente, lo apartó de ellos y le contó lo que había escuchado, sin revelar nombres. Mario, al principio, pensó que era una broma; pero, al ver la gravedad en el rostro de Giovanni, comprendió la seriedad del asunto.

Juntos planearon engañar a Francisco y a sus cómplices. Mario fingiría abandonar el pueblo, dejando pistas falsas para despistarlos. Mientras tanto, Giovanni seguiría escuchando en la barbería, intentando obtener más información.

Pasaron los días y Francisco, al ver que Mario parecía haber desaparecido, comenzó a enfadarse. Un día llegó a la barbería maldiciendo, visiblemente molesto. Giovanni, observando su nerviosismo, le ofreció una copa de vino además del corte de cabello. Entre el efecto del alcohol y su enojo, Francisco terminó contando sus intenciones hacia Mario, revelando el lugar y la forma en que pensaban acabar con él.

Esa misma noche, Giovanni se dirigió a la policía y les informó de todo lo que sabía, incluyendo el lugar y el plan que Francisco había mencionado. La policía contactó con Mario y organizó un regreso simulado. Cuando Francisco y sus secuaces aparecieron para emboscarlo, la policía estaba esperando para detenerlos.

Gracias a Giovanni, no solo se evitó el asesinato de Mario, sino que también se descubrió que Francisco estaba involucrado en otros crímenes en pueblos cercanos.

Desde entonces, Giovanni continuó cortando el cabello de los habitantes del pueblo, siempre en silencio. Meses después, todos conocieron los detalles del incidente, aunque solo Mario sabía realmente por qué querían acabar con él.

 Misteriosamente, Mario desapareció del pueblo el mismo día en que robaron la caja fuerte del banco. Nadie volvió a verlo, ni sabía dónde se encontraba, aunque cada mes ingresaba una suma de dinero en la cuenta del barbero, en forma de transferencia.

NUNCA COMPARTAS UN COCHE DE ALQUILER


 Era una mañana cálida en Barcelona. Cuatro desconocidos se preparaban para compartir coche en un viaje hacia Madrid. Todos habían contactado a través de una aplicación de viajes compartidos, algo bastante común últimamente para reducir los gastos en trayectos largos, como el de 600 kilómetros que les esperaban.

El punto de encuentro era una gasolina en las afueras, cerca de la salida de la autopista. Jaime, el dueño del coche, fue el primero en llegar (nunca le gustaba llegar tarde a ningún sitio). Era un hombre tranquilo que trabajaba como informático, y la idea de compartir los gastos del viaje le parecía fantástica.

Minutos después llegó Marta, una estudiante de Derecho. Saludó con una sonrisa y dejó su gran bolso en el maletero. El siguiente en llegar fue Héctor, que apenas prestó atención a los demás. Se limitó a decir un seco:

—Hola.

Y, sin más, se acomodó en el asiento trasero, poniéndose los auriculares de inmediato. Pocos minutos después apareció Carlos. Su mirada era esquiva y sus nervios evidentes; no dejaba de revisar el móvil. Era mayor que los demás, y llevaba una maleta negra que insistió en guardarlo el mismo en el maletero.

Jaime arrancó el coche y comenzó el trayecto. Al principio, todo fue silencio. Marta fue la primera en romperlo.

— ¿Cuál es el motivo de vuestro viaje? —preguntó, intentando suavizar el ambiente.

—Una conferencia de tecnología —contestó Jaime sin apartar la vista de la carretera.

—Voy a visitar a unos amigos —dijo Héctor, quitándose un auricular momentáneamente.

—Por trabajo —respondió Carlos de forma escueta.

El trayecto estuvo marcado por conversaciones pequeñas entre algunos de ellos. Sin embargo, Carlos permanecía callado y no dejaba de mirar hacia el maletero desde el interior del coche. Cada vez que hacían una parada, Carlos se acercaba al maletero, lo abría y revisaba que todo estaba en orden. Héctor, a pesar de mantenerse al margen en las charlas, no podía evitar notar la extraña actitud de Carlos, pero prefirió no hacer comentarios.

Un poco después de haber recorrido la mitad del trayecto, se encontraron con algo inesperado: una larga fila de coches detenidos. Un cartel más adelante avisaba: “Control de drogas” .

El ambiente dentro del coche cambió por completo. Carlos comenzó a sudar, mirando nervioso por las ventanillas. Marta se movía incómoda en su asiento, y el más explícito fue Jaime:

—Maldita sea...

El coche avanzaba lentamente hasta que llegaron frente a uno de los agentes. Este les indicó que bajaran del coche y abrieran el maletero. En ese momento, Carlos palideció. Héctor, observando la situación, comenzó a atar cabos mentalmente.

Cuando la policía comenzó a inspeccionar el maletero, Héctor se acercó al agente y susurró:

—Oiga, agente. El dueño de esa maleta negra es muy raro. Seguro que lleva algo más que ropa.

De repente, los perros empezaron a ladrar, pero en otra dirección, hacia otro coche en la fila. Ante la convicción de haber encontrado algo allí, al agente les ordenó continuar su marcha.

—Parece que encontraron lo que buscaban —comentó Jaime con alivio mientras reanudaban el viaje.

Al llegar a las afueras de Madrid, Héctor sugirió hacer una última parada antes de entrar en la ciudad. Bajaron del coche Jaime, Héctor y Marta, mientras Carlos los observaba desde el asiento trasero, con desconfianza en la mirada.

—Ese tipo es muy raro —dijo Héctor en voz baja—. Estoy seguro de que lleva algo ilegal en la maleta.

Jaime y Marta intercambiaron miradas. Sabían que Héctor tenía razón.

—Podríamos denunciarlo... o aprovechar esta oportunidad, ¿no os parece? —añadió Héctor con una sonrisa maliciosa.

—Estás loco —exclamó Jaime, aunque sus palabras sonaban menos convencidas de lo que pretendía.

Marta se movió en silencio, esbozando una ligera sonrisa.

Carlos, desde dentro del vehículo, comenzó a sospechar de las intenciones de sus compañeros. Se bajo rápidamente e intentó abrir el maletero para coger su maleta, pero lo siguiente ocurrió en cuestión de segundos: Héctor lo golpeó en la cabeza, y Carlos se desplomó al suelo como un muñeco roto.

Los tres abrieron la maleta del herido, y lo que encontraron les dejaron sin aliento: paquetes de droga envueltos en plástico.

El destino final ya no era Madrid. En lugar de continuar hacia la ciudad, tomaron una carretera secundaria. En un barranco remoto, el cuerpo de Carlos desapareció para siempre. Cada uno de los tres ocupantes del coche se llevó su parte del botin.

Madrid, con sus brillantes luces y su vida ajetreada, esperaba a tres personas que nunca volverían a ser las mismas que al inicio de aquel viaje.

LA CASA DEL FIN DEL MUNDO


 Por la pequeña avenida, justo al final del camino, se podía ver entre los árboles la silueta de la vieja casa. Una casa de dos plantas que aún resistía, a pesar del paso de los años. Los pocos vecinos que se atrevían a acercarse la llamaban "La casa del fin del mundo", siempre envuelta en una espesa niebla que parecía intentar ocultarla.

Era evidente que la casa tenía una gran antigüedad. Sus ventanas, casi todas rotas, colgaban peligrosamente, a punto de caer al suelo. Nadie sabía cuántos años tenía, pero todos coincidían en una cosa: esa casa era inhabitable.

Durante años, se contaron extrañas historias, pasadas de boca en boca, cada una más terrorífica que la anterior. Los relatos hablaban de sombras moviéndose detrás de las ventanas, luces que parpadeaban en el interior a pesar de que hacía décadas que no había electricidad, y, sobre todo, los gritos que resonaban en las noches de mal tiempo. La casa llevaba muchos años deshabitada, y aunque nadie quería acercarse, la curiosidad atraía a algunos.

Una noche de otoño, cuatro jóvenes decidieron desafiar las leyendas. Estaban decididos a pasar la noche en la casa. Jesús, Carmen, Sergio y Laura habían escuchado las historias desde pequeños, pero como muchos otros, pensaban que eran supersticiones de abuelos.

Decidieron que pasarían la noche en "La casa del fin del mundo" para demostrar que no había nada que temer.

El camino hacia la casa era fangoso y serpenteante. Cuanto más avanzaban, más pesado se volvía el aire. La niebla que durante el día envolvía la casa como un leve velo, se tornaba espesa y opresiva al caer la noche.

El sonido del bosque se apagó. Solo quedaba el crujido de las hojas bajo sus pies, y podían escuchar la respiración acelerada del grupo. Ninguno lo expresó en voz alta, pero todos comenzaron a sentir miedo. Aun así, continuaron, guiados por las luces de sus linternas, intentando no demostrar su temor.

Cuando finalmente llegaron a la casa, una ráfaga de viento frío les erizó la piel. La puerta principal estaba entreabierta, como si los invitara a entrar. Se miraron entre ellos, sin que nadie quisiera ser el primero en retroceder. Jesús, el más valiente del grupo, empujó la puerta, y los cuatro entraron.

El interior de la casa era tan lúgubre como el exterior. El olor a moho y madera podrida casi les hizo vomitar. Los muebles estaban cubiertos de polvo y telarañas, y un tapiz en la pared se desprendía en tiras. El silencio dentro de la casa era absoluto, como si las paredes absorbieran los sonidos. A pesar de la oscuridad, Carmen notó algo extraño: aunque parecía abandonada, la casa no estaba del todo vacía. Había huellas, como si alguien hubiera estado allí no hacía mucho. La idea la estremeció, pero no dijo nada para no parecer paranoica.

De repente, escucharon pasos en el piso de arriba. Con miedo, se dirigieron a las escaleras y subieron. Lo que encontraron en una de las habitaciones los paralizó de terror: Laura estaba de pie en el centro de la habitación, su cuerpo completamente rígido. Frente a ella estaba Jesús, sosteniendo un libro antiguo, lleno de extraños símbolos. Ambos tenían los ojos completamente en blanco.

Antes de que pudieran reaccionar, las puertas de la habitación se cerraron de golpe con un estruendo, y la temperatura bajó bruscamente. Las luces de las linternas comenzaron a parpadear y a fallar. Una figura oscura apareció en el centro de la habitación, avanzando hacia ellos. Sergio y Carmen comenzaron a gritar, golpeando la puerta, intentando derribarla, pero era inútil.

El aire se llenó de susurros, palabras ininteligibles que aumentaban el terror. Justo cuando la oscuridad parecía consumirlo todo, Jesús dejó caer el libro con un grito desgarrador y cayó al suelo.

El silencio volvió a apoderarse de la casa. El frío mortal que los envolvía empezó a desvanecerse. "La casa del fin del mundo" quedó en silencio una vez más. Pero no tuvieron tiempo de gritar ni de correr. El techo se desplomó sobre ellos, golpeándolos mortalmente. Lo último que escucharon fue una voz susurrante que decía:

—Nunca debieron haber venido.

"EL FABRICANTE DE JUGUETES"


 Nadie en el pueblo sabía exactamente cuándo llegó; Apareció como un fantasma, deambulando por las calles estrechas. El viejo vagabundo vestía harapos y, sobre ellos, una capa desgastada. Era un personaje enigmático. Nadie conocía su nombre, aunque los niños lo llamaban "El fabricante de juguetes"

Lo que más intrigaba a la gente no era su aspecto, ni siquiera los trapos con los que se vestía. Tampoco sorprendía su costumbre de desaparecer durante días. Lo que más llamaba la atención era su habilidad para fabricar pequeños juguetes, que luego regalaba a los niños.

No eran juguetes comunes. Se decía en el pueblo que nunca se rompían, y lo más extraño era que, si un niño jugaba con ellos, nunca enfermaba.

David, un niño inquieto y curioso de diez años, como muchos de su edad, había escuchado las historias sobre el vagabundo. Una tarde, mientras regresaba de la escuela, vio al anciano sentado junto a una fuente, tallando algo con sus manos

—¿Qué haces? —preguntó David con su tímida voz

El "fabricante de juguetes" levantó la vista. Sus ojos grises brillaban con una intensidad inquieta.

—Hago lo que sé hacer. ¿Te gustan los juguetes? —respondió el vagabundo.

David se acercó en silencio, y el anciano le ofreció una pequeña figura de madera en forma de caballo.

—Para ti —dijo el vagabundo mientras se lo tendía

David tomó el juguete, sorprendido por su perfección. Una vez en su habitación, lo observó bajo la luz de la mesita de noche, y le pareció aún más perfecta.

A la mañana siguiente, cuando salió de su casa, notó algo extraño. Durante las últimas semanas, una tos persistente lo había acompañado, pero ese día no sintió nada. Se sintió más fuerte, más lleno de energía. Sin entender por qué, presionó el caballo contra su pecho y corrió hacia la escuela.

Con el tiempo, otros niños también empezaron a recibir juguetes del vagabundo: una muñeca para Isabel, un coche de madera para Bernardo. Todos estos juguetes compartían la misma calidad: no se rompían, sin importar lo que hicieran con ellos. Pero lo más impactante era que los niños que los poseían no enfermaban; incluso algunos con enfermedades crónicas mejoraban.

Pronto, la historia del vagabundo y sus juguetes se expande por los pueblos de alrededor.

— ¿Qué clase de truco o magia los mantiene intactos? —se preguntaban.

Una noche, los adultos del pueblo se reunieron en el bar del pueblo.

—Algo no está bien. Nadie sabe de dónde viene ni por qué hace esto. ¿Y si estás usando brujería? —comentó el alcalde

—Pero no ha hecho nada malo —responde una mujer

—Desde que mi hija tiene esa muñeca, ha dejado de toser —intervino otra mujer.

Nadie tenía respuestas para tantas preguntas.

Pasaron los meses y David no podía dejar de pensar en el vagabundo. Una tarde, decidió salir en su búsqueda. Recorrió las calles del pueblo, preguntando a todos, pero nadie lo había visto. Finalmente, David decidió mirar en las afueras del pueblo, cerca de una vieja cabaña junto al río.

La cabaña estaba vacía, pero en una esquina había una mesa llena de herramientas y juguetes a medio terminar. Mientras observaba todo, escuchó un crujido detrás de él. Se giró y vio al vagabundo, que lo miraba fijamente.

—No deberías estar aquí, muchacho —dijo

—Quiero saber quién eres y por qué fabricas estos juguetes —contestó David, tragando saliva.

El anciano suspiro mientras se sentaba en una silla.

—Hace mucho tiempo, cuando era joven, fui un gran fabricante de juguetes. Todo el mundo deseaba mis creaciones, pero había un problema que no pude solucionar —dijo con melancolía.

—¿Cuál era el problema? —preguntó

—Los niños enfermaban. Al principio no entendía por qué. Luego descubrió que los materiales que usaban —metales, pinturas, barnices— eran tóxicos. Desesperado, busqué una solución.

—Muy interesante —dijo el chico

—En mi búsqueda, encontré una especie de magia o conocimiento perdido. Aprendí a fabricar juguetes que no solo eran perfectos, sino que curaban a los niños enfermos. Pero todo tiene un precio.

— ¿Qué precio? —preguntó el

—Cada vez que doy un juguete a un niño, pierdo una parte de mi vitalidad. Mi energía se transfiere a los juguetes. Estoy sacrificando lo que me queda de vida por ellos.

David permaneció en silencio, tratando de comprender todo lo que acababa de oír.

—¿Por qué sigues haciendolo? —preguntó el chico.

—Porque es lo único que sé hacer, y si dejo de hacerlo, los niños volverán a enfermar

David miró el caballo de madera que aún llevaba consigo

— ¿Me puedes enseñar? —preguntó

—¿Por qué querrías eso? —preguntó el anciano.

—Porque quiero ayudar. Si me enseñas, quizás tú puedas descansar.

El vagabundo lo observó en silencio durante unos instantes y, finalmente, respondió

—Muy bien, te enseñaré

Desde ese día, David comenzó a pasar las tardes con el vagabundo, aprendiendo. Cada día que pasaba, el viejo envejecía más rápidamente, y cada juguete que hacía lo consumía un poco mas.

Una tarde fría, el anciano se despidió de el niño.

—Es tu turno. Cuida de los juguetes y de los niños —dijo, cerrando los ojos para no volver a abrirlos nunca mas.

TELEFONO MALDITO

 En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imagina...