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MI PRIMER VIAJE EN " EL CATALAN" (II )


 La hora de la comida es sagrada. Salieron las fiambreras con cantidad de viandas: lomo de orza, choricitos en aceite, morcillas y cualquier cosa que saliera de la matanza del cerdo.

Como me acuerdo de las matanzas, siempre sufría por el pobre animal, viendo cómo lo mataban en vivo (aunque me daba mucha pena, sí comía lo que salía de él). El sabor del pan es algo que añoro; hay cosas que siempre te vienen a la mente, y esa es una de ellas.

Como mencioné antes, el paisaje de Andalucía desde el tren es impresionante, pero llegado un punto me daba miedo. Sí, me daba miedo. Cualquiera que haya ido a Andalucía en aquellos tiempos sabe de qué hablo: Despeñaperros. Ver esas montañas recortadas para que pase la vía del tren, y un poco más arriba una estrecha carretera. Cuando se cruzaban dos coches era un peligro constante, ¡imaginen con camiones o autobuses! Un sinfín de curvas peligrosas sin quitamiedos ni nada en la carretera.

Mientras los mayores recogían las fiambreras y demás, yo me dediqué a mirar por el pasillo a unos niños de mi edad que correteaban arriba y abajo. Los niños conectamos todavía más rápido que los adultos. En unos minutos ya éramos amigos. Después de muchos años, uno de ellos y yo hemos quedado para comer; sí, forjamos una amistad duradera. Él vive, o vivía, en Sabadell, aunque hace tiempo que no sé de él.

Después de un tiempo, llegamos a la parada de Alcázar de San Juan. Este era un nudo ferroviario muy importante en su tiempo; casi todos los trenes que pasaban por esta estación cambiaban las locomotoras aquí. La parada muchas veces sobrepasaba la hora, y muchos viajeros bajaban para estirar las piernas y tomar un café en el bar de la estación.

—¡Viajeros al tren! —volvía a gritar el jefe de estación con su gorra y una especie de bandera que levantaba con su mano izquierda.

Como en otras estaciones, muchos pasajeros accedían al tren en marcha. Algunos pasajeros dormían sobre las maletas en los pasillos. En los vagones también, la mayoría dormía. Nosotros, los niños, jugábamos por los pasillos, sin miedo a nada ni a nadie.

Ya habían pasado varias horas desde la salida de Alcázar. La próxima parada importante era Albacete. Me sorprendió mucho, una vez en Albacete, la cantidad de personas que, con un cajón delante, al estilo de las cigarreras de los cabarets, ofrecían:

—¡Navajas de Albacete, las auténticas!

Nosotros, los niños, nos quedamos mirando aquellas navajas. La verdad es que todas eran preciosas. Los mayores cogían la más grande, probándolas con las hogazas de pan para comprobar que cortaban bien. Ahora comprendo por qué tantos subían; casi todos compraban para ellos y para regalar a la familia.

—¡Viajeros al tren!

En todas las estaciones la misma musiquita, y siempre lo mismo: unos suben en marcha y los vendedores bajan en marcha. Un espectáculo que veíamos a través de las ventanas, subidos sobre el radiador de la calefacción.

El contraste del paisaje andaluz con el de La Mancha es como la noche y el día, una gran diferencia. El tren avanzaba imparable hacia Valencia, nuestra nueva parada importante.

Desconozco el motivo, pero cuando empezamos a entrar en la provincia de Valencia el tren aminoró la marcha muchísimo. Yo desconocía por qué, pero mirando por la ventana lo descubrí: los hombres más ágiles bajaban del tren en marcha para acercarse a los naranjos, recogían raudamente todas las naranjas que podían y volvían al tren. Todos los pasajeros comían naranjas valencianas ese día. Según escuché en una charla de mayores, era algo habitual. Los maquinistas, cuando tenían que acelerar nuevamente, daban tres pitidos largos para que todos subieran a bordo.

Al parar en Valencia, lo mismo que en Albacete: subían muchos vendedores con naranjas. Desafortunadamente, no vendían casi nada; todos estaban empachados de naranjas.

Larga parada en Valencia, nuevo cambio de máquina y emprender la ruta nuevamente hacia Barcelona. Varias horas después de salir de Valencia se empieza a ver el paisaje costero del Mediterráneo. Muchos de los pasajeros abrían las ventanas para poder oler el aroma fresco del mar y aspirar la brisa salada que llegaba al tren.

Conforme nos acercamos a Barcelona, la emoción a bordo era palpable. Grandes y chicos estaban excitados y nerviosos; nadie se acordaba del cansancio ya. Los adultos empiezan a preparar las maletas. Hay prisa por bajar y explorar nuestro destino. Una vez se detiene el tren, los pasajeros se despiden con sonrisas y abrazos fraternales; ya son como de la familia. Algunos se marchaban a Sabadell, otros a Gerona, otros al Maresme. Incluso algunos se quedaron en Tarragona.

Los más pequeños habíamos vivido una experiencia inolvidable, llena de momentos inesperados y sorpresivos. Teníamos una parte más de la familia, porque después del viaje junto a nuestros compañeros de viaje, los considerábamos parte de nuestra familia.

MI PRIMER VIAJE EN" EL CATALÁN” ( I )

Nos dirigimos hacia la estación con los nervios palpables en mi interior. Será mi primer viaje largo en tren, bueno, en realidad, mi primer viaje en tren en general. Cuando diviso los arcos de la estación, los nervios se intensifican. Un nuevo mundo me espera; me siento como Colón, a punto de descubrir un nuevo continente. La estación está desierta, a excepción del jefe de estación y algunos trabajadores más. Dejamos las maletas cerca de una de las puertas de salida. Todavía falta casi una hora para que llegue el tren, sin contar el tradicional retraso. Siempre me ha gustado el olor de las estaciones; es característico y todas huelen igual.

El reloj avanza lentamente y los nervios aumentan exponencialmente. Mentalmente me despido de mi tierra y de la estación de Linares-Baeza. Para aquellos que no conocen Linares, fue una ciudad muy importante en Andalucía a principios del siglo XX, especialmente en términos industriales. Tenía cinco estaciones de tren: la estación de Madrid, la estación de la Zarzuela, la estación de Almería, la estación de Vadollano y la estación de Linares-Baeza. Además, tenía un tranvía urbano y un ferrocarril de vía estrecha para dar soporte a las minas, ya que Linares también era una ciudad minera. ¿Quién no conoce los míticos coches Land Rover Santana, también fabricados en Linares?

Ya falta menos de un cuarto de hora para que llegue el tren. No estoy seguro de si sobreviviré a los nervios. Otra pareja se une a la espera en el andén y un poco más tarde, otro hombre con su maleta de cartón piedra se une a nosotros. Mi madre se acerca y acariciando mi pelo me pregunta: —¿Estás nervioso, verdad? —Yo, ¿nervioso? ¿Por qué? (Una mentira para sentirme más hombre). —No te preocupes, enseguida llega el tren.

El jefe de estación se acerca al grupo para informarnos de algo: —El tren trae una demora de 30 minutos debido a una avería, ya solucionada.

Las palabras del jefe de estación me tranquilizan. No tengo que subir todavía al tren. Creo que en ese momento no quería dejar mi tierra. Un niño de 10 años que está empezando a vivir no sabe realmente lo que quiere.

El reloj avanza imparable hacia la hora marcada para la llegada. Observo a las demás personas, sobre todo a los hombres, todos con pantalones y chaqueta de pana. Ahora me río, pensando que éramos como Paco Martínez Soria en las películas, aunque no llevábamos boina.

Se escucha el silbato del tren. Nos avisan que no tengamos prisa en subir, hay una parada prevista de cuarenta minutos para terminar de solucionar la avería. Con el tiempo me enteré de que a los trenes que subían en dirección a Barcelona se les llamaba "el Catalán", y cuando bajaban hacia Andalucía les llamaban "el Malagueño", el "Granaino" o "El Sevillano", dependiendo de la parada final.

Ya se acerca el tren, su color verde oscuro me impresiona aún más. Las ventanas con cristales un poco sucios y su marco dorado. Ese era nuestro tren, tal como anunció el jefe de estación, una parada de más de treinta minutos. Finalmente se escucha la palabra mágica: —¡Viajeros al tren!

Muchas personas que aprovecharon para estirar las piernas vuelven a sus asientos en los pequeños compartimentos de ocho personas.

—Buenos días tengan ustedes —se expresa mi padre. —Buenos días, familia —contestan al unísono todos los del vagón. —¿Hacia dónde van ustedes? —pregunta nuevamente mi padre. —A Cataluña. Dicen que hay mucho trabajo. —Es verdad. Nosotros estuvimos dos veranos y nos ganábamos la vida. Alquilábamos una habitación y trabajábamos los dos. Este año hemos decidido quedarnos todo el año a ver si podemos salir adelante —explica mi padre. —Dios le oiga, buen hombre.

Empieza el característico ruido del arranque del tren. Varias personas todavía están en el andén apurando sus cigarrillos, sin mostrar nerviosismo alguno, sabiendo que tienen tiempo de sobra para subir al tren. Colocamos los bultos donde podemos, bajo los asientos o en la parte de encima de la puerta, y más o menos estamos bien situados, no hay muchas maletas a pesar de ser ocho ocupantes.

Los primeros kilómetros son para conocernos. Pasadas las dos primeras horas, prácticamente ya conocemos todo lo relacionado con las familias. El hambre empieza a hacer estragos entre los ocupantes del compartimento número 22, ese era nuestro número, una puerta nos separa del pasillo.

—Billetes por favor —bocifera el revisor con su gorra de plato (parecía un militar).

Uno a uno, les fueron entregados todos los billetes. Cuando comprobó que todo era correcto, los devolvía a sus propietarios. Cuando viajabas en estos trenes, el paisaje andaluz te enamoraba aún más. Los reflejos del sol en los viejos raíles te guiaban hacia un destino que nunca sabías cómo sería. La mayoría viajaba por primera vez. Tengo que decir que escuchar las historias que contaban algunos de los presentes sobre viajes anteriores me dejaban bastante fascinado.

—Hace dos años, en este mismo tren, llegamos a Barcelona a la hora en punto —comentó el más viejo del vagón. —Pues qué suerte —contestó el que estaba a su lado. —Sí, a la hora en punto, con 24 horas de retraso —las risas se escucharon en los vagones de ambos lados.

Como mencioné anteriormente, el hambre comenzaba a afectar a todos. Aparecieron las fiambreras, el pan y otras viandas.

La semana que viene continuaremos con Mi primer viaje en “El Catalán”.

 

PLUTON


 En un pequeño pueblo perdido entre las laderas de varias montañas, vivía un hombre solitario conocido por el sobrenombre de "El Perrero".

Era conocido por su habilidad para adiestrar perros, nadie mejor que él,era lo que llaman el número 1.

Desde muy joven tenía una conexión especial con todos los perros, podía entender sus ladridos como si fueran palabras, se comunicaba con ellos de una manera asombrosa.

Él no quería comentar con nadie ese don que tenía, por miedo a ser considerado como un loco por los demás habitantes del pueblo.

"El Perrero" vivía con su can más fiel, un pastor alemán llamado Plutón. A diferencia de los otros perros que adiestraba, Plutón parecía ser un perro rebelde y desafiante.

"El Perrero" siempre lo observaba con desconfianza y notaba una fuerte tensión entre ellos. Plutón no parecía dispuesto a obedecer y en más de una ocasión intentó morder a su amo. A pesar de los desafíos que surgían con Plutón, el hombre continuaba con su labor de adiestramiento con la pasión que siempre ponía en su trabajo.

Siempre era solicitado por los lugareños para resolver problemas con sus animales de compañía y siempre lograba unos resultados sorprendentes.

Una fría mañana, cuando caían los primeros copos de nieve, "El Perrero" salía de su casa temprano para empezar su jornada de entrenamiento con los perros. Al abrir la puerta se encontró a Plutón tendido en el suelo, temblando de frío y apenas respirando. El adiestrador se apresuró a socorrerlo, envolviéndolo en mantas y acercándolo al fuego del interior de la casa.

Durante tres días se dedicó exclusivamente a cuidar de Plutón con esmero, sin dejar ni un momento que se quedara solo.

Poco a poco el perro empezó a recuperarse, pero algo había cambiado en el can. Desde ese día su actitud hacia "El Perrero" fue diferente, ya no mostraba rebeldía ni intentaba agredirlo con sus dientes, todo lo contrario, era una mezcla de gratitud y respeto.

El hombre, acostumbrado a trabajar con perros difíciles, se preguntaba qué había provocado ese repentino cambio. Decidió investigar recurriendo a su don para entender los ladridos de los perros, entonces descubrió la auténtica verdad.

Durante un tiempo en una vida anterior, él había sido una persona que maltrataba a los perros y Plutón era una de sus víctimas. "El Perrero" sintió culpa y remordimiento al comprender la razón del comportamiento del perro hacia él.

Desde ese día intentó demostrar al can que había cambiado, que ya no era el hombre cruel que en su día lo maltrató.

Con mucha paciencia y cariño logró ganarse la confianza del pastor alemán, que finalmente lo aceptó como líder. Juntos formaron un gran equipo, ayudando a otros perros.

Todos los habitantes del pueblo y otros de los alrededores estaban asombrados de la conexión entre el hombre y el perro, nadie pensó que detrás de esa unión había muchas cosas en común en otra vida.

Una mañana en primavera, cuando las flores silvestres brotan dando un toque de alegría al paisaje, Plutón no se levantó.

Estaba acurrucado junto a los pies de la cama de su amo, dejó este mundo en silencio mientras dormía.

"El Perrero" se sintió tan afectado que nunca más quiso entrenar a ningún perro.

En sus oraciones siempre un recuerdo para Plutón, y unas palabras finales: "Dios, haz que me reúna con él nuevamente".

MI PRIMER VIAJE EN " EL CATALAN" (II )

  La hora de la comida es sagrada. Salieron las fiambreras con cantidad de viandas: lomo de orza, choricitos en aceite, morcillas y cualquie...