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TERREMOTO


 

El reloj marcaba las 4:00 de la mañana cuando la tierra rugió.
No fue un temblor cualquiera de esos que apenas se sienten; no, esta vez el ruido fue un crujido monstruoso, como el rugido de un gigante que despierta. Las paredes vibraron y, en cuestión de segundos, la ciudad se convirtió en un laberinto de gritos, polvo y ruinas.

Martín y Almudena dormían profundamente en su apartamento del cuarto piso. Aunque como pareja no atravesaban su mejor momento, el miedo primitivo los unió de forma instantánea. Martín despertó con la primera sacudida y apenas tuvo tiempo de gritar el nombre de Almudena antes de que el techo se les viniera encima.

El silencio que siguió no era normal. Solo el lento caer del polvo y el derrumbe de edificios rompían el amanecer.
Almudena no podía ver. Su cuerpo estaba atrapado, medio enterrado bajo lo que alguna vez fue la pared del dormitorio. Intentó moverse, pero un dolor punzante en la pierna le arrancó un grito: no podía sentir los dedos del pie.

—¿Martín? —apenas pudo pronunciar el nombre.
Nada. Solo oscuridad y el eco de su voz rebotando entre los escombros.

De pronto, un gemido. Luego, la voz de Martín, apenas en un susurro:
—Aquí... estoy aquí...

Almudena sintió desfallecer al oírlo. No sabía si era por alivio o terror: alivio de no estar sola o terror por lo que pudiera encontrar al otro lado de los escombros.
Martín estaba atrapado boca arriba, con una viga apoyada sobre su abdomen. No podía respirar bien. Apenas podía ver por el polvo, y cada segundo le parecía una eternidad.

Almudena gateó como pudo hacia la voz, con los dedos sangrando al escarbar entre trozos de ladrillo y yeso. El calor era insoportable, como si estuviera en el mismo infierno. El polvo se mezclaba con el sudor de su rostro. El silencio no era total: a lo lejos se escuchaban gritos, llantos, sirenas... y ladridos. Sí, ladridos de los perros de rescate.

Thor, un pastor belga entrenado para el rescate, era más certero que cualquier tecnología. Su olfato e instinto lo guiaban como una brújula hacia los corazones que aún latían bajo los escombros. Corría entre las ruinas de las casas, ladrando con fuerza, las patas llenas de polvo y sangre por pequeños cortes. Olfateó el aire cargado de polvo, se detuvo en seco, ladró aún más fuerte y comenzó a rascar la tierra desesperadamente.
Almudena lo oyó.

—¡Martín, un perro, un perro! —exclamó.

Pero Martín no respondió. Su respiración se hacía cada vez más lenta. Almudena sintió miedo ante el silencio por respuesta.

—¡Aquí, estamos aquí! —gritó desesperada.

En medio del caos, uno de los rescatistas oyó los ladridos insistentes de Thor y corrió en esa dirección. Empezó a escarbar, guiado por los ladridos frenéticos del perro.

—¡Ayuda, hay alguien aquí abajo! —gritó el rescatista.

Sus voces se mezclaban con los ladridos incansables de Thor.

—¡Hay una mujer viva! —volvió a gritar.

Almudena apenas podía hablar: tenía la garganta seca como el polvo que la cubría.

—¿Estás sola? —preguntó el salvador.

Almudena negó con la cabeza y, con dificultad, señaló la dirección donde estaba Martín.

—Mi marido... está atrapado —logró decir.

Un rescatista más delgado se introdujo por una abertura, preparado para ello, linterna en mano. Alcanzó primero a Almudena y logró sacarla tras varios minutos de esfuerzos; luego, hicieron lo mismo con Martín.

Una vez afuera, Thor lamía las heridas de ambos.
Fue una experiencia que jamás olvidarían. Desde entonces, cada año celebran dos cumpleaños.

ACAMPADA MORTAL--I I--


 Caminó durante lo que pareció una hora, hasta que llegó a un claro. Allí, el suelo estaba removido, tierra recién cavada, un olor a humedad… y algo más denso: sangre.

Había una pala clavada en el centro y, junto a ella, una bolsa. La de Clara.

Marcial se acercó con lentitud. Cada músculo de su cuerpo le gritaba que huyera, que no siguiera adelante, pero se obligó a mirar dentro de la bolsa. Estaba vacía. Ni rastro de Carmen.

Entonces escuchó algo parecido a un gemido. Se giró bruscamente, mirando entre los árboles. No vio nada. Pero el gemido volvió, esta vez justo detrás de él. Cuando se dio la vuelta, no había nadie.

Lo que más le llamó la atención fue que, pese a estar en pleno bosque, no se escuchaba ningún animal. Ni un pájaro, ni tan siquiera un insecto. Solo estaba él… y algo —o alguien— que lo vigilaba desde los márgenes del bosque.

—Carmen... ¿Carmen? —ni él mismo estaba seguro de haber emitido ese sonido.

De repente, una figura apareció entre los árboles. No caminaba, se deslizaba como una serpiente. Marcial retrocedió y tropezó con algo que lo hizo caer de espaldas.

La figura se detuvo a unos metros. Era alta, muy alta. Vestía de oscuro y, en lugar de rostro, tenía una especie de máscara. Los ojos estaban vacíos. No decía nada. No se movía.

En ese momento, Marcial comprendió que no solo estaban los asaltantes... también estaba aquella criatura.

Permaneció en el suelo, paralizado. La figura no avanzaba, no retrocedía. Solo estaba ahí, inmóvil. Algo en ella era más aterrador que cualquier amenaza física. Y entonces, sin emitir ningún sonido, desapareció. No se giró, no caminó… simplemente desapareció.

Marcial parpadeó. Su corazón golpeaba su pecho como un tambor de guerra. Se puso de pie, con la vista ligeramente borrosa.

—¿Estoy perdiendo la cordura... o es todo real?

Pensó en Carmen. Siguió caminando como un autómata. Se arañó los brazos con la maleza, la llamó una y otra vez, aunque cada vez con menos fuerza. De repente, frente a sus ojos, apareció una cabaña.

Estaba escondida entre la vegetación. La madera podrida, sin ventanas. Marcial se acercó con precaución. La puerta estaba entreabierta. Desde el interior salía un fuerte olor a humedad y putrefacción.

La empujó con lentitud. El interior estaba a oscuras, pero el amanecer filtraba algunos rayos de sol entre las rendijas. Las paredes estaban cubiertas de símbolos tallados a cuchillo, y en el centro había un altar rudimentario hecho con piedras y restos de animales. Al fondo… una figura encadenada.

—¡Carmen!

Ella levantó la cabeza. Tenía el rostro golpeado, pero estaba viva. Atada con grilletes a una viga, los ojos llenos de lágrimas y el rostro desbordado de terror.

Marcial corrió hacia ella. Intentó romper las cadenas, pero era inútil. Estaban firmemente aseguradas.

—Vinieron anoche —susurró Carmen—. No se fueron. No son solo ladrones, Marcial. Hay algo más. Los vi… haciendo rituales con otros cuerpos.

—Tenemos que sacarte de aquí —dijo él.

En ese momento, un crujido cerca de la puerta. Marcial se giró. La silueta de alguien se recortó en la claridad del exterior. No era solo uno. Más figuras se acercaban. Todos llevaban la misma máscara.

La puerta se cerró de golpe. La oscuridad volvió a reinar. Afuera, los encapuchados comenzaron a cantar. Era un canto poderoso… uno que helaba la sangre. Y en el altar, algo comenzó a moverse. Un bulto envuelto en mantas.

Marcial lo miró… y comprendió.

No era un bulto. Era una criatura. Y acababa de despertar.

El bulto tembloroso se agitaba como si intentara liberarse. Marcial se ahogaba. Carmen, encadenada. La puerta cerrada. El aire se volvía irrespirable, impregnado con un hedor a carne podrida.

Las voces del exterior no cesaban.

—¡Marcial, no lo mires! —gritó Carmen.

Una mano —o algo similar a una mano— emergió de debajo de la manta. Era larga, delgada, y goteaba un líquido oscuro, espeso, como aceite.

La criatura se alzó lentamente. No tenía rostro definido. No caminaba… se deslizaba sobre el altar como un gusano.

—¡Corre, Marcial! ¡Sal de aquí! —gritó Carmen.

Pero él no podía moverse. Algo invisible lo mantenía inmóvil.

La criatura emitió un chillido agudo. Marcial cayó de rodillas. Sangraba por la nariz. Las paredes temblaban. La puerta se abrió de golpe. Los encapuchados irrumpieron en la cabaña. Uno de ellos se acercó al altar y, con una reverencia, alzó un cuchillo, ofreciéndoselo a la criatura.

Los demás se giraron hacia Marcial. En un gesto de desesperación, gritó:

—¿Por qué? ¿¡Por qué yo!?

Uno de los encapuchados se quitó la máscara. Tenía un rostro humano… pero deformado.

—Porque entraste al bosque. Y el bosque te eligió.

La criatura se abalanzó sobre él.

Después… solo oscuridad y silencio.

Dos días después, un grupo de excursionistas encontró el campamento destruido. Avisaron a la policía. Se organizaron búsquedas con perros y helicópteros. No encontraron rastro alguno. Ni de Marcial ni de Carmen.

Solo, en un claro del bosque, hallaron restos de ceniza y un símbolo extraño grabado en la tierra. Algunos dijeron haber visto huellas que no eran humanas. Otros afirmaban haber escuchado ruidos entre los árboles.

El caso fue cerrado como "desaparición sin explicación".

Pero en el bosque, cuando el viento sopla con fuerza, algunos aseguran que se escucha un grito lejano… y una voz que llama una y otra vez:

—Carmen... Carmen...

ACAMPADA MORTAL


 La noche había caído como un espeso manto sobre el bosque conocido como El Pinar, un lugar apartado al que pocos turistas se aventuraban, precisamente por su fama de estar demasiado lejos de todo. Pero para Carmen y Marcial, eso era exactamente lo que buscaban: desconectarse, dejar atrás la ciudad, el ruido, los teléfonos... y simplemente dormir bajo las estrellas.

Eran cerca de las nueve cuando terminaron de montar la carpa de su tienda de campaña. El cielo, limpio de nubes y repleto de estrellas, prometía una noche tranquila. Habían cenado algo rápido: pan, embutidos y un par de copas de buen vino tinto que Marcial había traído con mucho cuidado.

Todo parecía perfecto. Rieron, compartieron anécdotas, y cuando la brisa comenzó a enfriar la noche, se metieron abrazados en su saco de dormir. Al principio solo se abrazaron, pero al poco rato acabaron haciendo el amor como lo que eran: dos enamorados durmiendo bajo las estrellas.

Pero en la madrugada, algo cambió.

Primero fue un crujido. No muy fuerte, apenas perceptible, pero suficiente para que Carmen abriera los ojos. Miró a su alrededor, desorientada por la oscuridad, a pesar del cielo estrellado. Marcial dormía profundamente… o al menos eso parecía. Entonces, otro sonido: ramas partiéndose bajo un pie. O tal vez varios.

Intentó convencerse de que era un animal. Tal vez un ciervo, o un jabalí en busca de comida. Había leído que esos animales salían por las noches en busca de agua. Pero algo no encajaba. El silencio posterior era demasiado... premeditado.

—¡Marcial! —susurró Carmen, tocándole el brazo—. ¿Escuchaste eso?

—¿El qué? No escuché nada. Vuelve a dormir —respondió Marcial, aún somnoliento.

Pero Carmen no podía. Se quedó sentada, con los ojos fijos en la tela roja de la tienda, intentando ver a través de ella. Entonces algo más sucedió: un roce, muy cerca. Luego, una sombra proyectada por la luz de una linterna. Alguien se movía afuera… no era uno. Eran varios.

Sintió el corazón acelerarse. En ese momento, Marcial se incorporó, ahora sí, más nervioso.

—¿Quién anda ahí? —gritó, intentando sonar firme.

No hubo respuesta. Solo silencio.

Y entonces, todo ocurrió muy rápido.

La tela roja de la tienda se rasgó de arriba a abajo. Una navaja, o quizás un cuchillo muy afilado, cortó la lona como si fuera papel. Antes de que pudieran reaccionar, dos manos entraron por la abertura y agarraron a Carmen por los tobillos, arrastrándola con fuerza hacia el exterior. Gritó, pero su voz quedó ahogada, rota por el miedo.

Marcial intentó sujetarla, pero algo —o alguien— lo golpeó en la cabeza con brutalidad, dejándolo casi inconsciente. Apenas alcanzó a distinguir rostros cubiertos con pasamontañas. Ojos desquiciados, rabiosos. Uno de ellos le apuntaba a la cara con una linterna, como si fuera un foco de interrogatorio. La luz lo cegó. Luego vino otro golpe. Después… solo oscuridad.

Carmen forcejeó, arañó, pataleó como nunca antes lo había hecho. Logró soltarse y corrió hacia la arboleda, como una gacela. Pero en la carrera no vio una raíz sobresaliente. Cayó de bruces al suelo.

Antes de poder levantarse, sintió un aliento caliente en la nuca. Unas manos sucias la giraron bruscamente.

—No grites —dijo una voz seca—. Si gritas, lo matamos —sentenció.

Ella se quedó inmóvil. Podía ver a Marcial tirado en el suelo, sin moverse. ¿Estaba vivo? ¿Muerto? Su mente no podía decidir si aquello era una pesadilla o la más cruda realidad.

¿Qué estaba pasando? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué querían?

Las respuestas llegaron pronto. Uno de ellos empezó a revisar su mochila, otro destrozó la tienda buscando objetos de valor.

—¡No hay nada! Solo un par de móviles, algo de dinero y ropa sucia —vociferó el que rebuscaba, arrojando la linterna al suelo con furia.

—Tranquilo —dijo otro, el que parecía ser el líder—. Igual vamos a divertirnos un rato —añadió, mirando a Carmen con lascivia.

Carmen tragó saliva. Su cuerpo temblaba. Algo dentro de ella le gritaba que aquello iba mucho más allá de un simple robo. Los minutos se volvieron eternos. Nadie podía ayudarlos. Y los atacantes lo sabían. Parecía que habían elegido a sus víctimas con cuidado, sabiendo que estaban completamente solos.

Cuando el reloj marcaba las 4:17, todo volvió a quedar en silencio. Los hombres desaparecieron entre los árboles como sombras.

Marcial despertó varias horas después, solo. Con el cuerpo dolorido y la cabeza palpitando, se arrastró como pudo hasta lo que quedaba del campamento. Gritó:

—¡Carmen! ¡Carmen!

Una, dos, diez veces. No hubo respuesta. Solo los restos del caos: mochilas vacías, ropa tirada, botellas rotas y huellas borrosas en la tierra húmeda. Había sangre en la hierba. ¿De quién? ¿De él? ¿De Carmen?

El silencio del bosque pesaba como una losa. Se apoyó en un tronco caído, respirando con dificultad. Al tocarse la cabeza, sintió sangre seca pegada al cuero cabelludo. A lo lejos, los primeros rayos del sol asomaban entre los árboles, pero el bosque seguía en sombras, como si el sol no se atreviera a entrar.

—Carmen... —susurró con la poca voz que le quedaba.

Intentó ponerse de pie, pero las piernas no le respondían. Mareado, cayó de nuevo al suelo. Respiró hondo. Tenía que encontrarla. No sabía si se la habían llevado… o si la habían dejado muerta en algún rincón del bosque.

El campamento estaba completamente destruido. No quedaba nada útil. Ni los móviles, ni la brújula, ni siquiera el botiquín de emergencia. Los atacantes se habían asegurado de dejarlos incomunicados.

¿Y Carmen? ¿Dónde estaba?

Entonces vio algo: una tira de tela, enganchada en una rama, a unos diez metros del campamento. Era parte de una sudadera azul. La misma que Carmen llevaba aquella noche.

Siguió el rastro. Luego vio pisadas, pero no llevaban a ningún sitio claro. Aun así, Marcial avanzó, guiado por algo más fuerte que la lógica: la desesperación.

Continuará..

VECINOS ENEMIGOS

Desde hace más de diez años, la vida en la calle Rías Bajas transcurría tranquila para todos los vecinos, menos para Javier y Andrés, quienes compartían una valla de separación entre sus casas.

Nadie recordaba cómo empezó el conflicto, ni siquiera ellos mismos. Tal vez fue por el volumen de la música, una rama que se metió en el patio ajeno o simplemente una mala cara. Lo cierto es que, desde hacía tiempo, se habían convertido en enemigos declarados.

No pasaba una semana sin una discusión, gritos que cruzaban los muros e insultos. Una vez, Javier dejó un perro de yeso mirando hacia el jardín de Andrés, con un letrero que decía: "Cuidado: muerde a los idiotas."
Andrés respondió colocando unos altavoces apuntando a la casa de Javier, haciendo sonar reguetón desde las seis de la mañana durante tres días seguidos.

Sus familias, amigos, incluso otros vecinos, ya se habían rendido: “Son casos perdidos”, decían.

Javier era viudo, rondaba los cincuenta y cinco años, y trabajaba desde casa como contador. Con todo el mundo era callado, menos con Andrés. Cuando se enfrentaba a él, era un volcán en erupción.

Andrés, por su parte, era un jubilado de mal genio, electricista de profesión, voz grave y manos de hierro. Vivía solo desde que su hijo se mudó a otra ciudad. Decían que era una buena persona… excepto cuando discutía con Javier.

Una tarde de abril, la tensión llegó a su punto máximo. Andrés había estado podando su limonero, y una de las ramas cayó accidentalmente —o no— en el jardín de Javier. Este salió con una escoba en la mano, como si empuñara una espada.

—¡Ya está bien, viejo demente! —gritó—. ¿Tanto cuesta tener cuidado?

Andrés respondió con una sonora carcajada.

—¿Y tú, ratón de oficina, qué vas a hacer? ¿Pegarme con la escoba?

—Un día te vas a atragantar con tu propia mala leche.

—Y tú vas a morir solo y amargado entre papeles.

Pasaron los días sin que ninguno de los dos se dirigiera la palabra.

—Tal vez uno de ellos murió… o se cambió de barrio —murmuraban los vecinos.

Pero al tercer día ocurrió algo que cambió todo.

Eran las 7:45 de la mañana. Andrés estaba cocinando su desayuno habitual: huevos fritos, pan tostado y café. Pero esa mañana hubo un problema. Su vieja cafetera empezó a soltar chispas y, en un abrir y cerrar de ojos, un pequeño incendio comenzó a propagarse por la cocina.

Andrés intentó apagarlo, pero tropezó con la alfombra y cayó pesadamente. El golpe fue seco y duro. Quedó tendido en el suelo, mientras el fuego se extendía. Quiso gritar, pero no pudo; solo emitió un gemido y trató de alcanzar el teléfono. Nadie lo vio... excepto Javier, que desde su ventana en la segunda planta notó un humo inusual saliendo de la casa vecina.

Al principio pensó que Andrés había dejado algo quemándose.

—Eso te pasa por bruto —pensó.

Se quedó mirando unos segundos. Entonces, algo en su estómago se removió.

—¿Y si…?

Bajó las escaleras corriendo, cruzó su jardín, saltó la valla y golpeó la puerta.

—¡Andrés! ¡Viejo imbécil! ¿Estás ahí?

Nadie respondió. El humo salía por debajo de la puerta. Sin pensarlo, Javier retrocedió unos pasos y se lanzó contra ella con todas sus fuerzas. El calor lo golpeó como una bofetada. Tosió, cubriéndose la boca con su camisa, y gritó el nombre de Andrés mientras avanzaba a tientas. Lo encontró tirado, inconsciente.

—Maldita sea —murmuró mientras lo levantaba como podía.

Logró arrastrarlo hacia afuera.

Cuando llegaron los bomberos, encontraron a los dos prácticamente inconscientes por la cantidad de humo inhalado.

El hospital se convirtió en territorio neutral. Andrés pasó dos noches en observación, con quemaduras en un brazo. Javier fue a verlo el segundo día. No sabía por qué lo hacía, tal vez para cerrar el ciclo de discusiones.

Andrés lo miró desde la cama. Tenía el brazo vendado, una máscara de oxígeno y los ojos más brillantes de lo normal.

—No esperaba que fueras tú —dijo.

Javier se encogió de hombros, sin saber qué responder.

—Yo tampoco.

—Podías haberme dejado morir.

Se hizo el silencio entre los dos.

—No lo hice por ti —dijo Javier—. Lo hice porque no quería tener que explicarle a la policía por qué olía a carne quemada.

Desde entonces no fueron amigos, pero se respetaron. A veces compartían un café.

Una tarde, Andrés apareció con una caja de herramientas.

—Vamos a arreglar esa valla de mierda.

Javier lo miró y asintió con la cabeza.

—Ya era hora.

Entre risas y bromas, reconstruyeron la valla. Esta vez la hicieron más baja: apenas les llegaba al pecho.

Javier y Andrés dejaron de ser enemigos, no porque lo olvidaran, sino porque entendieron lo que podían llegar a ser.

 

EL RIO

 El niño se llamaba David. Había cumplido doce años el mismo día que descubrió el nacimiento del río. Era un verano extraño, sofocante, de ...