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LOS GUARDIANES DE LA ALHAMBRA

Aunque muchos lo repiten en tono burlón, los mayores de Granada lo saben: la Alhambra guarda secretos que ningún libro ha sido capaz de desvelar. Cada piedra tallada, cada arco nazarí, cada jardín respira historia. Pero hay algo más. Algo que casi nadie puede contar, porque pocos lo han vivido. Algo que solo ocurre cuando la luna llena se cuela entre las columnas de mármol y la bruma asciende desde el Generalife.

Fue una noche de noviembre cuando sucedió. Una noche en que la niebla se deslizaba entre las columnas hasta abrazar las murallas. Esa fue la noche en que Diego, un niño de once años, desapareció en el corazón de la Alhambra.

Diego no era un niño cualquiera. Soñador y curioso, sus padres solían decir que tenía un pie en este mundo y otro en el de los cuentos. Aquella tarde, el colegio organizó una excursión a la Alhambra. En principio era una más, pero para Diego era como regresar a un lugar que ya conocía.

Mientras el guía hablaba de Carlos V, de los reyes moros, de las leyendas de amor y traición, Diego se alejó del grupo. Sus pasos lo guiaron hacia el Patio de los Leones, donde el sonido del agua que brotaba de la fuente le parecía un susurro en lengua extranjera. Sin darse cuenta, siguió ese sonido como hipnotizado. Atravesó un pasillo estrecho, luego una sala que no recordaba haber visto antes. Entonces apareció la niebla.

Primero leve, como un velo flotando. Luego espesa, como si la misma Alhambra respirara desde sus entrañas. En minutos, todo desapareció. Diego llamó a gritos, pero nadie respondió. Intentó volver sobre sus pasos, pero no encontró el camino. Todo era silencio y piedras.

Cuando el guía se dio cuenta de que Diego no estaba, ya era demasiado tarde. El sol comenzaba a caer y los vigilantes de la Alhambra iniciaron la búsqueda con linternas, perros y altavoces. Patrullaron cada rincón, todas las salas y jardines. Nada.

—Es imposible, aquí no hay dónde esconderse —decían los guardias.
Y sin embargo, el niño no aparecía.
—Tal vez se cayó por una acequia o en los antiguos aljibes —sugirió alguien.

La Guardia Civil inspeccionó todo. No había ni rastro de Diego. Ni un zapato, ni un pañuelo. Nada.

Diego, mientras tanto, estaba dentro. Aunque no sabía dónde. No sabía cómo había llegado, pero se encontraba en una sala extraña, iluminada por una luz dorada que no provenía de ninguna lámpara.

La sala tenía muros de yeso tallado y, en el centro, sentados en cojines bordados, tres hombres lo observaban en silencio. Vestían túnicas blancas con bordados dorados. Tenían los rostros cubiertos por velos finos, y sus ojos brillaban con una luz cálida y serena. No hablaban, pero Diego los entendía.

—No temas, pequeño. Estás bajo la protección de los guardianes —le dijeron, sin mover los labios.

Diego se sentó. No tenía miedo. Sentía calor, como si un fuego invisible calentara todo. Le ofrecieron dátiles y un líquido dulce en una copa tallada. Comió, bebió, y sintió una paz profunda.

—¿Dónde estoy? —preguntó Diego.

Uno de los hombres alzó la mano. Frente a Diego apareció una visión de la Alhambra en su esplendor: vio los estandartes colgando, el murmullo del agua, hasta pudo oler el perfume del jazmín. La gente cruzaba patios, los niños jugaban. Era un lugar vivo.

—Esto fue. Esto es. Pero solo algunos pueden verlo —se oyó en su mente la voz de uno de los hombres.

Diego quiso preguntar más, pero el sueño lo venció. Durmió toda la noche.

Al amanecer, un vigilante encontró a Diego acurrucado, cubierto con una túnica blanca junto a la Fuente de los Leones. Estaba seco y dormía profundamente, como si nada hubiera pasado. Lo despertaron con suavidad.

—¿Estás bien? ¿Dónde has estado?

Diego los miró confundido y solo respondió:

—Estaba con ellos. Me cuidaron toda la noche.

Lo llevaron al hospital para asegurarse de que todo estuviera bien. Y lo estaba. Pero algo había cambiado. Diego hablaba de hombres vestidos como antiguos árabes.

Un restaurador llamado Álvaro, que llevaba treinta años trabajando en la Alhambra, pidió hablar con Diego en privado. Después de muchas preguntas, tuvo claro que los hombres de los que hablaba el niño eran los antiguos Afaqid, los guardianes encargados de proteger los lugares sagrados.

—¿Quieres contarle esto al mundo? —le preguntó Álvaro.

—No me creerán. Y ellos lo prefieren así —respondió Diego.

Muchos pensaron que era una fábula inventada, como tantas que se cuentan sobre la Alhambra. Pero nadie pudo explicar de dónde salió la túnica blanca que protegió a Diego durante la noche.


LA ULTIMA PARTIDA


 

Las góndolas dormían bajo la neblina. Eran las tres de la madrugada en Venecia. Las aguas del Gran Canal estaban quietas, como si esperaran que algo —o alguien— las despertara.

Leonardo ajustó su abrigo y se detuvo en la esquina de la calle Misericordia, bajo la tenue luz de un viejo farol. La persona que había seguido desde San Polo acababa de desaparecer tras una esquina. Sabía quién era: Alessandro, un embustero, jugador y deudor.

Hacía dos semanas que Leonardo había recibido el encargo de cobrar una deuda de juego de treinta mil euros. Pero Alessandro no solo debía el dinero: también había huido con las ganancias de una mesa clandestina en el casino más importante de los barrios bajos de Venecia.

El encargo venía de Il Papa, un nombre que nadie se atrevía a pronunciar. Era el rey de las apuestas clandestinas en la ciudad.

—Tráelo frente a mí… o tráeme una prueba de que no volverá a jugar jamás —le había dicho Il Papa.

Leonardo lo entendió. Y sabía muy bien cómo lograr que alguien dejara de jugar para siempre.

Lo había buscado sin descanso. Habló con taberneros, músicos callejeros y estibadores. Alessandro se movía como el humo: aparecía en el norte de la ciudad y, al poco rato, alguien lo veía en el sur.

La noche anterior, alguien juró haberlo visto en Murano. Pero Leonardo sabía que Alessandro no abandonaría Venecia sin hacer una última apuesta.

Y esa noche, por fin, lo vio con sus propios ojos. Alessandro salía de un sucio callejón detrás de un viejo teatro. Miraba a todos lados, con el andar rápido de quien teme ser descubierto. Llevaba una maleta. Leonardo no lo perdió de vista ni un segundo.

Las estrechas y oscuras callejuelas favorecían la persecución. Los latidos de sus corazones se podían escuchar en medio del silencio de la noche.

Al girar la esquina, lo vio: Alessandro abría la puerta trasera de un edificio abandonado junto al canal. Entró y desapareció.

Leonardo se acercó con cautela. La puerta crujió como si se quejara de dolor. Dentro, el aire estaba impregnado de humedad. No lo dudó y entró.

El interior olía a madera podrida y orina. Quizás, en otro tiempo, había sido un viejo taller de góndolas. Avanzó en silencio, atento al menor ruido. Un crujido lo detuvo. A la izquierda, una sombra se movió.

—¡Alessandro, no corras! —gritó Leonardo.

La persecución fue rápida, por estrechas escaleras y pequeños pasadizos, hasta llegar a una puerta cerrada.

Alessandro la atravesó y, unos metros detrás, lo hizo también Leonardo. No había salida. Alessandro estaba al final de la sala, jadeando. Tenía la barba crecida y el rostro sucio.

—¿Por qué me sigues?

—No tengo por qué darte explicaciones.

—¿Il Papa quiere matarme? —preguntó ansioso.

—Il Papa quiere lo suyo.

—Ya no lo tengo —dijo Alessandro, abriendo la maleta vacía.

—¿Dónde está el dinero?

—Lo aposté.

—¿Todo?

—Sí, todo. A una sola carta. Y perdí...

Leonardo sintió una oleada de rabia. No por el dinero, sino por la estupidez.

—Si no tienes dinero, ¿qué haces aquí?

—Vine a apostar una vez más. La definitiva.

—¿Qué piensas apostar?

—Mi vida. ¿Quieres apostar conmigo?

Leonardo lo miró fijamente. Alessandro sacó algo del bolsillo: una baraja vieja, gastada y doblada por los bordes.

—Corta. Si saco una carta más alta, me dejas ir. Si es la tuya, me entrego —propuso.

Leonardo sabía que era absurdo. Il Papa no aceptaría juegos. Pero había algo en el ambiente, algo invisible, que lo hizo aceptar.

—De acuerdo. Acepto.

Alessandro mezcló, luego le ofreció cortar. Cada uno eligió una carta.

—Reina de corazones —anunció Leonardo. Buena carta.

—Siete de tréboles…

Alessandro se derrumbó. Una vez más, volvía a perder. Y esta vez podía perder la vida.

Al amanecer, Leonardo lo entregó en el muelle de San Basilio. Dos hombres lo esperaban con una lancha negra.

—Está entero —explicó Leonardo.

—¿Y el dinero?

—No hay. Lo perdió todo.

Cuando la lancha se alejaba, Alessandro lo miró por última vez. Sabía que lo había perdido todo.

Varios días después, apareció en el fondo de un canal.

FUMO DI SANGUE


 

El mármol del suelo resonó con las pisadas lentas y débiles de los cardenales. Las puertas del cónclave se cerraron como las de una cárcel.

Afuera, todo el mundo miraba hacia el cielo, esperando que saliera el tan esperado humo blanco. Dentro del cónclave, solo quedaban la palabra de Dios y la de un hombre que no creía en Él.

El falso cardenal era un infiltrado entre hombres santos. Nadie lo había notado; su disfraz era perfecto: túnica roja, cruz de oro y un acento cultivado en la vieja escuela de Roma.

Él no era Méndez. No tenía nombre. Había memorizado el perfil del verdadero cardenal, muerto por una aguja días antes en la habitación de un lujoso hotel. Aquel cadáver, disuelto en ácido, jamás sería encontrado.

La Capilla Sixtina se cerró a las voces del mundo. Solo quedaban los 118 hombres de rojo... y el intruso.

El primer día fue un caos disfrazado de cortesía: murmullos, suspiros y muchas miradas de reojo. Viejos enemigos creaban nuevas alianzas. El falso cardenal observaba todo. Su misión no era alterar el resultado de la elección, sino eliminar al que la Providencia nombraría.

Un par de días después, cuando ya se había votado varias veces, ninguna de las votaciones había arrojado un patrón claro. Aunque un nombre se repetía con más frecuencia que los demás: el del cardenal Bertoni, un italiano joven en comparación con otros.

El falso cardenal sintió ansiedad en el estómago. No era miedo; era cálculo.

—¿Cómo se asesina a un papa, antes de que sea papa, rodeado de 117 personas vestidas igual que tú?

Intentó acercarse a Bertoni. Coincidieron en la biblioteca del cónclave y aprovechó para intercambiar unas palabras.

—¿Crees que alguno de nosotros quiere ser elegido? —preguntó el falso Méndez.

—Solo me dan miedo los que lo desean mucho —respondió Bertoni.

Esa noche, en su celda, el falso cardenal puso veneno en un frasco de aceite sacramental. Pero a la mañana siguiente, alguien lo había cambiado de sitio.

—¿Lo sabían?

Uno de los cardenales tuvo un infarto. Aunque sobrevivió, entre ellos se hablaba de un posible envenenamiento.

—¿Otro jugador en la partida… o voluntad divina?

Empezaba a ser agotador. Las votaciones llevaban ya once días y aún no se elegía un nuevo papa.

El día doce solo quedaban dos candidatos en las votaciones: Bertoni y un conservador radical, apoyado por la vieja guardia. El humo seguía saliendo negro después de cada elección.

El falso cardenal se decidió. En la noche silenciosa, forzó una cerradura. Pero en la celda no había nadie.

Los días continuaban pasando, y el agotamiento era general. Nadie dormía más de tres horas. Unos rezaban, otros escribían notas que luego quemaban.

El cardenal Bertoni seguía con ventaja. Pero en estos casos, nunca se sabía.

Llovía sobre Roma. Afuera, la plaza de San Pedro estaba casi vacía. Nadie desafiaba la lluvia y el frío después de tantos días. El falso Méndez no pensaba en escapar. Tenía que llegar al final.

Miró con detenimiento la jeringa de cristal que estaba entre los pliegues de su túnica. La había escondido allí desde el primer día. El veneno que contenía era silencioso, paralizante, invisible, imposible de detectar. Sería una muerte disfrazada de paro cardiaco.

La oportunidad llegó antes del amanecer. Bertoni se retiró a su celda a rezar. Siempre rezaba solo, sin compañía. Era su rutina. Y las rutinas matan.

El falso cardenal se deslizó por el corredor, escondiéndose entre las sombras. Llevaba entre los dedos el pequeño cilindro de cristal. El corazón le latía con fuerza. Abrió lentamente la puerta. Bertoni estaba de espaldas, de rodillas, rezando. Dio dos pasos al frente. El suelo crujió. Bertoni se giró. Sus ojos no mostraban sorpresa ni miedo.

—¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar? —preguntó Bertoni con voz suave.

—No tengo elección. La decisión está tomada.

—Siempre la hay, aunque no siempre es la acertada.

Hubo un silencio breve. Un pequeño forcejeo, acompañado de un grito ahogado.

El humo blanco salió por la chimenea.

Habemus Papam.

El nombre anunciado fue el esperado: Bertoni.

Pero algo había cambiado. La voz que salió al balcón temblaba. Su rostro, aunque idéntico, parecía más rígido. No hubo sonrisas. No hubo bendición. Solo unas palabras:

—Oremos por la Iglesia… y por los que cargan la cruz del arrepentimiento.

El mundo aplaudió y lloró.

Pero en un rincón de la plaza, un anciano cardenal, ciego de un ojo, murmuró para sí:

—Este no es Bertoni...

Nadie se había dado cuenta. Después de decir esas palabras, el viejo cardenal dejó de respirar, cayendo al suelo.

Solo una figura que se alejaba de allí sabía lo que había pasado.

APAGON TRAUMATICO


 Todo sucedió un día cualquiera. Mari Luz estaba plácidamente viendo la televisión mientras empezaba a cocinar. Se entretenía echando un ojo a las novedades de Facebook, tomándose una copita de vino, cuando de pronto... ¡Pum! Se fue la luz.

Al principio pensó que sería algo de cinco minutos, diez como mucho. Qué equivocada estaba. Pasaron más de catorce horas: sin luz, sin internet, sin Netflix, y por supuesto, sin poder cargar el móvil. Fue como si hubiéramos regresado al año 1800.

Cuando se acercaba la noche, la oscuridad lo envolvía todo. Mari Luz, con su móvil al 10% de batería, usaba la linterna como si fuera una exploradora perdida en la selva. El microondas estaba muerto, la nevera empezaba a sudar por dentro... y Mari Luz también. Y todo en un silencio espeso, ese maldito silencio que parecía apagarlo todo. Lo peor: ni rastro del WiFi.

Sobrevivió aquella noche con la única luz de una pequeña vela que encontró detrás de un cajón de cubiertos. Y decidió que eso no volvería a pasarle nunca más.

Al día siguiente, aún con el trauma fresco, fue a comprar una linterna. “Por si acaso”. Al otro día pensó que una no era suficiente, así que compró otra. Para completar su kit de supervivencia, se hizo con una radio a pilas. “Para estar informada en caso de otro apagón”, se dijo.

Por si acaso sucedía otra vez, se preparó bien: compró una linterna de cabeza, otra de carga manual, otra con carga USB... Con todas las que acumuló, podría iluminar un estadio de fútbol.

Una semana después del fatídico apagón, Mari Luz ya no recibía saludos, recibía paquetes. El cartero ya la trataba de tú, y la directora de la tienda online donde compraba le mandaba cartas de agradecimiento. Mari Luz acumulaba radios como si estuviera montando un museo de tecnología analógica.

—¿Mari Luz, de verdad necesitas una radio que capte señales de submarinos rusos? —le preguntó un amigo.
—Nunca se sabe —respondió, mientras se colocaba una linterna en la frente para cruzar la calle.

Con el tiempo, su casa se transformó en un pequeño cuartel, con radios por todas partes. Las noches eran más brillantes que el día. Pero al menos, si algún día regresaba el apagón, Mari Luz estaría preparada.

A pesar de su buena intención, algunos amigos empezaron a preocuparse por su obsesión. Intentaron hablar con ella.

—Mari Luz, entendemos que el apagón fue traumático... pero ¿no crees que lo estás llevando demasiado lejos?
—Solo quiero estar preparada —respondió.
—Pero tienes más linternas que una tienda...
—La preparación nunca está de más.

Con el tiempo, Mari Luz encontró un equilibrio. Mantuvo un kit básico de emergencias y empezó a dar charlas en escuelas sobre la importancia de estar preparados. Ya no compraba linternas compulsivamente, pero siempre llevaba una en el bolso y una radio en la mochila. “Por si acaso”.

ÉL NO TE ABANDONARIA

  No recuerdo el calor de mi madre. Solo sé que un día desperté en la oscuridad. Era un lugar estrecho, húmedo, con un olor a cartón mojado...