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ASALTO A MEDIANOCHE


 La medianoche ya había caído sobre la ciudad. Las doce campanadas de la torre de la iglesia sonaron para todos los habitantes, inaugurando el nuevo día. Mientras esto sucedía, en la cafetería "Sala Boheme", los últimos parroquianos apuraban sus bebidas, mientras el camarero, Fermín, aceleraba la limpieza para poder marcharse a su casa. El tintineo de las tazas y los platos era una melodía agradable. Aparte de ese ruido, nada más; ni siquiera la televisión estaba encendida. Sin embargo, la aparente calma estaba a punto de romperse.

Pasaban cinco minutos de las 12 cuando hizo su aparición un hombre de mediana edad. Con un leve empujón a la puerta, entró. Vestía un chaquetón largo y un sombrero que ocultaba parcialmente su rostro.

Avanzó hacia la barra con una lentitud parsimoniosa. Nadie se percató de su entrada; los clientes estaban entretenidos con sus charlas, solo Fermín, que siempre estaba atento a todo el que atravesaba la puerta, lo miró y saludó.

—Buenas noches.

No encontró respuesta. El hombre se apoyó sobre la barra, con su mano derecha escondida dentro del chaquetón. Su forma de sentarse era muy rígida, casi desafiante. En su rostro se podía ver una tensión fuera de lo normal. Con una voz muy tenue, se expresó:

—Quiero una botella de whisky Macallan, u otro más caro si tienes.

—¿Algo más? —preguntó el camarero.

—Sí, un plato de jamón Joselito, pata negra.

Fermín, amable como siempre, esbozó una sonrisa ante lo extraño del pedido a esa hora. Bajó la mirada levemente hacia la mano derecha que estaba escondida y pudo ver con facilidad el destello brillante de una pistola.

Trató de mantener la calma, pero el pánico empezó a ganar terreno en su mente. Sus ojos empezaron a buscar los de los demás clientes, inútilmente; todos estaban enfrascados en sus charlas.

—Enseguida se lo preparo todo —balbuceó Fermín.

Mientras el camarero se movía ágilmente detrás de la barra, su mente no paraba de buscar una solución a su problema. Tenía en el bolsillo el móvil y podía llamar a la policía, idea que descartó rápidamente al ver cómo el hombre no le quitaba ojo de encima. Cualquier movimiento en falso desencadenaría un desastre.

—Aquí está su whisky. ¿Me pidió algo más?

—Sí, el jamón, y rapidito.

Fermín se dirigió hacia el área donde solían cortar el jamón, justo a la entrada de la cocina. Mientras cortaba el jamón, ideó un plan.

—Voy a buscar un plato —le comentó al hombre.

Una vez en la cocina, cogió el teléfono del local y apretó el número 112, dejando el teléfono descolgado. Fueron segundos, el asaltante no se percató. Llenó el plato con el jamón cortado y, con nerviosismo, lo dejó junto al whisky.

El asaltante lo miró con cara de sospecha.

Fermín estaba rogando que la policía entendiera el peligro. Su voz temblorosa y el nerviosismo en sus manos lo podían delatar en cualquier momento.

Justo en ese momento, entraron tres hombres más al local.

—Buenas noches —saludó Fermín.

—Buenas noches, joven. ¿Podemos tomar algo?

—Por supuesto.

Los ojos de Fermín se cruzaron con los de los nuevos clientes; la conexión fue instantánea. Los tres hombres se abalanzaron sobre el asaltante, reduciéndolo en unos segundos.

Una vez los policías y el asaltante estuvieron fuera del local, los clientes no paraban de comentar lo sucedido, mientras Fermín se apoyó en una de las viejas sillas, sin poder retener el llanto. Eran las 12:35 y parecía que había pasado una eternidad desde que el reloj dio las doce campanadas.

Al día siguiente, Fermín se despertó con los rayos del sol entrando por la ventana de su apartamento. Miró el reloj comprobando que eran cerca de las doce del mediodía. Preparó un café, se sentó junto a la ventana que daba a la calle principal y empezó a disfrutar de su día libre, aunque no pudo dejar de pensar en lo sucedido la noche anterior.

ALEJANDRO Y EL CAMARERO ESPIA


 Alejandro es un talentoso escritor venezolano, conocido por su ingenio y su habilidad para crear tramas complejas en sus obras. Un día, recibe una llamada.

—Señor Alejandro, tenemos una oferta de trabajo para usted. —¿De qué se trata? Soy escritor. —Es algo que no tiene que ver con la escritura. —Cuénteme, por favor. Estoy intrigado. —Queremos que paralice temporalmente su novela y salga de su apartamento en Caracas para ayudarnos a descubrir a un camarero espía. — ¿Quiénes son ustedes? —Perdón por no presentarme antes. Soy el director de la EBCE. —¿Y qué deseas? —Tenemos una misión especial para usted. Tiene que encontrar y capturar a un camarero espía que actúa con una organización internacional desconocida. El director de la EBCE se fijó en Alejandro por su facilidad para observar y escribir, lo que lo hacía ideal para pasar desapercibido y recopilar información. Alejandro, intrigado por la propuesta y con un gran sentido de la aventura, no pudo rechazar la oferta. El primer destino del escritor fue Libia, un país en el norte de África, donde el camarero espía fue visto por última vez. Al llegar a Trípoli, Alejandro se vio desbordado por el entorno caótico y peligroso, pero no dudó en infiltrarse en mercados clandestinos donde es muy común el contrabando y la venta de información. Una noche, mientras investigaba en uno de esos mercados, fue atacado por un grupo de individuos poco amigables. Tras una dura lucha, consiguió salir del peligro y encontró una nota en el suelo: —El camarero está en la Universidad de la Sorbona de París. Con una nueva pista, y aparentemente confiable, no dudó en sacar pasajes para su nuevo destino: París. Ya en su nuevo destino, Alejandro se infiltra como profesor de literatura latinoamericana. Con su don de palabra, consiguió ganarse la amistad de estudiantes y colegas. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a notar cosas muy extrañas, como notas amenazantes en su despacho y la sensación de ser seguido en todo momento. Una noche, mientras revisaba las anotaciones del día, la luz de su oficina se apagó bruscamente y alguien intentó atacarlo. Con una lámpara de escritorio, logró defenderse y su atacante huyó. Nuevamente, encontró una nota, esta vez encriptada. Le tomó varios días descifrar el mensaje, pero finalmente lo logró. La nota solo contenía una dirección en Barcelona. Estaba seguro de que era una nueva pista. Al llegar a Barcelona, ​​Alejandro se sentía, más seguro. Pero no podía dejar de estar alerta continuamente. Se desplazó a una pequeña ciudad cercana; el mensaje que descifró hablaba de un antiguo café. El café tenía un ambiente nostálgico y bohemio, un lugar ideal para esconder secretos. Alejandro se convirtió en un cliente habitual, tomando notas constantemente y observando a camareros y clientes. Una mañana, mientras desayunaba, un camarero con pelo rizado y cara de pocos amigos dejó una nota directamente bajo su café. Alejandro la recogió y la leyó pausadamente. La nota indicaba la dirección para una reunión secreta en las afueras de la ciudad, junto a un antiguo faro que servía como guía a los marineros. Al cerrar el local, decidió seguir al camarero que le entregó la nota. No fue fácil; Alejandro se sintió espiado en cada esquina, pero consiguió no perderle de vista. Al llegar al lugar, el camarero levantó una puerta de reja metálica y entró en lo que parecía un almacén. Finalmente, Alejandro lo tenía cara a cara. El camarero era El mismo que le había dado la nota. Tenía que actuar rápido o sería su fin. Comenzó a hablarle al camarero sobre música, y más específicamente, sobre música con saxofón. Mientras hablaba, se acercó lo suficiente como para actuar rápidamente. De un certero golpe, logró dejar inconsciente al camarero. Una vez en el suelo, lo ató con unas cuerdas que encontró en el almacén. A continuación, llamó al director de la EBCE y le explicó dónde encontrar al espía. Desde ese día, Alejandro continuó en la pequeña ciudad, llegando a ser un personaje entre los clientes de la cafetería. Mantuvo su papel de escritor, pero ahora con una nueva historia de aventuras y misterio que contar. Su habilidad para observar y narrar no solo lo había llevado a escribir grandes novelas, sino también a vivir una de las más emocionantes de su vida.

MI PRIMER VIAJE EN " EL CATALAN" (II )


 La hora de la comida es sagrada. Salieron las fiambreras con cantidad de viandas: lomo de orza, choricitos en aceite, morcillas y cualquier cosa que saliera de la matanza del cerdo.

Como me acuerdo de las matanzas, siempre sufría por el pobre animal, viendo cómo lo mataban en vivo (aunque me daba mucha pena, sí comía lo que salía de él). El sabor del pan es algo que añoro; hay cosas que siempre te vienen a la mente, y esa es una de ellas.

Como mencioné antes, el paisaje de Andalucía desde el tren es impresionante, pero llegado un punto me daba miedo. Sí, me daba miedo. Cualquiera que haya ido a Andalucía en aquellos tiempos sabe de qué hablo: Despeñaperros. Ver esas montañas recortadas para que pase la vía del tren, y un poco más arriba una estrecha carretera. Cuando se cruzaban dos coches era un peligro constante, ¡imaginen con camiones o autobuses! Un sinfín de curvas peligrosas sin quitamiedos ni nada en la carretera.

Mientras los mayores recogían las fiambreras y demás, yo me dediqué a mirar por el pasillo a unos niños de mi edad que correteaban arriba y abajo. Los niños conectamos todavía más rápido que los adultos. En unos minutos ya éramos amigos. Después de muchos años, uno de ellos y yo hemos quedado para comer; sí, forjamos una amistad duradera. Él vive, o vivía, en Sabadell, aunque hace tiempo que no sé de él.

Después de un tiempo, llegamos a la parada de Alcázar de San Juan. Este era un nudo ferroviario muy importante en su tiempo; casi todos los trenes que pasaban por esta estación cambiaban las locomotoras aquí. La parada muchas veces sobrepasaba la hora, y muchos viajeros bajaban para estirar las piernas y tomar un café en el bar de la estación.

—¡Viajeros al tren! —volvía a gritar el jefe de estación con su gorra y una especie de bandera que levantaba con su mano izquierda.

Como en otras estaciones, muchos pasajeros accedían al tren en marcha. Algunos pasajeros dormían sobre las maletas en los pasillos. En los vagones también, la mayoría dormía. Nosotros, los niños, jugábamos por los pasillos, sin miedo a nada ni a nadie.

Ya habían pasado varias horas desde la salida de Alcázar. La próxima parada importante era Albacete. Me sorprendió mucho, una vez en Albacete, la cantidad de personas que, con un cajón delante, al estilo de las cigarreras de los cabarets, ofrecían:

—¡Navajas de Albacete, las auténticas!

Nosotros, los niños, nos quedamos mirando aquellas navajas. La verdad es que todas eran preciosas. Los mayores cogían la más grande, probándolas con las hogazas de pan para comprobar que cortaban bien. Ahora comprendo por qué tantos subían; casi todos compraban para ellos y para regalar a la familia.

—¡Viajeros al tren!

En todas las estaciones la misma musiquita, y siempre lo mismo: unos suben en marcha y los vendedores bajan en marcha. Un espectáculo que veíamos a través de las ventanas, subidos sobre el radiador de la calefacción.

El contraste del paisaje andaluz con el de La Mancha es como la noche y el día, una gran diferencia. El tren avanzaba imparable hacia Valencia, nuestra nueva parada importante.

Desconozco el motivo, pero cuando empezamos a entrar en la provincia de Valencia el tren aminoró la marcha muchísimo. Yo desconocía por qué, pero mirando por la ventana lo descubrí: los hombres más ágiles bajaban del tren en marcha para acercarse a los naranjos, recogían raudamente todas las naranjas que podían y volvían al tren. Todos los pasajeros comían naranjas valencianas ese día. Según escuché en una charla de mayores, era algo habitual. Los maquinistas, cuando tenían que acelerar nuevamente, daban tres pitidos largos para que todos subieran a bordo.

Al parar en Valencia, lo mismo que en Albacete: subían muchos vendedores con naranjas. Desafortunadamente, no vendían casi nada; todos estaban empachados de naranjas.

Larga parada en Valencia, nuevo cambio de máquina y emprender la ruta nuevamente hacia Barcelona. Varias horas después de salir de Valencia se empieza a ver el paisaje costero del Mediterráneo. Muchos de los pasajeros abrían las ventanas para poder oler el aroma fresco del mar y aspirar la brisa salada que llegaba al tren.

Conforme nos acercamos a Barcelona, la emoción a bordo era palpable. Grandes y chicos estaban excitados y nerviosos; nadie se acordaba del cansancio ya. Los adultos empiezan a preparar las maletas. Hay prisa por bajar y explorar nuestro destino. Una vez se detiene el tren, los pasajeros se despiden con sonrisas y abrazos fraternales; ya son como de la familia. Algunos se marchaban a Sabadell, otros a Gerona, otros al Maresme. Incluso algunos se quedaron en Tarragona.

Los más pequeños habíamos vivido una experiencia inolvidable, llena de momentos inesperados y sorpresivos. Teníamos una parte más de la familia, porque después del viaje junto a nuestros compañeros de viaje, los considerábamos parte de nuestra familia.

MI PRIMER VIAJE EN" EL CATALÁN” ( I )

Nos dirigimos hacia la estación con los nervios palpables en mi interior. Será mi primer viaje largo en tren, bueno, en realidad, mi primer viaje en tren en general. Cuando diviso los arcos de la estación, los nervios se intensifican. Un nuevo mundo me espera; me siento como Colón, a punto de descubrir un nuevo continente. La estación está desierta, a excepción del jefe de estación y algunos trabajadores más. Dejamos las maletas cerca de una de las puertas de salida. Todavía falta casi una hora para que llegue el tren, sin contar el tradicional retraso. Siempre me ha gustado el olor de las estaciones; es característico y todas huelen igual.

El reloj avanza lentamente y los nervios aumentan exponencialmente. Mentalmente me despido de mi tierra y de la estación de Linares-Baeza. Para aquellos que no conocen Linares, fue una ciudad muy importante en Andalucía a principios del siglo XX, especialmente en términos industriales. Tenía cinco estaciones de tren: la estación de Madrid, la estación de la Zarzuela, la estación de Almería, la estación de Vadollano y la estación de Linares-Baeza. Además, tenía un tranvía urbano y un ferrocarril de vía estrecha para dar soporte a las minas, ya que Linares también era una ciudad minera. ¿Quién no conoce los míticos coches Land Rover Santana, también fabricados en Linares?

Ya falta menos de un cuarto de hora para que llegue el tren. No estoy seguro de si sobreviviré a los nervios. Otra pareja se une a la espera en el andén y un poco más tarde, otro hombre con su maleta de cartón piedra se une a nosotros. Mi madre se acerca y acariciando mi pelo me pregunta: —¿Estás nervioso, verdad? —Yo, ¿nervioso? ¿Por qué? (Una mentira para sentirme más hombre). —No te preocupes, enseguida llega el tren.

El jefe de estación se acerca al grupo para informarnos de algo: —El tren trae una demora de 30 minutos debido a una avería, ya solucionada.

Las palabras del jefe de estación me tranquilizan. No tengo que subir todavía al tren. Creo que en ese momento no quería dejar mi tierra. Un niño de 10 años que está empezando a vivir no sabe realmente lo que quiere.

El reloj avanza imparable hacia la hora marcada para la llegada. Observo a las demás personas, sobre todo a los hombres, todos con pantalones y chaqueta de pana. Ahora me río, pensando que éramos como Paco Martínez Soria en las películas, aunque no llevábamos boina.

Se escucha el silbato del tren. Nos avisan que no tengamos prisa en subir, hay una parada prevista de cuarenta minutos para terminar de solucionar la avería. Con el tiempo me enteré de que a los trenes que subían en dirección a Barcelona se les llamaba "el Catalán", y cuando bajaban hacia Andalucía les llamaban "el Malagueño", el "Granaino" o "El Sevillano", dependiendo de la parada final.

Ya se acerca el tren, su color verde oscuro me impresiona aún más. Las ventanas con cristales un poco sucios y su marco dorado. Ese era nuestro tren, tal como anunció el jefe de estación, una parada de más de treinta minutos. Finalmente se escucha la palabra mágica: —¡Viajeros al tren!

Muchas personas que aprovecharon para estirar las piernas vuelven a sus asientos en los pequeños compartimentos de ocho personas.

—Buenos días tengan ustedes —se expresa mi padre. —Buenos días, familia —contestan al unísono todos los del vagón. —¿Hacia dónde van ustedes? —pregunta nuevamente mi padre. —A Cataluña. Dicen que hay mucho trabajo. —Es verdad. Nosotros estuvimos dos veranos y nos ganábamos la vida. Alquilábamos una habitación y trabajábamos los dos. Este año hemos decidido quedarnos todo el año a ver si podemos salir adelante —explica mi padre. —Dios le oiga, buen hombre.

Empieza el característico ruido del arranque del tren. Varias personas todavía están en el andén apurando sus cigarrillos, sin mostrar nerviosismo alguno, sabiendo que tienen tiempo de sobra para subir al tren. Colocamos los bultos donde podemos, bajo los asientos o en la parte de encima de la puerta, y más o menos estamos bien situados, no hay muchas maletas a pesar de ser ocho ocupantes.

Los primeros kilómetros son para conocernos. Pasadas las dos primeras horas, prácticamente ya conocemos todo lo relacionado con las familias. El hambre empieza a hacer estragos entre los ocupantes del compartimento número 22, ese era nuestro número, una puerta nos separa del pasillo.

—Billetes por favor —bocifera el revisor con su gorra de plato (parecía un militar).

Uno a uno, les fueron entregados todos los billetes. Cuando comprobó que todo era correcto, los devolvía a sus propietarios. Cuando viajabas en estos trenes, el paisaje andaluz te enamoraba aún más. Los reflejos del sol en los viejos raíles te guiaban hacia un destino que nunca sabías cómo sería. La mayoría viajaba por primera vez. Tengo que decir que escuchar las historias que contaban algunos de los presentes sobre viajes anteriores me dejaban bastante fascinado.

—Hace dos años, en este mismo tren, llegamos a Barcelona a la hora en punto —comentó el más viejo del vagón. —Pues qué suerte —contestó el que estaba a su lado. —Sí, a la hora en punto, con 24 horas de retraso —las risas se escucharon en los vagones de ambos lados.

Como mencioné anteriormente, el hambre comenzaba a afectar a todos. Aparecieron las fiambreras, el pan y otras viandas.

La semana que viene continuaremos con Mi primer viaje en “El Catalán”.

 

PLUTON


 En un pequeño pueblo perdido entre las laderas de varias montañas, vivía un hombre solitario conocido por el sobrenombre de "El Perrero".

Era conocido por su habilidad para adiestrar perros, nadie mejor que él,era lo que llaman el número 1.

Desde muy joven tenía una conexión especial con todos los perros, podía entender sus ladridos como si fueran palabras, se comunicaba con ellos de una manera asombrosa.

Él no quería comentar con nadie ese don que tenía, por miedo a ser considerado como un loco por los demás habitantes del pueblo.

"El Perrero" vivía con su can más fiel, un pastor alemán llamado Plutón. A diferencia de los otros perros que adiestraba, Plutón parecía ser un perro rebelde y desafiante.

"El Perrero" siempre lo observaba con desconfianza y notaba una fuerte tensión entre ellos. Plutón no parecía dispuesto a obedecer y en más de una ocasión intentó morder a su amo. A pesar de los desafíos que surgían con Plutón, el hombre continuaba con su labor de adiestramiento con la pasión que siempre ponía en su trabajo.

Siempre era solicitado por los lugareños para resolver problemas con sus animales de compañía y siempre lograba unos resultados sorprendentes.

Una fría mañana, cuando caían los primeros copos de nieve, "El Perrero" salía de su casa temprano para empezar su jornada de entrenamiento con los perros. Al abrir la puerta se encontró a Plutón tendido en el suelo, temblando de frío y apenas respirando. El adiestrador se apresuró a socorrerlo, envolviéndolo en mantas y acercándolo al fuego del interior de la casa.

Durante tres días se dedicó exclusivamente a cuidar de Plutón con esmero, sin dejar ni un momento que se quedara solo.

Poco a poco el perro empezó a recuperarse, pero algo había cambiado en el can. Desde ese día su actitud hacia "El Perrero" fue diferente, ya no mostraba rebeldía ni intentaba agredirlo con sus dientes, todo lo contrario, era una mezcla de gratitud y respeto.

El hombre, acostumbrado a trabajar con perros difíciles, se preguntaba qué había provocado ese repentino cambio. Decidió investigar recurriendo a su don para entender los ladridos de los perros, entonces descubrió la auténtica verdad.

Durante un tiempo en una vida anterior, él había sido una persona que maltrataba a los perros y Plutón era una de sus víctimas. "El Perrero" sintió culpa y remordimiento al comprender la razón del comportamiento del perro hacia él.

Desde ese día intentó demostrar al can que había cambiado, que ya no era el hombre cruel que en su día lo maltrató.

Con mucha paciencia y cariño logró ganarse la confianza del pastor alemán, que finalmente lo aceptó como líder. Juntos formaron un gran equipo, ayudando a otros perros.

Todos los habitantes del pueblo y otros de los alrededores estaban asombrados de la conexión entre el hombre y el perro, nadie pensó que detrás de esa unión había muchas cosas en común en otra vida.

Una mañana en primavera, cuando las flores silvestres brotan dando un toque de alegría al paisaje, Plutón no se levantó.

Estaba acurrucado junto a los pies de la cama de su amo, dejó este mundo en silencio mientras dormía.

"El Perrero" se sintió tan afectado que nunca más quiso entrenar a ningún perro.

En sus oraciones siempre un recuerdo para Plutón, y unas palabras finales: "Dios, haz que me reúna con él nuevamente".

TELEFONO MALDITO

 En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imagina...