Nos dirigimos hacia la estación con los nervios palpables en mi interior. Será mi primer viaje largo en tren, bueno, en realidad, mi primer viaje en tren en general. Cuando diviso los arcos de la estación, los nervios se intensifican. Un nuevo mundo me espera; me siento como Colón, a punto de descubrir un nuevo continente. La estación está desierta, a excepción del jefe de estación y algunos trabajadores más. Dejamos las maletas cerca de una de las puertas de salida. Todavía falta casi una hora para que llegue el tren, sin contar el tradicional retraso. Siempre me ha gustado el olor de las estaciones; es característico y todas huelen igual.
El reloj avanza lentamente y los nervios aumentan exponencialmente. Mentalmente me despido de mi tierra y de la estación de Linares-Baeza. Para aquellos que no conocen Linares, fue una ciudad muy importante en Andalucía a principios del siglo XX, especialmente en términos industriales. Tenía cinco estaciones de tren: la estación de Madrid, la estación de la Zarzuela, la estación de Almería, la estación de Vadollano y la estación de Linares-Baeza. Además, tenía un tranvía urbano y un ferrocarril de vía estrecha para dar soporte a las minas, ya que Linares también era una ciudad minera. ¿Quién no conoce los míticos coches Land Rover Santana, también fabricados en Linares?
Ya falta menos de un cuarto de hora para que llegue el tren. No estoy seguro de si sobreviviré a los nervios. Otra pareja se une a la espera en el andén y un poco más tarde, otro hombre con su maleta de cartón piedra se une a nosotros. Mi madre se acerca y acariciando mi pelo me pregunta: —¿Estás nervioso, verdad? —Yo, ¿nervioso? ¿Por qué? (Una mentira para sentirme más hombre). —No te preocupes, enseguida llega el tren.
El jefe de estación se acerca al grupo para informarnos de algo: —El tren trae una demora de 30 minutos debido a una avería, ya solucionada.
Las palabras del jefe de estación me tranquilizan. No tengo que subir todavía al tren. Creo que en ese momento no quería dejar mi tierra. Un niño de 10 años que está empezando a vivir no sabe realmente lo que quiere.
El reloj avanza imparable hacia la hora marcada para la llegada. Observo a las demás personas, sobre todo a los hombres, todos con pantalones y chaqueta de pana. Ahora me río, pensando que éramos como Paco Martínez Soria en las películas, aunque no llevábamos boina.
Se escucha el silbato del tren. Nos avisan que no tengamos prisa en subir, hay una parada prevista de cuarenta minutos para terminar de solucionar la avería. Con el tiempo me enteré de que a los trenes que subían en dirección a Barcelona se les llamaba "el Catalán", y cuando bajaban hacia Andalucía les llamaban "el Malagueño", el "Granaino" o "El Sevillano", dependiendo de la parada final.
Ya se acerca el tren, su color verde oscuro me impresiona aún más. Las ventanas con cristales un poco sucios y su marco dorado. Ese era nuestro tren, tal como anunció el jefe de estación, una parada de más de treinta minutos. Finalmente se escucha la palabra mágica: —¡Viajeros al tren!
Muchas personas que aprovecharon para estirar las piernas vuelven a sus asientos en los pequeños compartimentos de ocho personas.
—Buenos días tengan ustedes —se expresa mi padre. —Buenos días, familia —contestan al unísono todos los del vagón. —¿Hacia dónde van ustedes? —pregunta nuevamente mi padre. —A Cataluña. Dicen que hay mucho trabajo. —Es verdad. Nosotros estuvimos dos veranos y nos ganábamos la vida. Alquilábamos una habitación y trabajábamos los dos. Este año hemos decidido quedarnos todo el año a ver si podemos salir adelante —explica mi padre. —Dios le oiga, buen hombre.
Empieza el característico ruido del arranque del tren. Varias personas todavía están en el andén apurando sus cigarrillos, sin mostrar nerviosismo alguno, sabiendo que tienen tiempo de sobra para subir al tren. Colocamos los bultos donde podemos, bajo los asientos o en la parte de encima de la puerta, y más o menos estamos bien situados, no hay muchas maletas a pesar de ser ocho ocupantes.
Los primeros kilómetros son para conocernos. Pasadas las dos primeras horas, prácticamente ya conocemos todo lo relacionado con las familias. El hambre empieza a hacer estragos entre los ocupantes del compartimento número 22, ese era nuestro número, una puerta nos separa del pasillo.
—Billetes por favor —bocifera el revisor con su gorra de plato (parecía un militar).
Uno a uno, les fueron entregados todos los billetes. Cuando comprobó que todo era correcto, los devolvía a sus propietarios. Cuando viajabas en estos trenes, el paisaje andaluz te enamoraba aún más. Los reflejos del sol en los viejos raíles te guiaban hacia un destino que nunca sabías cómo sería. La mayoría viajaba por primera vez. Tengo que decir que escuchar las historias que contaban algunos de los presentes sobre viajes anteriores me dejaban bastante fascinado.
—Hace dos años, en este mismo tren, llegamos a Barcelona a la hora en punto —comentó el más viejo del vagón. —Pues qué suerte —contestó el que estaba a su lado. —Sí, a la hora en punto, con 24 horas de retraso —las risas se escucharon en los vagones de ambos lados.
Como mencioné anteriormente, el hambre comenzaba a afectar a todos. Aparecieron las fiambreras, el pan y otras viandas.
La semana que viene continuaremos con Mi primer viaje en “El Catalán”.
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