visitas

PANICO EN EL ASCENSOR


 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiempo fue un símbolo de lujo en la ciudad, pero con los años, la decadencia se apoderó de él. Las paredes estaban agrietadas, muchas luces no funcionaban y el aire se sentía pesado, cargado de abandono.

Sin embargo, el punto más inquietante del edificio era el ascensor. Una reliquia en la que casi nadie confiaba. Chirriaba en cada planta, se movía con lentitud y su espejo estaba cubierto de manchas que no desaparecían, por más que lo limpiaran. La mayoría de los vecinos preferían usar las escaleras. Pero lo más perturbador no eran los desperfectos, sino los rumores.

Algunos aseguraban haber visto una figura borrosa reflejada en el espejo cuando estaban solos. Otros hablaban de un pequeño grito ahogado en el silencio del ascensor. Pero el relato más escalofriante era que, ciertos días del año, el ascensor se detenía en el piso 13… un piso que no existía.

Una joven estudiante se había mudado recientemente al edificio. Escuchó las historias, pero no les dio importancia. Era escéptica y, además, estaba demasiado ocupada con sus estudios como para preocuparse por cuentos de fantasmas.

Hasta aquella noche.

Eran las dos de la madrugada cuando regresó de la biblioteca, agotada. Entró al ascensor, presionó el botón del octavo piso y apoyó la cabeza contra la fría pared.

La puerta se cerró y, de inmediato, un escalofrío recorrió su espalda. El aire se volvió helado. Se abrazó a sí misma y suspiró profundamente. Entonces, algo parpadeó en el espejo frente a ella. No era su reflejo… era algo más.

Al principio, parecía solo una sombra, un ligero temblor en el vidrio. Pero cuando volvió a mirar, lo vio con claridad: en la esquina del ascensor, detrás de ella, había alguien.

Era una mujer de cabello largo y lacio. Su cabeza estaba ladeada de forma antinatural. Llevaba un vestido blanco sucio y sus ojos eran completamente negros.

La chica se giró bruscamente. Pero no había nadie. Solo el ascensor vacío.

El panel de control comenzó a parpadear. Primero el número 8. Luego el 10, el 12… y, finalmente, un número que no debería estar allí: el 13.

El ascensor empezó a moverse, pero no subía. Bajaba.

Un nudo de terror se formó en su estómago. Intentó presionar el botón de detener, pero no respondió. Golpeó la puerta y gritó con todas sus fuerzas, pero el ascensor seguía descendiendo. Su respiración se volvió angustiosa mientras el número 13 parpadeaba sin cesar.

Cuando finalmente se detuvo, un silencio sepulcral invadió el espacio.

Las puertas se abrieron con un chirrido espantoso.

Lo que vio no era el vestíbulo del edificio, ni ninguna de sus plantas. Frente a ella se extendía un pasillo oscuro, con paredes cubiertas de humedad y un olor rancio, mezcla de moho y sangre seca.

El ascensor no se cerró de inmediato. Parecía invitarla a salir.

Pero ella no era estúpida.

Se quedó pegada a la pared, con el corazón desbocado. Entonces, el aire se volvió aún más frío.

Algo crujió detrás de ella.

A pesar del temblor en su cuerpo, giró lentamente.

La mujer del vestido blanco estaba de pie justo detrás de ella.

Su cabeza seguía ladeada, su boca se abría lentamente, como si intentara susurrar algo. Pero lo peor fueron sus ojos: negros, vacíos, profundos como un pozo sin fondo.

Un sonido rasposo salió de su garganta.

—No debes venir aquí…

La chica gritó y presionó todos los botones del ascensor.

Nada.

El reflejo en el espejo empezó a moverse.

La luz titiló, y por un instante, la oscuridad lo cubrió todo.

Cuando la luz volvió… la mujer ya no estaba.

Pero algo helado rozó su cuello.

Desesperada, golpeó el panel de control con todas sus fuerzas.

Las puertas se cerraron de golpe.

El ascensor subió de manera violenta hasta el octavo piso.

Cuando las puertas se abrieron, todo parecía normal.

Como si nada hubiera sucedido.

Temblorosa, salió del ascensor. Antes de alejarse, miró una última vez al espejo.

Allí, grabadas en el vidrio, quedaron las marcas de unas manos ensangrentadas.

Después de aquella noche, la chica jamás volvió a usar el ascensor.

Pero los vecinos dicen que, a veces, en plena madrugada, las puertas del ascensor se abren solas.

CARNAVAL PELIGROSO


 La ciudad estaba irreconocible. El espectáculo de luces y música que inundaba el carnaval la transformaba por completo.

Las calles, abarrotadas de gente disfrazada, vibraban con el baile incesante bajo una lluvia de confeti. El desfile de carrozas avanzaba lentamente, desbordante de colorido. Las comparsas llenaban el aire de risas y gritos. Nadie imaginaba que, entre las máscaras y disfraces, se ocultaba un asesino.

Él se movía entre la multitud con sigilo, oculto tras una máscara veneciana dorada y un disfraz de arlequín rojo y negro. Su plan era perfecto: los gritos de las víctimas se perderían entre el bullicio de la fiesta, y nadie sospecharía nada… hasta que fuera demasiado tarde.

Su primera víctima fue un hombre mayor. Lo observó con atención, fingió tropezar con él y, en un movimiento rápido y preciso, hundió el cuchillo entre sus costillas. El hombre abrió los ojos con sorpresa, pero el asesino lo sostuvo por los hombros, simulando un abrazo entre amigos. La gente pasaba a su lado sin notar nada extraño. Unos segundos después, el anciano se desplomó junto a una esquina solitaria.

El desfile continuaba. Un grupo de bailarinas con plumas y lentejuelas danzaba al ritmo de la samba. Los ojos del asesino se fijaron en una joven vestida de hada. Se acercó bailando y, con un giro elegante, la alcanzó. Ella apenas sintió un leve pinchazo en el abdomen.

—¿Estás bien? —preguntó alguien al notar que tropezaba.
—Sí… sí… —respondió ella antes de caer al suelo.
Su cuerpo quedó inerte mientras la multitud seguía bailando.

El asesino disfrutaba del juego. Se movía como un fantasma invisible entre la muchedumbre. Su siguiente víctima era un hombre disfrazado de pirata, que bebía de una jarra mientras reía con sus amigos. Cuando el pirata se alejó para orinar en un callejón, el asesino lo siguió.

—Buenas noches —le susurró.
—Sí… una gran no…—
No pudo terminar la frase. Un segundo después, su cuerpo cayó al suelo.

El asesino avanzó entre la multitud, la adrenalina recorriendo su cuerpo. Todo salía perfecto. Solo le quedaba elegir una nueva víctima. Sus ojos se detuvieron en una mujer con uniforme de policía. Pero ella no estaba de fiesta… estaba trabajando.

Se acercó con sigilo. La música y el bullicio serían su tapadera. Deslizó el cuchillo oculto en la manga de su disfraz. Un paso más, y estaría lo suficientemente cerca para hundir la hoja en su cuerpo.

Pero algo salió mal.

La agente de policía lo había estado observando desde que recibió el primer aviso de un asesinato en el desfile. Lo había visto moverse de manera sospechosa entre la multitud.

Justo cuando el asesino levantó el cuchillo para atacar, la policía giró bruscamente y atrapó su muñeca con fuerza.

—¡Quieto! —gritó mientras forcejeaba con él.

El asesino intentó apuñalarla con la otra mano, pero ella lo esquivó y le propinó un rodillazo en el estómago. El golpe fue fuerte, pero no definitivo. La lucha entre ambos duró varios minutos. La gente observaba, creyendo que era parte del espectáculo carnavalesco.

Finalmente, la policía logró colocarle las esposas.

La mujer miró al asesino. La máscara dorada, ahora salpicada de sangre, aún mostraba una sonrisa inquietante.

Mientras la multitud continuaba celebrando, la policía se apoyó contra una pared. Estaba agotada. Había atrapado a un monstruo… pero sabía que el mal podía esconderse en cualquier lugar, incluso detrás de una máscara sonriente, en medio de una fiesta.

PANICO EN EL ASCENSOR

 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiemp...