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EL PAJARO PERTURBADO


 Desde tiempos inmemoriales, la leyenda de El Pájaro Perturbado era conocida en los pequeños pueblos del interior de la península.

Se decía que un ave negra como el carbón, de ojos rojos y un poder maligno, tenía la capacidad de traer desgracia con tan solo posarse sobre una casa. Nadie sabía de dónde venía ni por qué su sola presencia desataba la tragedia, pero una cosa era segura: cuando su silueta oscura se recortaba en el tejado de un hogar, la felicidad y la paz desaparecían para siempre.

El pequeño pueblo de San Rafael vivía en armonía. Sus habitantes, gente sencilla y trabajadora, se dedicaban a las labores del campo y la ganadería. Las casas de piedra y madera rodeaban una antigua iglesia situada en el centro de la plaza. Sin embargo, aquella tranquilidad estaba a punto de romperse.

Una tarde de noviembre, mientras el sol se ocultaba tras las montañas, un anciano del lugar fue el primero en ver al siniestro pájaro. Estaba inmóvil sobre la veleta de su casa, tan negro como el hollín. Lo observó con una mezcla de curiosidad y temor, pues desde niño había escuchado historias sobre El Pájaro Perturbado.

A la mañana siguiente, el pueblo despertó con una noticia aterradora: el anciano había sido hallado muerto en su cama. Sus ojos abiertos reflejaban un horror indescriptible, y su rostro estaba congelado en una mueca de espanto. Nadie podía explicarlo; era un hombre fuerte y saludable. Pero lo que más inquietó a todos fue lo que ocurrió después. Sus hijos, antes unidos, comenzaron a pelearse por la herencia con una furia inhumana. Se acusaban mutuamente de haber envenenado a su padre. Gritos, golpes y amenazas rompieron la calma del pueblo.

Esa misma noche, alguien vio al pájaro posado sobre el tejado de la familia Márquez. Hasta ese momento, aquella era una familia numerosa y feliz, pero la llegada del ave marcó un cambio drástico. María, la madre, empezó a acusar a su esposo de tener una amante. Los hermanos, que siempre habían estado unidos, comenzaron a odiarse entre sí. El más pequeño, Tomás, desapareció sin dejar rastro. Su cuerpo nunca fue encontrado, pero en el pueblo se decía que había sido asesinado por uno de sus propios hermanos.

A partir de entonces, cada vez que alguien veía al pájaro posarse sobre una casa, el miedo se extendía como una sombra. Las disputas se intensificaban y el odio consumía a las familias. Algunas casas ardieron en misteriosos incendios; en otras, los asesinatos marcaron su historia. Pero lo peor era que el pájaro no parecía tener intención de marcharse.

Desesperados, los habitantes acudieron al viejo sacerdote del pueblo. Él también conocía la leyenda y sabía que no se trataba de un simple animal. Según los relatos más antiguos, el pájaro era la reencarnación de un hombre cuyo rencor y envidia lo habían condenado a vagar eternamente, destruyendo la felicidad ajena.

El sacerdote propuso un plan: cuando el ave se posara sobre una casa, todos los hombres del pueblo se reunirían para atraparla y matarla.

Esa noche, sin luna, el pájaro apareció en la casa de los García. Un vecino lo vio y alertó a los demás. Armados con redes, palos y cuchillos, los hombres rodearon la vivienda. El pájaro permanecía inmóvil. Cuando el primero de ellos se acercó con la red, el ave soltó un chillido escalofriante. En ese instante, una fuerza invisible sembró la discordia entre los hombres: comenzaron a discutir, los insultos se convirtieron en golpes, y los golpes, en asesinatos. Al amanecer, solo uno de ellos seguía con vida.

Juan, el herrero del pueblo, había logrado resistir la influencia maligna del pájaro. Con la mente fría, alzó un hacha y la lanzó con todas sus fuerzas. La hoja atravesó el cuerpo del ave, partiéndolo en dos.

El pueblo quedó en silencio. Los cadáveres de los hombres yacían por todas partes… todos, excepto el del pájaro.

Por un tiempo, San Rafael volvió a la calma. Las familias supervivientes intentaron reconstruir sus vidas. Pero un día, Juan comenzó a sentir pensamientos oscuros. Sus discusiones con su esposa se volvieron violentas, como si algo dentro de él estuviera creciendo.

Una noche, ella despertó y lo vio sentado en la oscuridad. Sus ojos brillaban con un rojo incandescente.

El Pájaro Perturbado nunca había muerto. Solo había encontrado un nuevo cuerpo. Y la maldición… continuaba.

TEJADO PELIGROSO


 El sol caía con fuerza sobre el tejado del edificio de seis plantas. El aire espeso y el calor sofocante hacían que cada movimiento fuera un esfuerzo doble para Andrés, un albañil experimentado que, aunque hábil, no podía evitar el peso de los años. Se ganaba la vida arreglando tejados.

Desde lo alto de los edificios, el mundo parecía más pequeño, con personas diminutas paseando por las calles. Nadie sabía el peligro al que él se enfrentaba cada día.

Había comenzado la jornada con un leve malestar, pero no le dio importancia. Tenía que terminar el trabajo y cobrar lo antes posible. Su mujer le insistía en que descansara, pero él era terco. Ahora, en aquel tejado, sentía el sudor resbalar por su frente mientras sujetaba con firmeza una teja tras otra y preparaba la mezcla para fijarlas bien.

De repente, el viento sopló con fuerza. Andrés sintió un escalofrío recorrerle la espalda y un leve mareo lo sacudió, como si el mundo se inclinara bajo sus pies. Parpadeó, pero su vista se nubló. Sus manos perdieron fuerza, algo dentro de su cabeza se apagó... y entonces todo fue oscuridad.

No supo cuánto tiempo pasó, pero cuando abrió los ojos, la sensación de vacío golpeó su mente con brutalidad. Su cuerpo estaba inclinado hacia el abismo, medio colgado del tejado.

Su brazo izquierdo había quedado atrapado entre dos tejas, y su pierna derecha colgaba peligrosamente de una viga sobresaliente. Toda su cabeza flotaba en el aire.

El miedo lo paralizó por segundos. Miró hacia la calle, que ahora le parecía estar a kilómetros de distancia. Los coches pasaban, la gente iba y venía sin darse cuenta de su desesperada situación. Un solo movimiento en falso y todo acabaría en un golpe seco contra el asfalto.

Su respiración se volvió pesada. Intentó mover los dedos de la mano atrapada, pero un dolor punzante le indicó que podía estar rota. Con la otra mano, buscó a tientas algo donde agarrarse.

—Dios mío... Dios mío… —susurró, incapaz de gritar.

Cada músculo de su garganta estaba agarrotado. Sabía que si se movía demasiado, podía precipitarse al vacío.

Con cuidado, intentó levantar la cabeza, midiendo cada movimiento. Solo podía avanzar centímetros con la precisión de un cirujano. Trató de impulsarse con la mano libre, pero lo único que consiguió fue resbalar un poco más hacia la nada.

—¡No! —gritó, aterrado.

La desesperación se apoderó de él al notar que su brazo comenzaba a entumecerse. Si no se liberaba pronto, perdería toda la movilidad.

Miró hacia el otro lado y vio una canaleta del desagüe a unos centímetros de distancia. Si lograba alcanzarla, tal vez podría impulsarse y evitar la caída... pero requería una fuerza que no sabía si tenía.

El miedo nubló su mente. Pensó en su esposa. En su hija.

—¿Será este mi final? —se preguntó, con tristeza.

—No puedo morir así —murmuró con rabia.

Reuniendo sus últimas fuerzas, intentó girar un poco el torso y mover ligeramente el brazo atrapado. Un dolor punzante le arrancó un grito, pero sintió que la teja que lo sujetaba se aflojaba.

Con un último esfuerzo, flexionó la rodilla izquierda y empujó contra la viga al mismo tiempo. Por un instante, sintió que caía al vacío.

Pero sus dedos encontraron la canaleta justo a tiempo. Se aferró con todas sus fuerzas, sintiendo el metal caliente quemar su piel. Sus músculos temblaban, agotados, pero la adrenalina lo mantenía en pie. Con un último impulso, logró colocar su cuerpo de nuevo sobre el tejado.

Quedó tendido, jadeante, con la ropa empapada en sudor. Pero una cosa era cierta:

Había sobrevivido.

Permaneció ahí unos minutos, tratando de recuperar el aliento. El peligro había pasado, pero sus manos aún temblaban. Finalmente, se sentó y miró al vacío con una mezcla de horror y alivio.

Nadie en la calle se había dado cuenta de lo sucedido. Nadie había escuchado sus gritos. Y, sin embargo, él nunca olvidaría el sonido del abismo llamándolo.

LA CASA DEL ECO


 Nadie sabía quién la había construido ni cuántos años llevaba allí, en lo alto de la montaña, rodeada de árboles que parecían querer engullirla entre sus ramas. Se decía que la casa repetía las palabras de quienes se atrevían a hablar en su interior, pero con un sonido tenebroso. No solo devolvía sus voces, sino también sus pensamientos más ocultos.

No mucha gente se atrevía a acercarse a ella, y los pocos que lo hacían rara vez regresaban. Las historias sobre la casa eran muchas y variadas: se hablaba de voces en la oscuridad, de susurros que predecían la muerte.

A pesar de todas las leyendas, un grupo de amigos decidió averiguar si todo era cierto o solo un cuento exagerado.

Sonia, Rafa, Manuel y Elisa eran jóvenes y escépticos. No creían en lo paranormal; para ellos, eran historias creadas para asustar a los curiosos. Así que, en una fría noche de noviembre, armados con linternas y un par de cámaras, se dirigieron a la casa con la intención de grabar su excursión.

—Si repetimos “¿hay alguien aquí?”, seguro que escucharemos nuestro propio eco y nos reiremos de este ridículo cuento —comentó Manuel con una sonrisa incrédula.

Sin embargo, al acercarse, el ambiente cambió. La casa parecía más alta y vieja de lo que imaginaban. Sus ventanas, oscuras y profundas, se asemejaban a ojos que los observaban desde la penumbra.

— ¿Seguimos con la experiencia? —preguntó Elisa con un hilo de duda en su voz.

—Claro, ya estamos aquí, no podemos acobardarnos ahora —respondió Rafa con determinación.

La puerta estaba entreabierta, como invitándolos a entrar. El aire en el interior era pesado, impregnado de humedad y algo más… algo que no podía identificar.

—¡Bienvenidos! —gritó Manuel en tono burlón.

—Bienvenidos —respondió la casa.

No fue un simple eco. La voz sonó profunda, lejana… como si emergiera de ultratumba.

Se miraron unos a otros con  terror en sus rostros.

—Hola —dijo Sonia, casi en un susurro.

—Hola —respondió la casa.

Esta vez, la respuesta fue más nítida, como si alguien estuviera en la misma habitación con ellos.

—Es solo una manipulación acústica, nada más —susurró Rafa, aunque no muy convencido de sus propias palabras.

Elisa avanzó con su linterna en alto. El polvo flotaba en el aire como ceniza suspendida.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Elisa —respondió la casa.

Elisa se quedó helada.

—No dije mi nombre…

—Es sugestión —intentó decir Manuel, pero su voz se apagó al escuchar:

—Manuel —susurró la casa.

El pánico empezó a instalarse entre ellos.

Rafa apuntó la linterna hacia el pasillo principal.

—Grabemos algo rápido y nos largamos —dijo con firmeza.

Los demás asintieron, demasiado asustados para contradecirlo. Avanzaron con cautela. Cada paso resonaba de manera extraña, como si el suelo los escuchara y repitiera su andar.

—No deberías haber venido, Sonia…

Ella se detuvo en seco.

—Yo… yo no dije nada —susurró.

Pero la voz había sido la suya. Solo que… ella no había pronunciado esas palabras.

—Esto no es normal, vámonos —propuso Manuel.

Las sombras parecían moverse en las esquinas. El aire se vuelve cada vez más frío. Y, de repente, otra voz rompió el silencio:

—Tienen miedo…

Era la voz de Rafa, pero él no había dicho nada.

—¡Cállate! —gritó Rafa.

La casa solo rió y repitió la palabra:

—Cállate… cállate… cállate…

De golpe, todas las linternas se apagaron. La oscuridad los envolvió.

—¡No veo nada! —gritó Manuel.

El caos estalló. Sus gritos se mezclaron con los de la casa.

Elisa sintió un tirón en el brazo y luego un golpe en la cabeza. Todo se volvió negro.

Cuando despertó, estaba sola. Las paredes parecían más estrechas, como si la casa hubiera encogido a su alrededor. Se giró de golpe, buscando a sus amigos.

—¡Manuel! ¡Rafa! ¡Sonia!

—Sonia no está —respondió la casa.

Elisa sintió su corazón golpeando con fuerza contra su pecho.

—¡Devuélvemelos! —gritó.

La casa solo rio.

—Jajajajajaja…

Entonces, una voz susurró en su oído:

—Tú también desaparecerás…

Elisa corrió a ciegas por los pasillos, tropezando con muebles podridos y puertas que aparecían de la nada. Hasta que, por fin, llegó a la entrada.

La puerta estaba cerrada. Golpeó con todas sus fuerzas.

—¡Déjame salir!

—Elisa… no te vayas… no nos dejes… —las voces de sus amigos sonaron al unísono.

De repente, el silencio.

La puerta se abrió de golpe. La luz de la luna iluminó su rostro mientras salía corriendo. Nunca miro atrás.

Nadie creyó su historia. Nadie encontró jamás a sus tres amigos. Pero algunos dicen que, si pasas junto a la casa y gritas un nombre, el eco te responde… y, a veces, lo hace con una voz que no pertenece a este mundo.

PANICO EN EL ASCENSOR


 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiempo fue un símbolo de lujo en la ciudad, pero con los años, la decadencia se apoderó de él. Las paredes estaban agrietadas, muchas luces no funcionaban y el aire se sentía pesado, cargado de abandono.

Sin embargo, el punto más inquietante del edificio era el ascensor. Una reliquia en la que casi nadie confiaba. Chirriaba en cada planta, se movía con lentitud y su espejo estaba cubierto de manchas que no desaparecían, por más que lo limpiaran. La mayoría de los vecinos preferían usar las escaleras. Pero lo más perturbador no eran los desperfectos, sino los rumores.

Algunos aseguraban haber visto una figura borrosa reflejada en el espejo cuando estaban solos. Otros hablaban de un pequeño grito ahogado en el silencio del ascensor. Pero el relato más escalofriante era que, ciertos días del año, el ascensor se detenía en el piso 13… un piso que no existía.

Una joven estudiante se había mudado recientemente al edificio. Escuchó las historias, pero no les dio importancia. Era escéptica y, además, estaba demasiado ocupada con sus estudios como para preocuparse por cuentos de fantasmas.

Hasta aquella noche.

Eran las dos de la madrugada cuando regresó de la biblioteca, agotada. Entró al ascensor, presionó el botón del octavo piso y apoyó la cabeza contra la fría pared.

La puerta se cerró y, de inmediato, un escalofrío recorrió su espalda. El aire se volvió helado. Se abrazó a sí misma y suspiró profundamente. Entonces, algo parpadeó en el espejo frente a ella. No era su reflejo… era algo más.

Al principio, parecía solo una sombra, un ligero temblor en el vidrio. Pero cuando volvió a mirar, lo vio con claridad: en la esquina del ascensor, detrás de ella, había alguien.

Era una mujer de cabello largo y lacio. Su cabeza estaba ladeada de forma antinatural. Llevaba un vestido blanco sucio y sus ojos eran completamente negros.

La chica se giró bruscamente. Pero no había nadie. Solo el ascensor vacío.

El panel de control comenzó a parpadear. Primero el número 8. Luego el 10, el 12… y, finalmente, un número que no debería estar allí: el 13.

El ascensor empezó a moverse, pero no subía. Bajaba.

Un nudo de terror se formó en su estómago. Intentó presionar el botón de detener, pero no respondió. Golpeó la puerta y gritó con todas sus fuerzas, pero el ascensor seguía descendiendo. Su respiración se volvió angustiosa mientras el número 13 parpadeaba sin cesar.

Cuando finalmente se detuvo, un silencio sepulcral invadió el espacio.

Las puertas se abrieron con un chirrido espantoso.

Lo que vio no era el vestíbulo del edificio, ni ninguna de sus plantas. Frente a ella se extendía un pasillo oscuro, con paredes cubiertas de humedad y un olor rancio, mezcla de moho y sangre seca.

El ascensor no se cerró de inmediato. Parecía invitarla a salir.

Pero ella no era estúpida.

Se quedó pegada a la pared, con el corazón desbocado. Entonces, el aire se volvió aún más frío.

Algo crujió detrás de ella.

A pesar del temblor en su cuerpo, giró lentamente.

La mujer del vestido blanco estaba de pie justo detrás de ella.

Su cabeza seguía ladeada, su boca se abría lentamente, como si intentara susurrar algo. Pero lo peor fueron sus ojos: negros, vacíos, profundos como un pozo sin fondo.

Un sonido rasposo salió de su garganta.

—No debes venir aquí…

La chica gritó y presionó todos los botones del ascensor.

Nada.

El reflejo en el espejo empezó a moverse.

La luz titiló, y por un instante, la oscuridad lo cubrió todo.

Cuando la luz volvió… la mujer ya no estaba.

Pero algo helado rozó su cuello.

Desesperada, golpeó el panel de control con todas sus fuerzas.

Las puertas se cerraron de golpe.

El ascensor subió de manera violenta hasta el octavo piso.

Cuando las puertas se abrieron, todo parecía normal.

Como si nada hubiera sucedido.

Temblorosa, salió del ascensor. Antes de alejarse, miró una última vez al espejo.

Allí, grabadas en el vidrio, quedaron las marcas de unas manos ensangrentadas.

Después de aquella noche, la chica jamás volvió a usar el ascensor.

Pero los vecinos dicen que, a veces, en plena madrugada, las puertas del ascensor se abren solas.

CARNAVAL PELIGROSO


 La ciudad estaba irreconocible. El espectáculo de luces y música que inundaba el carnaval la transformaba por completo.

Las calles, abarrotadas de gente disfrazada, vibraban con el baile incesante bajo una lluvia de confeti. El desfile de carrozas avanzaba lentamente, desbordante de colorido. Las comparsas llenaban el aire de risas y gritos. Nadie imaginaba que, entre las máscaras y disfraces, se ocultaba un asesino.

Él se movía entre la multitud con sigilo, oculto tras una máscara veneciana dorada y un disfraz de arlequín rojo y negro. Su plan era perfecto: los gritos de las víctimas se perderían entre el bullicio de la fiesta, y nadie sospecharía nada… hasta que fuera demasiado tarde.

Su primera víctima fue un hombre mayor. Lo observó con atención, fingió tropezar con él y, en un movimiento rápido y preciso, hundió el cuchillo entre sus costillas. El hombre abrió los ojos con sorpresa, pero el asesino lo sostuvo por los hombros, simulando un abrazo entre amigos. La gente pasaba a su lado sin notar nada extraño. Unos segundos después, el anciano se desplomó junto a una esquina solitaria.

El desfile continuaba. Un grupo de bailarinas con plumas y lentejuelas danzaba al ritmo de la samba. Los ojos del asesino se fijaron en una joven vestida de hada. Se acercó bailando y, con un giro elegante, la alcanzó. Ella apenas sintió un leve pinchazo en el abdomen.

—¿Estás bien? —preguntó alguien al notar que tropezaba.
—Sí… sí… —respondió ella antes de caer al suelo.
Su cuerpo quedó inerte mientras la multitud seguía bailando.

El asesino disfrutaba del juego. Se movía como un fantasma invisible entre la muchedumbre. Su siguiente víctima era un hombre disfrazado de pirata, que bebía de una jarra mientras reía con sus amigos. Cuando el pirata se alejó para orinar en un callejón, el asesino lo siguió.

—Buenas noches —le susurró.
—Sí… una gran no…—
No pudo terminar la frase. Un segundo después, su cuerpo cayó al suelo.

El asesino avanzó entre la multitud, la adrenalina recorriendo su cuerpo. Todo salía perfecto. Solo le quedaba elegir una nueva víctima. Sus ojos se detuvieron en una mujer con uniforme de policía. Pero ella no estaba de fiesta… estaba trabajando.

Se acercó con sigilo. La música y el bullicio serían su tapadera. Deslizó el cuchillo oculto en la manga de su disfraz. Un paso más, y estaría lo suficientemente cerca para hundir la hoja en su cuerpo.

Pero algo salió mal.

La agente de policía lo había estado observando desde que recibió el primer aviso de un asesinato en el desfile. Lo había visto moverse de manera sospechosa entre la multitud.

Justo cuando el asesino levantó el cuchillo para atacar, la policía giró bruscamente y atrapó su muñeca con fuerza.

—¡Quieto! —gritó mientras forcejeaba con él.

El asesino intentó apuñalarla con la otra mano, pero ella lo esquivó y le propinó un rodillazo en el estómago. El golpe fue fuerte, pero no definitivo. La lucha entre ambos duró varios minutos. La gente observaba, creyendo que era parte del espectáculo carnavalesco.

Finalmente, la policía logró colocarle las esposas.

La mujer miró al asesino. La máscara dorada, ahora salpicada de sangre, aún mostraba una sonrisa inquietante.

Mientras la multitud continuaba celebrando, la policía se apoyó contra una pared. Estaba agotada. Había atrapado a un monstruo… pero sabía que el mal podía esconderse en cualquier lugar, incluso detrás de una máscara sonriente, en medio de una fiesta.

ÉL NO TE ABANDONARIA

  No recuerdo el calor de mi madre. Solo sé que un día desperté en la oscuridad. Era un lugar estrecho, húmedo, con un olor a cartón mojado...