No recuerdo el calor de mi madre.
Solo sé que un día desperté en la oscuridad. Era un lugar estrecho, húmedo, con un olor a cartón mojado, a tristeza. Una caja. Mi caja. Mi mundo.
No tenía nombre, no tenía hogar, apenas tenía fuerzas. Las paredes eran suaves, pero no había brazos, ni caricias, ni leche caliente. Solo mis hermanos, que lloraban conmigo, y el crujido del cartón mientras el mundo se movía bruscamente. Entonces, el golpe. El ruido fue aterrador. Luego, silencio. Oscuridad.
Un hedor llenó mis pulmones, podrido, agrio, como si la muerte viviera allí desde siempre. Habíamos sido arrojados a la basura. Mis hermanos dejaron de llorar primero, uno a uno. Yo seguía chillando. No porque fuera más fuerte, sino porque tenía miedo de desaparecer sin que nadie lo supiera.
A veces un motor pasaba cerca; sentía el temblor en el suelo, una tapa chirriaba… y nada. Nadie miraba dentro.
Hasta que una noche —o quizá fue de día, ya no lo distinguía— mi chillido se rompió en mi garganta y solo salieron pequeños suspiros. Me faltaba el aire. El cartón se pegaba a mi piel. Me resigné, cerré los ojos… pero entonces lo escuché: unos pasos que se acercaban.
Primero lejanos, luego más cerca. El crujir de grava bajo los pies. Una voz muy baja.
—¿Qué fue eso?
Un silencio tenso. Yo apenas podía moverme, pero reuní todo lo que quedaba en mí y dejé salir un lamento.
—¡Hey, oye! ¿Hay alguien ahí? —pude escuchar.
El sonido de la tapa del contenedor al abrirse fue como una campana en mi cabeza. Al fin, luz. Un débil resplandor de farola se colaba entre las bolsas. Aparecieron unas manos, calientes, con olor a jabón. Me alzaron. Noté el temblor de los dedos. Vi su rostro: ojos grandes, húmedos, una mujer de pelo desordenado, bufanda anudada, y de su boca salían nubes de vapor.
—Estás vivo… estás vivo —repitió dos veces.
En ese momento supe que algo había cambiado en mi vida.
Me llamaron Luno. No sé por qué eligieron ese nombre; tal vez por la luna que colgaba sobre el tejado la primera noche que dormimos juntos. Bueno, “dormir” es un decir: yo apenas jadeaba. Ella me envolvió en una toalla.
—Pequeño, resiste, por favor.
En la clínica, las luces eran demasiado blancas. Todo olía a lejía. Me pusieron varias inyecciones, me limpiaron los ojos pegajosos. Una voz dijo:
—No creo que salga.
Y ella contestó:
—Con mi ayuda, sí saldrá.
Pasaron semanas. No podía caminar bien, mi cuerpo era pequeño y frágil, mi pelo escaso. Me daban leche con una jeringuilla, me acariciaban el lomo. Ella me hablaba, le contaba cosas a un teléfono:
—Él es Luno, un luchador.
A veces, cuando ella salía, me quedaba temblando en mi cuna de toallas. El miedo a volver a la caja de cartón aún me visitaba por las noches. Soñaba con el crujido del plástico, con el silencio de mis hermanos, y despertaba gimiendo. Entonces ella me alzaba, sin decir nada, y me abrazaba.
No sabía que el mundo podía ser así: que existía el calor sin fiebre, que las manos podían sostener sin apretar.
Un día llegaron otras personas. Me observaban con ojos brillantes. Una niña me extendió la mano.
—¿Es él?
—Sí, es él —respondió mi salvadora.
Me sentí confundido. ¿Qué significaba eso? ¿Irme? ¿Dónde? ¿Por qué?
Volví a sentir esa presión en el pecho: era miedo. Cuando me alzó por última vez, me acarició detrás de las orejas y sus labios tocaron mi frente.
—Ya tienes una familia, como mereces.
La niña me acunó contra su pecho.
—Hola, Luno. Soy Sara. ¿Quieres venir a casa?
Y aunque no la entendí del todo, moví la cola.
Para un perro pequeño como yo, cada habitación era un continente: alfombras, juguetes, platos de comida que sabían a cielo. Todos me acariciaban, me hablaban con dulzura. Sara me leía cuentos; aunque no entendía nada, amaba su voz. Dormía en su cama, entre peluches. A veces ladraba dormido y ella, medio despierta, me abrazaba. Nunca más estuve solo.
Pasaron los años. Mi cuerpo se fortaleció, mi pelo se volvió dorado y suave. En el parque corría como el viento. Otros perros me olían y yo los saludaba sin miedo. Era uno más, uno feliz.
A veces, cuando una caja vacía quedaba en el suelo, aún me costaba acercarme. Los humanos no entendían… solo Sara.
—No pasa nada, Luno. Ya estás a salvo para siempre.
Hoy, por fin, no tengo miedo. Soy solo un perro feliz.
Amado. Y vivo.