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VOCES


 Lucía era una mujer tranquila. Vivía sola en un pequeño piso, sin familia ni amigos.

Todos los días se levantaba temprano y salía a trabajar como limpiadora de casas. Iba de un lugar a otro cargando sus productos de limpieza. Le gustaba estar sola, le gustaba que nadie le hablara. Pero un día, todo cambió.

Fue en una casa grande, blanca, con jardín. El dueño era un hombre mayor, amable, que caminaba despacio y hablaba poco. Le ofreció agua y algo de fruta. Lucía sonrió, pero no aceptó. Empezó a limpiar la cocina mientras él subía las escaleras. Entonces escuchó aquella voz:

—Má­talo.

Lucía se giró rápido. No había nadie. Miró por la ventana, tampoco vio a nadie. Volvió a su trabajo, pensando que había sido su imaginación, pero la voz volvió:

—Hazlo ahora… nadie te verá.

Sintió un escalofrío. El corazón le latía fuerte, las manos le temblaban. No entendía qué pasaba. Nunca había escuchado algo así. No creía en fantasmas ni demonios; era una mujer normal.

Pero esa voz… esa voz se sintió real, como si viniera desde dentro de ella. Trató de ignorarla, terminó su trabajo rápido y se marchó sin despedirse.

Esa noche no durmió bien. Escuchó susurros todo el tiempo.
Los grifos goteaban, aunque estaban cerrados. Las paredes crujían como si respiraran. Y la voz seguía hablándole:

—No tienes que tener miedo… solo hazlo.

Pasaron los días. Lucía seguía trabajando, pero cada vez que estaba sola con alguien, la voz volvía. Siempre le pedía lo mismo:

—Mátalo… mátalo… mátalo…

Lucía intentaba resistirse. Encendía la radio, tarareaba canciones, pero las voces eran cada vez más fuertes. Una vez, en la casa de una mujer joven, los susurros se convirtieron en gritos. Lucía cayó al suelo, le dolía la cabeza, le sangraban los oídos. La mujer corrió a ayudarla. Lucía no lo planeó, no lo pensó… solo lo hizo.

Agarró un jarrón de cristal y lo estrelló contra su cabeza. La mujer cayó al suelo y no se movió más. En ese momento, las voces se callaron por completo.

Lucía no sintió miedo ni culpa. Sintió paz. Una calma profunda, como si el mundo se hubiera detenido. Limpió alrededor del cuerpo sin pensar, como si nada hubiera pasado, y se fue antes de que llegara nadie. Nadie sospechó nada.

Durante semanas, todo estuvo en silencio. Ella pensó que quizá las voces se habían marchado. Pero regresaron:

—Tienes que hacerlo otra vez… una vez más… lo haces bien.

Lucía empezó a cambiar. Ya no se peinaba, no sonreía. Caminaba como un zombi. Elegía las casas donde los dueños estaban solos y, cuando las voces volvían, ya no luchaba.

Le decían cómo hacerlo, cuándo, dónde golpear y dónde esconder el cuerpo. Cada vez que lo hacía, sentía menos culpa, menos dolor. Ya no recordaba los nombres de las víctimas, solo sus casas, sus muebles.

Una noche, frente al espejo, algo cambió. Su reflejo no se movía como ella. La miraba con ojos tristes… y habló:

—¿Crees que estás loca?

Lucía no respondió. Sintió miedo por primera vez en mucho tiempo.

—¿Por qué yo? —preguntó.

—Porque tu alma será mía —respondió el espejo.

Desde entonces, el espejo le hablaba cada noche.

Un día, Lucía vio una noticia en televisión: una mujer de otro país, también limpiadora, era sospechosa de algo parecido. Y entendió: no estaba sola. Había muchas voces en muchos lugares.

Una noche no pudo más. Se sentó frente al espejo, con una vela encendida.

—¿Por qué mato? —preguntó.

—Porque cada vez estás más unida a mí. Seremos un solo ser.

—¿Y si me niego?

—Morirás con grandes sufrimientos.

Lucía apagó la vela y decidió seguir. No porque quisiera, sino porque ya no había otro camino. Ya no podía huir. Solo obedecer… y esperar el día final, cuando todos los que escuchan se encuentren… y el silencio desaparezca del mundo.

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