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TERROR EN EL CAMINO DE SANTIAGO


 El amanecer en Roncesvalles olía a tierra húmeda y pan recién horneado. El aire cortaba las mejillas como un vidrio fino.

Clara y Marcos caminaban juntos con una sonrisa que ignoraba el peso de las mochilas y el temor a lo desconocido. No era solo un viaje: era el Camino de Santiago.

La explanada frente al albergue estaba casi vacía. Algunos peregrinos ajustaban las correas de sus mochilas o se colocaban el sombrero. Entre ellos, Clara reparó en dos hombres que no había visto antes: uno alto y delgado, con barba oscura y una gorra de visera; el otro, más bajo y corpulento. Ambos vestían de negro.

Marcos no les dio importancia. Se ajustó el bastón de senderismo y, tras un último vistazo al pueblo, iniciaron la marcha. El sendero era un hilo de tierra y piedra que se perdía entre bosques de hayas. El silencio de la mañana solo se rompía con el crujir de las hojas bajo las botas.

A primera hora, Clara volvió a verlos: los dos hombres, unos cincuenta metros detrás de ellos, caminaban con paso constante, siempre a la misma distancia, sin perderlos de vista. No llevaban conchas de peregrino en la mochila ni parecían interesados en el paisaje.

—Debe de ser coincidencia —contestó Marcos cuando Clara se lo comentó.

A media tarde llegaron a Zubiri. El pueblo parecía dormido: apenas un par de bares abiertos, un albergue municipal y el río Arga murmurando entre las piedras. Eligieron el albergue más pequeño, con solo cuatro literas y paredes de piedra.

Mientras Clara dejaba su mochila, oyó pasos en el pasillo. Al asomarse vio pasar a los dos hombres. No sonrieron, no saludaron. El más alto la miró fijamente antes de desaparecer por la puerta.

Esa noche, Clara soñó que alguien se sentaba al borde de su cama y respiraba muy cerca de su oído.

La segunda jornada amaneció cubierta de niebla. El aire era tan espeso que apenas se veían las copas de los árboles. Clara y Marcos caminaron en silencio, como si aún siguieran dormidos.
Los hombres aparecieron de nuevo, esta vez al salir de una curva, justo cuando el sendero se estrechaba entre muros de piedra. No hubo saludo ni gesto alguno: solo la misma distancia, los mismos pasos acompasados.

En Larrasoaña, mientras tomaban un café, Clara vio cómo uno de ellos —el corpulento— se quedaba en la puerta del bar observándolos. No pidió nada, no se movió hasta que ellos se levantaron para seguir andando.

—Esto ya no es casualidad —murmuró Clara.
—Pueden estar haciendo la misma ruta que nosotros. Es normal —respondió Marcos.
—Sí, pero… ¿has notado que no hablan con nadie?

En los albergues, lo habitual era charlar, compartir anécdotas o intercambiar información sobre la ruta. Ellos, en cambio, no decían una palabra a los demás peregrinos ni a los hospitaleros. Entraban, se instalaban y desaparecían al amanecer.

La tercera noche, en Puente la Reina, sucedió algo que Clara no pudo olvidar. A medianoche se despertó con un ruido suave, como de tela contra tela. Abrió los ojos y, en la penumbra, vio una sombra moverse junto a su litera. Contuvo la respiración, convencida de que la figura podía escuchar los latidos de su corazón. No supo cuánto tiempo pasó, pero al parpadear la sombra ya no estaba.

Al día siguiente, mientras cruzaban un puente sobre el río Arga, Clara se giró instintivamente. Allí estaban, a la misma distancia de siempre, sus rostros sin expresión recortados contra el sol de la mañana. El camino seguía, pero ya no era un sendero: era un pasillo estrecho del que no podían escapar.

El sol caía como plomo fundido. Los campos amarillos parecían infinitos y el horizonte temblaba en ondas de calor. La pareja apenas hablaba: la rutina de madrugar, caminar y dormir se había convertido en un mecanismo automático. Pero los dos hombres seguían allí, a veces detrás, otras delante, como si conocieran atajos invisibles. No había lógica en sus movimientos, pero sí una certeza: estaban siendo seguidos.

En un pueblo sin nombre, mientras comían a la sombra de una iglesia, un peregrino anciano se les acercó. Sin presentarse, les susurró:

—No todos los que hacen el Camino quieren llegar… buscan otra cosa.

Clara quedó inmóvil, la cuchara suspendida en el aire. El anciano continuó:

—Caminan con la paciencia de quien espera el momento. Y a veces, ese momento llega antes de Santiago.

No dijo más. Se levantó y se fue.

Esa tarde, en una etapa solitaria, decidieron detenerse bajo un árbol para descansar. No vieron a nadie durante una hora y pensaron, por un momento, que los habían perdido.
Pero al llegar al siguiente pueblo, al doblar la esquina, los vieron sentados en un banco como si llevaran horas esperando. Sus miradas se cruzaron. El hombre de barba sonrió por primera vez.

Aquella noche, en un albergue de piedra en Sahagún, Clara no pudo dormir. Desde su litera escuchó pasos suaves por el pasillo y un golpe leve de una puerta que se cerraba. En la penumbra recordó las palabras del anciano: no todos quieren llegar.

Entrar en Galicia fue como cruzar un umbral invisible. La niebla volvía a envolver los caminos, y los bosques eran túneles de ramas entrelazadas que apenas dejaban filtrar la luz del día. La pareja sentía que el final estaba cerca: un par de jornadas más y estarían en Santiago. Pero la sensación de persecución se había vuelto insoportable. Los dos hombres ya no disimulaban: caminaban a plena vista, incluso en paralelo, como si quisieran que supieran que estaban allí.

En Arzúa, Marcos hizo algo que antes ni habría considerado: entró en una pequeña agencia de viajes y compró dos billetes de tren para el día siguiente de su llegada a Santiago. No se lo dijo a Clara hasta que salieron del pueblo.

—Dormimos una noche y nos vamos. No pienso quedarme más tiempo.

La tarde antes de la llegada cruzaron las últimas colinas bajo una fina llovizna. Llegaron a Santiago al caer la noche, cansados y empapados. No eligieron un albergue: se alojaron en un pequeño hostal de una estrecha calle a pocos minutos de la catedral.

El recepcionista, un hombre calvo y sonriente, les entregó una pesada llave. Les dijo que esa noche apenas había huéspedes. El silencio en los pasillos era espeso.
En la habitación, Clara se duchó y se tumbó en la cama, escuchando la lluvia golpear el cristal. Marcos hojeaba una guía del Camino, pero apenas leía: sus ojos se dirigían una y otra vez a la puerta.

A medianoche un sonido los despertó: un golpe metálico, como si alguien dejara caer algo pesado en el pasillo. Después, pasos lentos.
Clara se incorporó y miró la cerradura: dos sombras se recortaban bajo la rendija de luz de la puerta. Permanecieron allí, inmóviles, lo que pareció una eternidad. Luego un murmullo, una cuenta atrás… el pomo giró.

Marcos se levantó de un salto, empujando la cómoda contra la puerta. Desde el otro lado, un golpe seco retumbó en la madera. Otro. Y otro.
Clara gritó, pero sus gritos quedaron ahogados por un nuevo y fuerte impacto.

En medio del ruido, Clara creyó ver a través de la ventana dos figuras que le eran familiares. Entonces todo se volvió negro.

La mañana siguiente el cielo sobre Santiago era de un gris uniforme. El aire estaba cargado de humedad y de un extraño silencio.
En la recepción del hostal, la policía tomaba declaración al hombre calvo, con el rostro desencajado. Una de las habitaciones permanecía cerrada, precintada con una cinta amarilla. Dentro, dos cuerpos yacían inmóviles, cubiertos con sábanas blancas.

En la primera página de los periódicos locales apareció la noticia:

“Pareja hallada muerta en un hostal del casco antiguo de Santiago. Según fuentes policiales, no había señales de robo.”

No se mencionaron sospechosos ni testigos, ni cámaras que hubieran captado a nadie entrando o saliendo de la habitación durante la noche.

Tres días después, en Roncesvalles, el amanecer volvió a oler a tierra húmeda y pan recién horneado. Entre los peregrinos que se preparaban para iniciar el Camino había dos hombres que no llevaban conchas en sus mochilas: uno alto y delgado, con barba oscura y gorra de visera; el otro, más bajo y vestido de negro. Caminaban despacio, sin prisa, y sonreían.

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