Nadie conocía aquel mar como él. Tras muchos años saliendo a pescar cada día, casi siempre en solitario, disfrutaba de la tranquilidad de los amaneceres. Aquel día no era diferente para Jaime. Se hizo a la mar en su pequeña barca llamada "Tormenta", llevando consigo todo lo necesario para la jornada. A menudo, la gente del pueblo le advertía del peligro de salir solo, pero él siempre respondía con una sonrisa y un gesto de saludo, diciendo:
—El mar y yo nos entendemos como se entienden los amantes.
Jaime era un enamorado del mar. Siempre decía a sus conocidos:
—El mar me llama, no puedo hacer oídos sordos a su llamada. Cuando entro en el mar con mi barca, encuentro todo lo que no puedo hallar en tierra firme.
Como cada día, la brisa salada acariciaba su curtido rostro. A los pocos minutos, la silueta de Jaime y su barco desaparecía en el horizonte, difuminándose poco a poco en el inmenso mar. Sin embargo, el cielo, que al principio parecía tan apacible, empezó a oscurecerse. Amenazantes nubes cargadas comenzaron a agruparse sobre la cabeza del pescador.
Por primera vez en mucho tiempo, Jaime sintió un escalofrío y algo de miedo. Había pasado por muchas tormentas en su vida de pescador, pero algo en su interior le decía que aquella era diferente, que era peligrosa. A pesar de ello, decidió continuar. Varias horas más tarde, la tormenta estalló con una furia indescriptible. Los relámpagos rasgaban el cielo y el ruido de los truenos sacudía el aire como un potente instrumento de percusión.
Las olas se elevaban como gigantes, arrojando a "Tormenta" de un lado a otro. Jaime luchaba con todas sus fuerzas para mantener el control de la pequeña embarcación, pero era prácticamente inútil; ante el poder de la tormenta, nada podía hacer. Vio venir la gran ola, pero no tuvo tiempo de reaccionar. La ola cayó sobre la embarcación, volcando el barco.
Jaime fue lanzado al agua helada. Consiguió aferrarse a un pedazo de madera, lo único que quedaba de su barca. Pasaron varias horas y la tormenta finalmente comenzó a amainar, pero "Tormenta" estaba totalmente destruida. Jaime se encontraba a la deriva en medio del inmenso mar, solo con la compañía de las olas y el viento.
Sabía que aquella madera era su única posibilidad de salvación, y ese pensamiento le hizo aferrarse más fuerte a ella. Sabía que su vida dependía de ello. La noche fue cayendo y, con la oscuridad, llegó el frío, un frío que calaba hasta los huesos. A lo lejos, la luna asomaba tímidamente entre las nubes, reflejándose en el frío mar.
Los días siguientes fueron una prueba de resistencia. Agotado de no dormir, recordaba los buenos momentos que pasaba en su cabaña preparando los aparejos de pesca. La segunda noche fue la más dura; el hambre y la sed comenzaron a atormentarlo. Afortunadamente, sabía cómo sobrevivir en el mar. Recogió agua de lluvia en una lata que encontró flotando y comió algas que también estaban a la deriva.
Ya llevaba cuatro días, y solo pudo dormir breves cabezadas, con el consiguiente peligro de perder su madera salvavidas. Conocía el mar y sabía que por aquella zona solían pasar barcos; alguno tenía que verlo. Estaba seguro de que los vecinos del pueblo habían dado aviso de su desaparición y lo estaban buscando.
Una de las noches, Jaime vio algo en el horizonte: una gran nave se acercaba en su dirección. Con la poca energía que le quedaba, empezó a gritar y a mover las manos desesperadamente. El barco estaba muy lejos y difícilmente lo escucharían. A medida que se acercaba, Jaime se dio cuenta con horror de que era un gigantesco crucero. La mole avanzaba hacia él como una montaña, y las olas que producía amenazaban con hundirlo definitivamente. Gritó con desesperación cuando el crucero pasó junto a él. Las enormes hélices crearon un torbellino que lo arrastró hacia el fondo. Jaime se aferró con fuerza a la madera para no perderla. Afortunadamente, el crucero pasó rápido y pudo volver a la superficie con su madera fuertemente agarrada.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, Jaime avanzó en la dirección que creía correcta. Varias horas después, empezó a vislumbrar tierra, aunque parecía estar muy lejos para sus escasas energías. Estaba a punto de dejarse arrastrar al fondo del mar cuando otro pescador que estaba en la zona lo agarró del pelo justo cuando se hundía en el oscuro mar.
A pesar de lo sucedido, Jaime continúa saliendo casi cada día a pescar. No puede hacer oídos sordos a la llamada del mar.