Mientras continuaban a la deriva, el cielo comenzó a oscurecerse. Las nubes de tormenta se reunían rápidamente, transformando lo que había sido un día despejado en uno tormentoso. Alberto sabía que una tormenta era lo último que necesitaban en ese momento.
—Si nos engancha una tormenta aquí arriba, no saldremos vivos —Alberto lo tenía claro.
René sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Miró hacia el horizonte y vio cómo los relámpagos comenzaban a iluminar las negras nubes. El viento, que ya era fuerte, se intensificó aún más, empujando el globo hacia el corazón de la tormenta.
—¡Tenemos que descender ahora! —gritó René.
Pero Alberto ya se había adelantado y estaba en ello. El piloto abrió las válvulas para liberar aire caliente con la esperanza de bajar antes de que la tormenta los alcanzara, pero el viento era implacable. Cada vez que lograban descender un poco, una nueva ráfaga los levantaba nuevamente.
Los primeros truenos resonaban a lo lejos, seguidos de relámpagos que iluminaban el cielo de manera aterradora. René podía sentir la electricidad en el aire, convirtiendo el miedo en un nudo en el estómago. Sabía que si un rayo alcanzaba el globo, no tendrían ninguna oportunidad de sobrevivir.
De repente, una ráfaga de viento aún más fuerte los golpeó, lanzando el globo hacia un lado. La canasta se inclinó de forma peligrosa, y René sintió cómo su cuerpo se desplazaba. Estuvo a punto de caer al vacío, pero Alberto lo agarró en el último segundo, salvándole la vida.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Alberto.
Pero René no veía ninguna forma de escapar de aquel infierno. La tormenta estaba sobre ellos, y el globo se encontraba en el centro de un caos absoluto. Los relámpagos caían cada vez con más fuerza y el viento rugía como un animal furioso.
Alberto hacía todo lo posible para mantener el globo estable, pero cada movimiento se volvía más difícil. Finalmente, un rayo cayó peligrosamente cerca del globo, iluminando la canasta con una luz cegadora. El sonido del trueno fue ensordecedor, y René sintió que su corazón se detenía por un segundo. Estaban en una situación desesperada.
El rayo había dañado uno de los quemadores del globo. La pérdida de aire caliente hizo que empezaran a descender rápidamente. Alberto luchaba por mantener el control, pero era evidente que estaban cayendo en picado. René sentía cómo la adrenalina le aceleraba el corazón mientras veía cómo la tierra se acercaba cada vez más.
El viento los empujó hacia una montaña; el riesgo de estrellarse contra una ladera rocosa era inminente. Alberto intentó maniobrar el globo, pero cada vez era más difícil controlar la dirección. Faltaban escasos segundos para el impacto contra la ladera, cuando una ráfaga de viento cambió su dirección en el último momento, librándolos de un impacto seguro.
Sin embargo, el alivio fue breve. La pérdida de altura era rápida y constante, y sabían que tarde o temprano acabarían estrellándose. René se preparó para lo peor, agarrándose con todas sus fuerzas a la canasta. Su cerebro solo podía procesar ideas catastróficas; solo podía esperar el choque inevitable.
De repente, el suelo pareció desaparecer. Habían caído en una especie de cañón, un barranco profundo rodeado de paredes rocosas. La caída comenzó a ser más lenta, aunque solo fueron segundos. La canasta oscilaba violentamente, amenazando con estrellarse contra las paredes.
Alberto, a pesar de las circunstancias, mantenía la calma. Intentó estabilizar el globo; su idea era que el descenso fuera lo menos rápido y peligroso posible.
—¡Agárrate fuerte, René! —gritó Alberto.
René se aferró con todas sus fuerzas. Sus dedos quedaban blancos por el esfuerzo de agarrarse, y podía ver las paredes del cañón; casi podía tocarlas.
Finalmente, el fondo del cañón apareció bajo ellos. No se veían grandes obstáculos en el suelo. El globo chocó contra el suelo con una fuerza que sacudió la canasta, lanzando a René hacia un lado y volcando la canasta por completo, arrojando también a Alberto lejos del globo.
—¿Alberto, dónde estás? —gritó René.
El piloto estaba a unos metros de él, tirado en el suelo pero moviéndose. Con esfuerzo, Alberto se levantó, cojeando ligeramente. Tenía un corte en la frente del cual brotaba un pequeño hilo de sangre, pero parecía estar bien.
—Estoy bien, René. ¿Y tú? —respondió con un hilo de voz.
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