visitas

LUCES DE NAVIDAD


 En una de las calles principales de la ciudad, donde el aroma a café se mezcla con el murmullo de las conversaciones y el tintineo de las cucharillas al chocar con las tazas, trabaja Hilario, un camarero con un secreto (aunque desde hace un tiempo ya no tan secreto). Entre comandas y bandejas, escribe relatos.

Para muchos de sus clientes habituales, Hilario no es más que el amable camarero que recuerda sus nombres y conoce sus gustos. Pero quienes son más observadores notan que, en los momentos de calma, Hilario saca un pequeño cuaderno de notas y escribe con la mirada perdida en algún rincón del local.

Se acercaba la Navidad, y el local estaba decorado con un ambiente festivo: pequeñas ramas de abeto adornaban las paredes junto al clásico árbol de Navidad. Hilario sabía que esos días serían intensos, pero también especiales.

Cuando el último cliente del mediodía se marchó, Hilario se sentó en la mesa más cercana al árbol, abrió su cuaderno y, con los dedos algo temblorosos por el frío, comenzó a escribir su historia. Era una historia dedicada a todos los que habían pasado por su vida durante aquel año, quienes, sin saberlo, habían inspirado las palabras que ahora llenaban las páginas.

Escribió sobre una cafetería parecida a la suya, donde ocurrían historias fantásticas, de suspenso y de terror, siempre con la intención de distraer a sus amigos lectores. Entre sus relatos estaban "Alejandro y el camarero espía" o "El café de la despedida". También pensé en contar la historia de aquel hombre que llegó un día lluvioso con el corazón roto. En su mesa encontró, como siempre, un chocolate caliente y una pastita, que Hilario le había servido sin que lo pidiera. Mientras lo tomaba, algo en su mirada cambió: desconectó de su tristeza para disfrutar del presente.

Hilario recordó también a la mujer que siempre llegaba con prisas, nadie sabía hacia dónde iba, pero su café parecía darle un respiro. Sonrió al pensar en aquella pareja que siempre pedía dos cafés con leche y un croissant. Solo pedían uno porque decían que así sabía mejor, aunque al final siempre terminaban pidiendo otro, que igualmente compartían.

Imposible olvidar a las personas mayores que, día tras día, le contaban historias de su juventud.

Sin darse cuenta, Hilario escribió una frase en su cuaderno:
"Para quienes hacen que este lugar sea más que una cafetería, Feliz Navidad. Con cariño, Hilario".

Hilario, que siempre había soñado con compartir sus historias, comprendió que no hacía falta ser un autor famoso ni tener libros en las librerías. Las palabras, cuando nacen del corazón, encuentran a las personas adecuadas.

Queridos amigos, lectores y clientes:
Esta relación es para ustedes, quienes hacen que cada día, incluso los más rutinarios, estén llenos de significado. Espero que en estos días el tiempo se detenga, y una taza de café o té caliente les devuelva el calor que a veces falta en el mundo. Que descubrirán historias en los pequeños momentos, en las sonrisas y en los gestos sencillos.

Gracias por ser parte de mis días, por inspirarme con sus palabras y por permitirme servirles café, y a veces, un poco de compañía en forma de relación.

Feliz Navidad. Que este Año Nuevo llegue lleno de amor y, sobre todo, de historias maravillosas que podamos escribir juntos.

Con mucho cariño,
Hilario, el camarero que escribe sueños.

FIN DE AÑO ( II )


 Cuando el reloj comenzó a marcar las doce, las campanas resonaron en su mente como martillos de hierro golpeando con furia. El hombre se levantó de un salto, asomándose con cautela por una rendija de la ventana. Al principio, no vio nada. Sin embargo, un murmullo lúgubre, como un susurro surgido desde los confines del infierno, comenzó a envolverlo. Parecía emanar de todas partes, atronando en sus oídos y calando en su alma.

Lentamente, las figuras empezaron a materializarse en la penumbra. Eran sombras deformes que se arrastraban por las calles con movimientos torpes, cuerpos pálidos de ojos vacíos que irradiaban una tenue y siniestra aura impregnada de un odio absoluto. Algunos llevaban pesadas cadenas, arrastrándolas por los adoquines con un ruido metálico que hacía eco en el silencio opresivo. Otros, como espectros, flotaban, desprovistos de piernas, moviéndose como si el viento mismo los empujara.

Un grito desgarrador, emitido por uno de los espectros, rompió el silencio. Era un sonido tan profundo y gélido que hizo que un escalofrío recorriera la espalda del hombre. Retrocedió bruscamente de la ventana, respirando con dificultad, pero la curiosidad pudo más que su miedo. Se acercó nuevamente, asomándose con cautela para observar los horrores que se desplegaban ante sus ojos.

Entonces, una de las figuras se detuvo. Era un hombre alto, cubierto con harapos que colgaban de su cuerpo como jirones de muerte. Sus ojos, oscuros y vacíos, se clavaron directamente en la ventana del forastero, como si pudieran atravesarla. El hombre sintió que su corazón se aceleraba hasta dolerle. La figura levantó lentamente una mano huesuda y lo señaló con un gesto firme y condenatorio.

El bullicio de los murmullos y los gritos se extinguió de golpe, y un silencio sepulcral envolvió el pueblo. Uno a uno, los cuerpos inertes giraron sus cabezas hacia la posada, sus cuencas vacías fijas en la ventana donde él estaba. No pudo soportar más. Con el corazón martillando su pecho, retrocedió torpemente, pero no pudo apartar los ojos de la escena.

De repente, las ventanas empezaron a vibrar como si algo invisible las golpeara desde el exterior. Los gritos que antes sonaban lejanos ahora parecían justo al lado, justo en su oído, intensos y desgarradores. Desesperado, apagó la lámpara, sumiendo la habitación en tinieblas, y se escondió bajo la mesa. A pesar de su intento por acallar el ruido, los gritos seguían resonando, un eco infernal que no lo dejaba escapar.

El aire comenzó a llenarse de un olor nauseabundo, una mezcla de podredumbre y tierra húmeda. La ventana crujió, como si estuviera a punto de romperse. En un arranque de valentía —o quizás de locura—, se levantó y corrió hacia la puerta principal, decidido a enfrentar lo que fuera que lo acechaba. Abrió la puerta de golpe, pero lo único que encontró fue la calle vacía.

Confundido y temblando, dio un paso hacia adelante. Fue entonces cuando lo vio: un grupo de figuras lo rodeaba en silencio. Los muertos lo observaban con ojos huecos y vacíos que parecían arder con un fuego sobrenatural. Intentó gritar, pero las palabras se le atoraron en la garganta, ahogadas por el pánico.

El hombre que antes lo había señalado avanzó hacia él. Su voz, cavernosa y profunda, resonó en su mente como un eco que sacudía cada rincón de su ser:

—Tú has visto lo que no debías... Ahora serás uno de los nuestros.

El viajero intentó correr, pero sus piernas no respondieron. Sintió cómo algo helado y espantoso lo envolvía, como si manos invisibles lo sujetaran. Fue arrastrado lentamente hacia el círculo de sombras. Los gritos de los muertos se transformaron en un cántico infernal, un lamento que parecía provenir del mismísimo abismo.

Cuando el pueblo despertó al día siguiente, la posada estaba vacía. No había rastro del viajero, salvo una botella y una pipa abandonadas sobre la mesa, junto a la lámpara apagada.

Ese hombre fue el último en desaparecer un 31 de diciembre. Nadie volvió a mencionar su nombre. Sin embargo, la tradición de cerrar puertas y ventanas esa noche se volvió más estricta, porque en Espíritu, cada fin de año, los muertos vuelven a caminar.

Recuerda en fin de año:
"No mires. No escuches. No respires. Porque ellos están aquí."

FIN DE AÑO


 Como casi cada año por estas fechas, la nieve caía sobre los tejados de pizarra del pueblo. Un lugar situado en el corazón del valle, rodeado de montañas que se alzaban majestuosas hacia el cielo. El pueblo se llamaba Espíritu, un nombre tan curioso como su historia.

En Espíritu, el 31 de diciembre no era una fecha de celebración. Mientras en el resto del mundo la gente alzaba sus copas y contaba los segundos para recibir el Año Nuevo, en este lugar comenzaba el silencio más profundo que alguien pudiera imaginar.

Las puertas se cerraban con múltiples cerrojos; incluso las ventanas se aseguraban con tablones para que nada ni nadie pudiera entrar. Las chimeneas ardían toda la noche, manteniéndose encendidas como si el fuego pudiera proteger a los habitantes de lo que acechaba en las sombras. Nadie osaba encender luces, y todas las familias se reunían en una sola habitación, rezando con fervor. Temían que cualquier sonido atrajera la atención de aquellos que caminaban entre las sombras de la noche. Nadie miraba hacia fuera, sin importar cuán desgarradores fueran los gritos, y siempre había gritos.

Todo comenzó hace siglos, tanto tiempo atrás que nadie en el pueblo recordaba exactamente cuándo fue. La historia, transmitida de generación en generación, hablaba de una maldición que había caído sobre Espíritu cuando un hombre llamado Mark, cegado por la codicia, profanó el cementerio en busca de un supuesto tesoro enterrado en una de las tumbas.

Según las leyendas, Mark no encontró ningún tesoro, pero desató algo mucho peor: despertó el odio de los muertos. Esa noche, el cementerio cobró vida. Los habitantes del pueblo contaron cómo las tumbas se agrietaban, y manos esqueléticas emergían desde el interior de los féretros, seguidas por cuerpos putrefactos y envueltos en un aura de almas enfurecidas.

Mark fue el primero en caer, arrastrado hacia los infiernos por las sombras mismas que había despertado. Desde entonces, cada Nochevieja, al sonar las doce campanadas, los muertos emergen del cementerio de Espíritu, vagando por las calles en busca de los vivos. Arrastran cadenas, gimen y ríen con sonidos que hielan la sangre.

La historia cuenta que cualquiera que se atreva a enfrentarse a ellos está condenado. Durante el año siguiente, esa persona muere y su alma se une al resto de los espectros que recorren el pueblo en esa noche maldita.

Año tras año, la tradición se mantiene. Los padres enseñan a sus hijos qué hacer: cerrar todo antes de que anochezca, no asomarse a las ventanas y, sobre todo, jamás abrir la puerta, sin importar lo que escuchen afuera.

Algunas historias hablan de familias que ignoraron las advertencias. Varias murieron de forma misteriosa al año siguiente; otras simplemente desaparecieron, como si la tierra las hubiera tragado. Una de las más conocidas cuenta cómo una mujer, vecina del pueblo, cometió el error de asomarse por una ventana mal cerrada. Aquella noche, los vecinos escucharon cómo sus gritos se mezclaban con los de los muertos. A la mañana siguiente, su casa estaba vacía, completamente en orden, salvo por un pequeño montón de cenizas en el suelo, como si alguien hubiera sido calcinado.

Todo había sido así por generaciones. Pero este año, cerca de Navidad, llegó un viajero al pueblo. Era joven y no creía en supersticiones. Los vecinos intentaron advertirle sobre lo que ocurría la última noche del año, pero él solo se reía, como si le contaran un cuento infantil.

—No existen los fantasmas. Y si existieran, ¿por qué huir de ellos? —decía con una sonrisa confiada.

Los que hablaban con él lo miraban con una mezcla de lástima y terror. Algunos intentaron persuadirlo para que abandonara Espíritu antes del 31 de diciembre, pero él decidió quedarse.

Cuando llegó la noche fatídica, el viajero se encerró en la habitación que había alquilado en la posada. No colocó tablones ni aseguró puertas o ventanas; simplemente encendió una lámpara, se sirvió una botella de licor y preparó su pipa para fumar.

A las once y media, el pueblo estaba sumido en un silencio sepulcral. Desde su ventana, el viajero observaba las calles vacías y oscuras. Aunque estaba algo inquieto, mantenía su seguridad y firmeza.

¿Sobrevivirá? El próximo capítulo lo revelará.

PANICO EN EL ASCENSOR

 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiemp...