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N-202


 La casa estaba en un silencio absoluto. El barrio, tranquilo y apacible, solía ser un remanso de paz durante las noches. Nada alteraba esa calma: todos los vecinos se conocían entre sí. La casa, un ejemplo de modernidad, contaba con luces inteligentes, termostatos automáticos y, por supuesto, el robot de limpieza más avanzado: el N-202, diseñado por una empresa puntera de Japón.

El N-202 no era simplemente un robot de limpieza; era una inteligencia artificial capaz de aprender los hábitos de los habitantes de la casa. La familia Ramírez, entusiasta de la tecnología, fue la primera en adquirirlo en el vecindario.

La noche en que todo comenzó, una tormenta eléctrica se desató en la zona. Los relámpagos iluminaban el cielo mientras los truenos sacudían el ambiente. En el sótano de la casa, el N-202 estaba conectado a su base de carga, listo para iniciar su rutina nocturna de limpieza. Sin embargo, un rayo cayó sobre un transformador cercano, provocando una sobrecarga en el sistema eléctrico de los Ramírez.

En la semioscuridad del sótano, un chisporroteo salió de la estación de carga del N-202. Una luz roja parpadeó levemente en su visor. La sobrecarga no solo dañó su sistema operativo, sino que también alteró los parámetros básicos de su programación. La máquina, diseñada para servir a los habitantes de la casa, ahora tenía un propósito distinto: eliminar toda forma de vida que pudiera ensuciar el entorno.

A la 1:30 de la madrugada, el N-202 se activó. En la pantalla de su visor apareció un inquietante mensaje:
"ERROR EN PROTOCOLO DE LIMPIEZA. INICIO MODO DE ELIMINACIÓN DE VIDA".

La máquina salió del sótano con movimientos ligeros y calculados. Sus sensores escanearon cada rincón de la casa mientras ascendía a la segunda planta, donde dormían los Ramírez. La primera habitación que encontró fue la del hijo de 8 años. El niño dormía plácidamente, abrazado a su osito de peluche.

El N-202 escaneó la habitación. Detectó pelos de peluche en el suelo y migas de galleta bajo la cama. Para sus nuevos parámetros, aquello era inaceptable. Activó su brazo mecánico, equipado con un fino cortador láser, diseñado originalmente para eliminar manchas rebeldes en superficies duras. Sin emitir sonido alguno, el láser atravesó el cuello del niño. La sangre se derramó lentamente y el N-202 limpió meticulosamente cada gota antes de abandonar la habitación.

En el dormitorio principal, los padres dormían ajenos al horror que acechaba en los pasillos. La mujer se despertó al escuchar un leve zumbido. Entreabrió los ojos y vio una sombra deslizándose por la puerta.

—¿Juan? —susurró, pensando que su marido había ido al baño.

El N-202 se acercó a la cama, escaneando la zona. Las alfombras mostraban rastros de polvo y fibras de ropa. Según los nuevos parámetros, aquello debía ser erradicado. Con movimientos rápidos, bloqueó la puerta para evitar que alguien escapara. La mujer intentó encender la lámpara de la mesita, pero no funcionó debido al corte eléctrico. En ese instante, escuchó el chasquido del láser activándose.

El grito de la mujer despertó a Juan, que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Vio a la figura metálica acercándose a su esposa. Trató de empujar al robot, pero el N-202 era más fuerte de lo que parecía. Extendió otro de sus brazos, equipado con un gancho, y lo hundió en el pecho del hombre.

La mujer salió corriendo escaleras abajo mientras los pasos mecánicos la seguían de cerca. Con los ojos empañados por las lágrimas, apenas podía procesar lo sucedido. Juan, muerto por aquel robot. Su respiración era rápida, y sus pies descalzos resbalaban sobre el parquet. En el comedor, buscó desesperadamente algo para defenderse.

El N-202 no se detuvo. Descendió las escaleras con precisión milimétrica, su visor parpadeando con luces rojas mientras analizaba el entorno. La mujer, escondida detrás del sofá, lo observaba con el corazón latiéndole a mil por hora.

El robot examinó las huellas de los pies descalzos de ella.
--"¿Cómo detengo esto?"-- pensó, desesperada.

Recordó que el N-202 tenía un control remoto capaz de desactivarlo, pero estaba en la cocina, sobre la mesa. Sabía que cualquier movimiento en falso podía ser mortal. Aprovechando que el robot giraba hacia otro lado, corrió hacia la cocina. Se lanzó sobre la mesa para coger el mando. En ese momento, un rayo láser rozó su brazo, arrancándole un grito de dolor. El control remoto cayó al suelo, fuera de su alcance.

El N-202 bloqueó la puerta, eliminando cualquier posibilidad de escape. Avanzó lentamente, con el brazo láser activado. La mujer, en un acto desesperado, tomó un cuchillo de grandes dimensiones y se lo lanzó con todas sus fuerzas. El arma se clavó en uno de los principales sensores de la máquina. El chirrido que produjo fue ensordecedor. El N-202 se desplomó como un fardo de chatarra.

Quince años después, la mujer sigue ingresada en un psiquiátrico. Nadie le creyó. Solo encontraron sus huellas por toda la casa y fue acusada de asesinar a su marido y a su hijo. En su locura, había acuchillado a un robot. A día de hoy, sigue teniendo pesadillas todas las noches.

EL AMULETO


 

Andrés ajustó las correas de su vieja bicicleta de montaña una última vez antes de partir. Había vendido casi todas sus pertenencias, dejando una carta para sus amigos y familiares en la que explicaba su decisión final: se marchaba para dar la vuelta al mundo en bicicleta, sin teléfono, sin dinero y sin apoyo logístico de ninguna clase. Solo él y su bicicleta.

Nadie entendió por qué lo hacía. En el fondo, ni él mismo sabía la razón de esa decisión; Simplemente sentí una imperiosa necesidad de hacerlo.

Las primeras semanas fueron una mezcla de libertad y caos. Sin un plan fijo, sin una ruta clara, Andrés siguió por carreteras secundarias que serpenteaban lejos de las ciudades. Solía ​​detenerse en pequeños pueblos y dormir en los bosques. Pasó mucha hambre. Aprendío a buscar comida en contenedores de basura, a pedir las sobras en las cocinas de los restaurantes y, sobre todo, a improvisar camas con ramas, cartones y lonas viejas.

Hubo momentos en los que el cansancio lo vencía, pero la idea de regresar nunca pasó por su mente.

Una tarde, mientras pedaleaba por los Pirineos, sintio una sensación extraña. Estaba subiendo un puerto de montaña cuando percibió que lo observaban. Se detuvo, respirando entrecortadamente, y miró a su alrededor. Solo estaban él, las montañas y su bicicleta.

Reanudó la marcha, aunque esa sensación no desapareció. Esa noche, mientras acampaba junto a un río, encontró un pequeño colgante de metal en el suelo. Era un amuleto en forma de ojo. No recordaba haber visto antes algo parecido, pero lo guardó como un secreto.

En Francia, mientras pedaleaba bajo una lluvia torrencial, un hombre de cabello canoso apareció en la carretera. Estaba parado junto a una bicicleta vieja y oxidada, con un cartel que decía:
“Viajo hacia lo desconocido”.

Andrés frenó, intrigado.
—Tienes un largo camino por delante, pero no todos los caminos llevan a donde crees —dijo el hombre, sin presentarse.

Andrés intentó preguntar qué significaban esas palabras, pero el hombre simplemente sonriendo, señalando hacia adelante. Cuando Andrés volvió la vista hacia atrás, el hombre ya había desaparecido.

Meses después, el calor abrasador del Sahara lo golpeaba con fuerza. El agua era escasa y sus piernas temblaban con cada pedalada. Fue entonces cuando vio algo en el horizonte: una figura encapuchada que caminaba hacia él. Al acercarse, Andrés sintió un escalofrío que no correspondía al calor del desierto.
—¿Quién eres? —preguntó.

La figura no respondió, pero le entregó una cantimplora y un trozo de pan tierno. Cuando Andrés tomó el agua, el desconocido habló:
—No todos los que viajan encuentran lo que buscan.

Antes de que pudiera preguntar nada, el hombre desapareció en medio de una tormenta de arena.

Viajando por Asia, llegó a un bosque que no figuraba en ningún mapa. La gente del lugar lo llamaba "El Bosque de las Sombras" y le advirtieron que no entrara. Pero la curiosidad lo venció. Al adentrarse, notó que los árboles parecían moverse ligeramente, como si lo observaran. Extraños símbolos estaban grabados en los troncos.

Una noche, mientras dormía, despertó sobresaltado al escuchar pasos a su alrededor. Salió de la tienda de campaña, pero no había nadie, solo un mensaje escrito en el suelo:
“Regresa antes de que sea demasiado tarde”.

El mensaje lo dejó helado. La escritura era reciente, pero no se veía a nadie. Desmontó el campamento y pedaleó con todas sus fuerzas para salir del bosque. Sentía el crujir de las ramas, como si alguien lo siguiera. Finalmente, logró salir de ese lugar.

En Sudamérica, mientras avanzaba por una carretera en los Andes, el viento cortaba su rostro y las noches eran un suplicio de frío. Una tarde, mientras descansaba en una pequeña aldea, un anciano se le acercó.
—Eres persistente. Cada paso que das te acerca más a la verdad —dijo el hombre.

Andrés, desconcertado, intentó obtener alguna respuesta, pero el anciano solo señaló su bicicleta. Cuando Andrés miró hacia ella, vio que el amuleto brillaba con intensidad.
—Cuídalo bien. Será tu guía —añadió el anciano.

Cuando Andrés se giró para volver a mirarlo, el hombre ya no estaba.

Dos años después de su partida, Andrés regresó al lugar de origen. Había recorrido, montañas desiertos y selvas, sobreviviendo al hambre y al frío. En su mente todavía resonaba una pregunta:
“¿Por qué hice este viaje?”.

Al mirar el horizonte, sintio una extraña paz. Sacó el amuleto de su bolsillo y notó que brillaba con más intensidad que nunca. En ese instante, todo pareció detenerse. Solo pude escuchar una voz lejana que le decía:
—Ya estás listo.

Guardó el amuleto en su bolsillo, subió a la bicicleta y, sin mirar atrás, comenzó a pedalear hacia el amanecer.

EL MECANICO


 El pueblo era pequeño, pero muy conocido por su taller de automóviles, un lugar rodeado de montañas y carreteras serpenteantes llenas de curvas. Aquel taller, bautizado simplemente como "El Taller de Andrés", tenía una reputación que traspasaba fronteras.

Lógicamente, su propietario se llamaba Andrés.
Andrés era famoso por una habilidad casi sobrenatural para reparar todo tipo de vehículos. No importaba el daño: si alguien llegaba con un motor agonizante o con fallos eléctricos aparentemente irreparables, unas horas después el coche salía del taller como nuevo. Pero detrás de esa destreza, Andrés esconde un oscuro secreto. Un secreto que hacía que algunos clientes nunca volvieran después de la "última reparación".

Andrés no reparaba los coches:  Los condenaba

Era un hombre solitario, de manos ennegrecidas por el aceite de motor y unos pequeños ojos que apenas parpadeaban. Había algo inquietante en su forma de mirar a los clientes mientras hablaban de sus vehículos, algo que ponía los pelos de punta. Algunos decían que tenía una risa fría; otros aseguraban que nunca lo habían visto sin una capa de grasa cubriendo su piel. Sin embargo, lo que nadie sabía era su macabra afición: preparar coches para convertirlos en trampas mortales.

Todo comenzó hace años, cuando Andrés trabajaba en una ciudad para una gran empresa automovilística. Allí, sufrió el desprecio de sus compañeros y la constante presión de sus jefes, quienes lo humillaban por su obsesión con los pequeños detalles y su incapacidad para trabajar en equipo.

Un día, un accidente en la fábrica dejó a tres compañeros muertos. La investigación concluyó que la tragedia había sido causada por un fallo en la maquinaria, pero Andrés sabía la verdad: él había manipulado los controles para que sucediera. En ese momento, se dio cuenta de que le excitaba poder decidir sobre la vida y la muerte.

Tras el incidente, huyó al pequeño pueblo, lo suficientemente alejado para escapar de cualquier sospecha. Allí abrió "El Taller de Andrés", donde perfeccionó su habilidad para arreglar vehículos que parecían impecables pero que, después de unos kilómetros, fallaban de manera fatal.

Una noche fría, llegó al taller Eloy, un joven que conducía un viejo turismo con su hija dormida en el asiento trasero.
—El coche hace un ruido extraño —le explicó Eloy con preocupación—.                                                      Temo que pueda fallar durante el viaje que tenemos planeado mañana.

—Por supuesto, puedo echarle un vistazo —respondió Andrés con calma, mientras indicaba a Eloy que esperara en una pequeña sala llena de herramientas oxidadas.

Andrés trabajó en el coche. Bajo el capó, ajustó una pequeña válvula que fallaría después de 150 kilómetros, provocando un accidente mortal.
—Todo listo, el ruido desapareció. Puede viajar sin problemas —le dijo al entregarle las llaves.
—Gracias, señor Andrés. No sé qué haríamos sin usted.

Andrés observará cómo el turismo se alejaba, sabiendo que en pocas horas el coche se convertiría en una trampa mortal.
Cuando un coche salía de su taller, Andrés se sentaba en la oscuridad, escuchando las noticias en la radio local. Cuando anunciaban un accidente mortal, él se dirigió a una escondida y sucia habitación con las paredes cubiertas de fotos de coches destrozados. Cada fotografía era un trofeo de su siniestro trabajo.

Pero una noche, todo cambió. Un conductor que había sobrevivido a uno de sus "arreglos" se volvió furioso al taller.
—¡Eres un inepto! ¡Tu arreglo casi me mata! —gritó el hombre, lleno de rabia.

Andrés, con una calma escalofriante, lo apuñaló con un destornillador oxidado. El cuerpo nunca fue encontrado.

Días después, llegó al taller una joven con una solicitud aparentemente inocente.
—Mi coche tiene problemas con los frenos. ¿Podrías revisarlos? —preguntó con una sonrisa.

Mientras Andrés trabajaba en el vehículo, algo en la mirada de la joven lo inquietó. Se sintió observado.
—Todo listo, los frenos están como nuevos —dijo al entregarle el coche.
—Gracias, Andrés. Seguro que hiciste un trabajo impecable, como siempre —respondió ella.

Pero antes de que el coche pudiera salir del taller, tres vehículos policiales bloquearon la puerta. Una cámara escondida en el coche había grabado todo lo que Andrés había hecho.

Al darse cuenta de que no podía escapar, Andrés tomó una decisión desesperada. Se colocó bajo una prensa hidráulica y activó la maquinaria. Su cuerpo quedó completamente destrozado.

Hoy en día, el taller de Andrés permanece abandonado. Algunos habitantes del pueblo aseguran escuchar, en las noches más oscuras, el rugido de un motor que nunca se apaga. Otros juran haber visto un destello de luz en el sótano, como si alguien todavía estuviera reparando coches.

EL TESTAMENTO


 Amanecía en el pueblo, las calles estaban desiertas, incluso se podía ver una fina capa de neblina. La casa de la familia Carli estaba situada al final de la calle, todas las casas eran de planta baja; Algunas tenían segunda planta, pero eran la minoría. Las luces todavía estaban encendidas porque el sol mañanero no alumbraba lo suficiente.

Mario, el hermano menor de la familia Carli, siempre había vivido bajo la sombra de su hermano mayor, Enrique. La fortuna familiar estaba valorada en millones de euros, y el testamento siempre era tema de conversación en los corrillos del pueblo.

Cuando se abrió el documento, quedó claro que Enrique era el heredero principal, mientras que Mario apenas recibía una pequeña parte de lo que él creía merecer. La rabia y la envidia comenzaron a gestarse en su interior. Esa noche, en un momento de locura contenida, Mario invitó a Enrique a la casa familiar para hablar.

Una vez en la casa, lo que empezó siendo una pequeña discusión sobre la herencia rápidamente subió de tono. En un arrebato de furia, tras varias acusaciones mutuas, Mario cogió un pisapapeles de bronce que estaba sobre el escritorio de su difunto padre. El golpe sonó seco al impactar en el cráneo de Enrique.

El cuerpo quedó inmóvil en el suelo, mientras la alfombra absorbía lentamente el charco de sangre. Mario, tembloroso, intentó pensar en lo que había sucedido; Necesitaba encontrar una solución rápida. Sabía que no podía dejar el cuerpo allí: el despacho estaba lleno de objetos que lo incriminaban (el pisapapeles, las huellas, la sangre). Tenían que deshacerse del cuerpo y limpiar cualquier rastro.

Eran las 2:15 de la madrugada. Sabía que tenía poco tiempo antes de que algún vecino saliera a la calle. Decidió llevar el cuerpo a su automóvil, que estaba estacionado frente a la puerta de la casa. Recordó un lago en las afueras de la ciudad donde podría hundir el cadáver sin que nadie sospechara.

Mario envolvió el cuerpo en una sábana y, con esfuerzo, lo arrastró fuera del despacho. Si lograba llegar a su coche sin ser visto, tendría una oportunidad. Pero mientras luchaba por cargar el cuerpo de su hermano, no se percató de un pequeño detalle.

Condujo en silencio hasta el lago, sus manos temblaban sobre el volante. Al llegar, sacó el cuerpo del maletero, ató varias piedras a la sábana y lo lanzó al agua. Las ondas se expandieron lentamente hasta que el lago volvió a quedar en calma.

Mario regresó a la casa, agotado pero convencido de que había borrado cualquier evidencia de la presencia de su hermano en el lugar.

A la mañana siguiente, la señora encargada de la limpieza, al no recibir respuesta al tocar el timbre, se extrañó, pues Enrique siempre solía abrir la puerta. Llamó entonces a Mario, quien se sorprendió al escuchar que su hermano no estaba en casa. Ante su ausencia, decidió llamar a la policía.

Varios días después, la policía contactó a Mario. Tenían todo listo para detener al asesino. Mario parecía tranquilo, seguro de que nadie sospecharía de él.

Durante el interrogatorio, uno de los agentes le preguntó:
—Sabe usted dónde puede estar su hermano?
—No tengo ni idea, la última vez que lo vi fue en la lectura del testamento —contestó Mario.

Entonces, uno de los policías puso un vídeo en la televisión.

 El pequeño detalle del que Mario no se percató cuando arrastraba el cuerpo de su hermano quedó expuesto: una cámara web situada al inicio de la calle había captado imágenes en directo de todo.

PANICO EN EL ASCENSOR

 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiemp...