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SENTIMIENTOS


 Queridos mamá y papá,

Necesito contarles cómo me siento, necesito expresar mis sentimientos.
No sé muy bien cómo empezar esta carta, porque todavía no termino de entender lo que está pasando.

Anoche, cuando los escuché hablar en el comedor de casa, yo aún no me había dormido. Cuando sus voces se convirtieron en susurros y luego en gritos ahogados, en ese justo instante me di cuenta de que algo no estaba bien. No fue necesario que pronunciaran la palabra "divorcio" para que entendiera de qué estaban hablando.

Me quedé en silencio, en la oscuridad de mi habitación, con los ojos abiertos y el pecho oprimido por un peso imposible de soportar.
Miles de pensamientos se atropellaban en mi cabeza:

—¿Cómo es posible que ustedes, las dos personas que más quiero en este mundo, decidan separarse?
—¿Acaso todo lo que vivimos juntos no fue suficiente para seguir unidos?

Tengo miedo. No sé qué va a pasar ahora, no sé si tendré que elegir entre ustedes, si mi vida se dividirá en dos mitades, si tendré que despedirme de uno de los dos cada semana, si las cenas en familia serán solo recuerdos cada vez más lejanos. No sé si tendré que fingir que estoy bien cuando, por dentro, me estoy rompiendo en mil pedazos.

Siempre pensé que éramos una familia normal. Sí, a veces discutían, como la mayoría de los padres de mis amigos; a veces se ignoraban o pasaban días sin hablarse. Pero siempre creí que, al final del día, el amor que se tenían era más fuerte que cualquier problema.

—Me equivoqué, ¿verdad?

O tal vez nunca quise ver las señales. Tal vez me aferré a la idea de que todo seguiría igual, porque solo pensar en cambios me llenaba de miedo.

Quisiera decirles tantas cosas... Quisiera gritarles que no lo hagan, que no destruyan lo que hemos construido juntos. Quisiera pedirles que se den una nueva oportunidad, que recuerden cuando se enamoraron, que piensen un poco en mí. Sé que suena egoísta, pero...

—¿Qué hay de mí en todo esto?

Ustedes pueden seguir con sus nuevas vidas, pueden rehacerlas con otras personas, pero yo...
Yo no puedo tener otro papá ni otra mamá. Para mí, solo existen ustedes dos.

Díganme:
—¿Qué se supone que debo hacer con esta tristeza que me ahoga?
—¿Cómo se supone que debo seguir adelante sabiendo que la casa donde crecí nunca volverá a ser la misma?
—¿Cómo se supone que debo elegir con quién vivir, si los necesito a los dos?

Quizás esto es lo mejor para ustedes, tal vez es lo que necesitan para ser felices otra vez, pero...

—¿Qué pasa conmigo?
—¿Acaso alguien ha pensado en cómo me siento yo?

No puedo evitar sentir que estoy perdiendo todo lo que conozco, que mi mundo se está desmoronando y que nadie parece darse cuenta.

No quiero que piensen que los odio. Los quiero demasiado y nunca podría hacerlo. Incluso ahora, cuando siento que se me rompe el corazón, no podría. Pero sí estoy enfadado. Estoy enfadado porque no tuve opción, porque esta decisión se tomó sin que yo pudiera decir nada.
Estoy enfadado porque siento que, a partir de ahora, nada será igual.

Sé que no pueden prometerme que todo estará bien ni que el dolor desaparecerá pronto, pero al menos díganme que seguirán siendo mis padres aunque no vivan bajo el mismo techo.
Díganme que seguirán amándome como siempre.
Díganme que no me dejarán solo, que no permitirán que me hunda en la tristeza.
Díganme que, a pesar de todo, todavía somos una familia.

Con mucho amor y un corazón roto,
Su hijo.

EL MONTADOR DE MUEBLES


 Luis trabajaba como montador de muebles desde hacía al menos quince años. Había estado en cientos de casas, desde diminutos apartamentos hasta lujosas mansiones. Nada lo sorprendía… hasta aquella tarde.

Tenía que montar un gran armario empotrado en una casa antigua, en las afueras de la ciudad. El dueño, un hombre mayor de expresión seca, solo le entregó las llaves y, en un murmullo, dijo que debía marcharse.

Luis entró en la casa: un lugar frío y silencioso donde se notaba el paso del tiempo. Nada le impresionaba. Comenzó a medir y perforar para avanzar en su trabajo.

Cuando intentó clavar una balda en la pared, el taladro resbaló, golpeando con fuerza el yeso. De inmediato, una grieta empezó a abrirse y una parte de la pared se desprendió, dejando a la vista un hueco oscuro.

Luis sintió un escalofrío. Con el corazón acelerado, apartó los trozos de pared rota. Dentro del hueco, vio varias bolsas de plástico viejas, cubiertas de polvo y telarañas.

Con manos temblorosas, las abrió. Sus ojos se abrieron de par en par: montones de billetes aparecieron ante él, una cantidad tan grande que ni siquiera podía calcular.

El silencio de la habitación se volvió más denso. Entonces, una voz surgió de la nada.

—No es tuyo—

Luis se giró de golpe, con la respiración entrecortada. Estaba solo. Pero el miedo le caló hasta los huesos.

Volvió a mirar el dinero.

¿Llamar a la policía?
Lo descartó de inmediato; podrían acusarlo de intento de robo.

Impulsado por una mezcla de miedo y avaricia, recogió las bolsas, las metió en su mochila, cerró el hueco lo mejor que pudo y salió de la casa con la extraña sensación de estar siendo observado.

Esa noche, en su pequeño apartamento, colocó las bolsas sobre la mesa de la cocina. Era mucho dinero.

Entonces, las luces comenzaron a parpadear. El televisor se apagó sin que él tocara nada. Y de nuevo, la voz.

—Si te lo quedas, será tu final—

Luis sintió un nudo en el estómago. Estaba solo.

—¿Quién está ahí?— preguntó con voz temblorosa.

Pero solo obtuvo silencio como respuesta.

Guardó el dinero en un armario y se fue a la cama. No pudo dormir. Y cuando por fin logró conciliar el sueño, la voz volvió, susurrándole sin cesar:

—No es tuyo—

A la mañana siguiente, al cruzar la calle, un coche apareció de la nada y casi lo atropella.

Por la tarde, mientras trabajaba con una sierra eléctrica, la hoja se deslizó peligrosamente cerca de su mano.

Cada accidente lo dejaba más temeroso. Y cada noche, la voz se volvía más insistente.

—Devuélvelo o pagarás el precio—

En la quinta noche, despertó sintiendo una presión en el pecho, como si alguien estuviera sentado sobre él. No podía moverse. Solo podía mirar fijamente el techo.

La voz volvió a escucharse, más clara que nunca:

—Estás avisado—

Luis supo que debía deshacerse de ese dinero.

Pero ¿cómo? ¿A quién pertenecía?

A la mañana siguiente, decidió regresar a la casa donde lo había encontrado. Tocó la puerta, pero nadie respondió. Preguntó a algunos vecinos, y la respuesta lo dejó helado.

—Esa casa perteneció a un hombre mayor. Falleció hace años. Su única hija se marchó del pueblo y nadie sabe dónde está—

Esa noche, la voz sonó con más fuerza:

—Encuéntrala. Solo ella puede liberarte—

Durante días, preguntó a todo el mundo. Nadie sabía nada de ella. Finalmente, alguien le dio una pista.

—Creo que vive en un viejo edificio en el pueblo vecino, a unos cinco kilómetros de aquí—

Luis llegó hasta allí y llamó a la puerta. Desde el otro lado, escuchó pasos lentos.

—¿Quién es?— preguntó una voz femenina.

—Me llamo Luis. Soy montador de muebles. Tengo algo que creo que le pertenece—

Después de un largo silencio, la puerta se abrió.

—¿Qué tienes mío?— preguntó la mujer, mirándolo con desconfianza.

Luis sacó de su mochila una de las bolsas con billetes.

—¿Dónde lo encontró?—

—En la casa de su padre… oculto tras una pared—

El rostro de la mujer se tensó.

—¿Quién le dio la llave de la casa?—

Luis le describió al hombre que se la había entregado.

La mujer palideció.

—No puede ser… mi padre murió hace años—

Con voz temblorosa, le explicó:

—Desde que mi padre falleció, cada vez que intentaba olvidar el dinero que él decía haber guardado para mí, aparecía una voz que me lo recordaba…—

Luis sintió un escalofrío recorrer su espalda.

El espíritu del dueño de la casa lo había estado atormentando hasta que el dinero fue entregado a su verdadera dueña.

Esa noche, por primera vez desde que encontró el dinero, Luis durmió profundamente.

HOMENAJE A UN HOMBRE LUCHADOR.


 Nació en Valencia, en un frío mes de enero, hace casi cincuenta años. Fue el tercero de cuatro hermanos: tres chicos y una chica. Su hermana, la más pequeña, siempre fue la niña mimada de la casa, aunque en aquella familia no había demasiado espacio para caprichos. Desde pequeño, aprendió que la vida no siempre es fácil, pero también entendió que la fuerza de una madre y la unión entre hermanos podían sostener cualquier tempestad.

Cuando tenía diez años, su padre los abandonó. Un día simplemente se fue y nunca volvió. Su madre quedó sola con cuatro hijos que alimentar, vestir y educar. No fue fácil, pero ella era una mujer fuerte, una de esas personas que, sin importar lo que pase, encuentran la manera de salir adelante. Se las ingenio para que a sus hijos no les faltara lo esencial, aunque en más de una ocasión tuvieron que depender de la ayuda social.

Él recuerda perfectamente aquellos vales de comida que le daban para poder comer en un centro social. No le gustaba tener que ir, pero con el tiempo entendió que, sin esa ayuda, su familia lo habría pasado mucho peor. Esos momentos dejaron una huella en su corazón y una enseñanza clara: la vida no regala nada, y si uno quiere salir adelante, tiene que esforzarse.

A pesar de las dificultades económicas, su infancia no fue triste. Como cualquier niño, encontraba felicidad en los pequeños detalles. Le encantaban los juegos, y aunque no tenía los juguetes más caros, su madre siempre lograba conseguirle algo que lo hiciera sonreír. Nunca olvidará su primer coche teledirigido. Fue un regalo especial, y lo usába hasta que ya no funcionaba. También tuvo su patinete y su bicicleta, ambos le proporcionaron innumerables horas de diversión en la calle con sus amigos.

Aquellos días estaban llenos de carreras, saltos y juegos improvisados ​​en las plazas del barrio. A veces, con una simple pelota o un palo, él y sus amigos inventaban historias y aventuras. No importaba si no tenían las mejores zapatillas o la ropa de marca; la diversión era auténtica y no costaba dinero.

Aunque era el más pequeño de los tres hermanos varones, con el tiempo decidió tomar un papel fundamental en su hogar. Se autonombró el sustentador de la familia en cuanto tuvo la edad y la oportunidad para hacerlo. Nunca se vio a sí mismo como una víctima de las circunstancias. En lugar de lamentarse, trabajó duro para aportar lo que podía en casa.

Su primer empleo no era gran cosa. Trabajaba muchas horas y ganaba poco, pero cada euro que traía a casa servía para ayudar a su madre y sus hermanos. Al principio, su sueldo apenas llegaba a los 600 euros, pero para él, cada billete tenía un valor inmenso.

Nunca tuve grandes problemas con la ley ni con nadie. No era un chico conflictivo, aunque sí tenía su lado rebelde, como cualquier joven de su edad. Salía con sus amigos, frecuentaba las discotecas, pero nunca causaba problemas. Sabía divertirme sin meterse en líos.

Lo único ilegal que hizo en su juventud fue algo que muchos chicos de su generación también probaron: fumarse algún canuto de marihuana. No era algo que hiciera con frecuencia, pero lo probó. También recuerda aquella vez en la que, junto con unos amigos, Hurtaron bebidas de una asociación. No era algo de lo que estuviera orgulloso, pero fue una travesura que quedó en el pasado, un pequeño desliz en una vida que, en general, siempre estuvo marcada por la rectitud y el respeto.

Desde pequeño, siempre le habían gustado los vehículos. Primero fue el coche teledirigido, luego la bicicleta, y con el tiempo, el sueño de tener una moto. No fue fácil ahorrar el dinero, pero cuando finalmente logró comprársela, sintió una satisfacción indescriptible. La moto no era la más cara ni la más potente, pero era suya, fruto de su esfuerzo y sacrificio.

Con su moto recorrió cada rincón de su ciudad. Le gustaba la sensación de libertad que le daba, la velocidad, el viento en la cara. Era su escape, su manera de desconectar del mundo y sentirse dueño de su destino.

Con el tiempo, encontré pareja y creyó haber construido una familia sólida. Parecían felices, al menos desde fuera. Él trabajó duro para darles lo mejor a su mujer ya sus hijas, y aunque nunca fue un hombre de grandes lujos, todo lo que tenía lo invertía en su hogar.

Pero un día, al llegar a casa, encontró a su esposa llorando desconsoladamente. Su corazón se aceleró al instante. Pensó en lo peor.

¿Qué te sucede? ¿Qué ha pasado? ¿Las niñas están bien? —preguntó con la angustia reflejada en su voz.

Ella tardó unos segundos en responder, pero cuando lo hizo, sus palabras fueron un golpe directo al alma.

—Ya no te quiero… Somos muy diferentes.

En ese momento, todo su mundo se desmoronó. Estaba tan aturdido que ni siquiera supo reaccionar. No hubo discusiones, no hubo intentos de arreglarlo, solo la certeza de que todo había terminado. Como si el amor jamás hubiera existido.

El golpe no solo fue emocional. A pesar de haber sido él quien trabajó y sostuvo la casa durante todos esos años, su esposa quedó con la mayor parte del patrimonio. Ella nunca había trabajado, pero legalmente tenía derecho a lo que habían construido juntos.

Pasado un tiempo, ya recuperado emocionalmente, decidió darse cuenta de una nueva oportunidad en el amor. Se puntó a redes sociales y comenzó a conocer gente. Quería encontrar a alguien con quien compartir su vida, alguien que lo valorara de verdad.

Conoció a una mujer con la que creyó haber encontrado estabilidad. Pero pronto se dio cuenta de que la historia se repetía. Las diferencias entre ellos eran irreconciliables y la relación terminó de la misma manera que la anterior. Como dice el refrán, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.

Parecía que el destino se empeñaba en ponerle obstáculos. Pero él, testarudo y resiliente, seguía adelante.

Después de ese fracaso, apareció otra mujer en su vida. Al principio todo parecía normal, pero con el tiempo la relación se volvió tormentosa. Ella era inestable, absorbente, celosa. No aceptaba la idea de que él quisiera dejarla. Lo manipulaba emocionalmente, lo presionaba, lo hacía sentir culpable por cosas que no tenían sentido. Durante ocho meses vivió en un caos emocional del que le costó salir.

Cuando por fin logró liberarse de aquella relación, tomó una decisión: era mejor estar solo que mal acompañado.

A pesar de su resistencia, no pudo evitar los golpes económicos que le siguieron. Una de las pérdidas más difíciles fue la de su segunda casa, una propiedad que había comprado con mucho esfuerzo y sacrificio. No fue una decisión fácil, pero en ese momento no tenía otra opción.

Sin embargo, lo que más le dolio no fue perder dinero o bienes materiales. Lo que realmente le rompió el alma fue la traición de aquellos a quienes consideraban sus amigos.

Cuando más necesitó apoyo, cuando la depresión lo tenía completamente hundido, casi todos le dieron la espalda. Solo un par de amigos le pagaron unas sesiones de psicólogo al principio, pero los demás lo dejaron abandonado, como si su dolor no les importara.

Lo que más le impactó fue perder la amistad de su mejor amigo, alguien en quien siempre había confiado. Solo por no poder ayudarle con un trabajo, debido a la depresión que lo tenía completamente paralizado, aquel amigo decidió apartarse de su vida. Como si la amistad solo tuviera valor mientras él fuera útil.

A pesar de todo, nunca perdí de vista lo realmente importante. Su madre y sus hijas eran su prioridad absoluta.

La vida aún le tenía preparada otra prueba más. Fue víctima de una estafa que le costó más de 40.000 euros. Para cualquiera, esa cantidad habría sido devastadora. Pero él, con su mentalidad de luchador, no dejó que lo hundiera.

Hoy sigue buscando la felicidad y la tranquilidad. Algunas personas parecen empeñadas en hacerle la vida difícil, pero él no se rinde. Porque al final del día, la felicidad no depende de lo que uno tiene, sino de lo que uno es. Y él es, ante todo, un hombre que no se rinde.

EL PERRO DE OJOS AMARILLOS


 Nadie en el pueblo de San Gregorio recordaba exactamente cuándo había llegado el perro. Apareció una mañana nublada, inmóvil, sentada en la plaza del pueblo, como si esperara a alguien. Su pelo era de un negro intenso y, lo más extraño, sus ojos eran de un inquietante color amarillo.

Al principio, la gente lo ignoró. No se le conoció dueño ni llevaba collar, aunque tampoco parecía hambriento ni asustado. Simplemente se sentaba a mirar.

El primero en notar algo extraño fue el carnicero. Mientras cortaba la carne, sintió una presión en el pecho, como si alguien lo estuviera observando desde la distancia. Levantó la mirada y, a través de la cristalera, vio al perro. Lo miraba fijamente. Su pulso se aceleró y un escalofrío recorrió su espalda. En un descuido, se hizo un corte en el dedo. Instintivamente, volvió a alzar la vista, pero el perro ya no estaba.

Esa noche, el carnicero tuvo pesadillas. Soñó que estaba en su tienda, en absoluta oscuridad, y unos ojos amarillos lo atravesaban con su mirada. Despertó empapado en sudor, con el corazón desbocado y un fuerte dolor de cabeza. A pesar de estar en su casa, en la oscuridad, seguía sintiendo la presencia del perro. Encendió todas las luces, bebió un vaso de agua y se miró en el espejo. Algo en su reflejo le pareció distinto.

A la mañana siguiente, no abrió la carnicería. Varios vecinos llamaron a su puerta sin obtener respuesta. Por la tarde, algunos decidieron forzar la entrada y lo encontraron en el suelo de su habitación, con los ojos abiertos y fijos en el techo. Afuera, el perro estaba sentado frente a la carnicería.

La noticia de la muerte del carnicero se propagó como pólvora. Algunos comentaban que el día anterior lo habían visto inquieto, pero nadie mencionaba al perro.

Entonces, la exesposa del carnicero lo vio en la puerta. Un escalofrío la recorrió y, por un instante, su cuerpo se paralizó. El perro la observaba con sus ojos amarillos. Su respiración se agitó y su visión se volvió borrosa. Cuando pudo ver con claridad de nuevo, el perro ya no estaba.

Esa noche, tuvo pesadillas. Escuchó una voz de ultratumba susurrando palabras incomprensibles. No supo si fueron minutos o quizás horas, pero despertó gritando. La encontraron en la plaza, temblando, con los ojos en blanco. No recordaba cómo había llegado allí.

Esa noche, la mujer falleció.

Pronto, más personas comenzaron a hablar del perro. Algunos lo veían en sus pesadillas; otros, dentro de sus casas, sintieron su mirada atravesándolos.

Las muertes continuaron en el pueblo. Primero, el viejo Mateo. Luego, otros vecinos. Todos tenían algo en común: el perro siempre estaba en la puerta cuando fallecian.

El cura del pueblo intentó calmar los ánimos de la comunidad. Convocó una reunión en la iglesia y pidió tranquilidad.

—Es el demonio, ¡tenemos que expulsarlo! —gritó un vecino.

Aquella noche, armados con antorchas y cruces, un grupo de hombres salió a cazar al perro. Lo encontraron en la plaza, sentado como siempre, observándolos.

El cura avanzó con determinación y roció agua bendita sobre el animal.

—¡Regresa al infierno del que viniste! —exclamó.

El perro no se mueve. Pero el suelo del pueblo sí.

Una sombra se alzó detrás de él perro. No tenía forma, pero era visible a simple vista.

El cura gritó y se llevó las manos al rostro. Con sus uñas, rasgó su propia piel. De su boca salió un alarido de terror. Tambaleándose, cayó de rodillas y un líquido negro emergió de su interior, como si algo estuviera escapando de él.

Uno a uno, los hombres cayeron al suelo, retorciéndose de dolor. De sus bocas también brotaba aquel líquido oscuro.

Desde algún rincón de la plaza, el perro observaba la escena.

Cuando el sol salió, la plaza estaba llena de cuerpos con rostros de terror.

El pueblo quedó en silencio.

Solo se escuchaban unas garras rascando las piedras del suelo… y unos ojos amarillos brillando en el amanecer.

PANICO EN EL ASCENSOR

 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiemp...