Me llamo José Herrera, marinero del barco Lucero, un carguero viejo que zarpó de Cartagena, en Colombia, rumbo a Lisboa con una carga de repuestos de automóviles y algo de maquinaria ligera.
No debería haber sido un viaje peligroso, pero en el mar nunca se sabe. El cuarto día de navegación, una tormenta inesperada nos envolvió con una furia tan violenta que apenas tuvimos tiempo de amarrar la carga. El viento rugía como un animal hambriento. Recuerdo vagamente correr por la cubierta, empapado y casi ciego por la lluvia, cuando el barco se inclinó sobre su costado derecho. A pesar de los años, todavía me cuesta distinguir babor y estribor. El último sonido que escuché fue el chirrido de los cables de acero que sostenían la carga.
Desperté flotando en un trozo de madera, rodeado de silencio. Un silencio que solo rompían las olas del mar. El agua, ya serena, brillaba con una calma insultante. A mi alrededor flotaban solo restos del barco.
Grité los nombres de mis compañeros hasta quedarme sin voz, pero solo las gaviotas me respondían. El sol ardía sin compasión. A lo lejos, una mancha oscura se recortaba en el horizonte: una isla.
Remé con los brazos hasta que la corriente me empujó hacia un saliente de arena blanca. Me costó arrastrarme fuera del agua; besé la arena, no por devoción sino por pura desesperación. Estaba vivo, aunque no sabía por cuánto tiempo.
La isla tenía el tamaño de un pueblo pequeño. Desde la playa podía ver una línea de palmeras rodeadas por un manto de vegetación espesa y una pequeña colina rocosa que dominaba el centro. No había señales de vida humana.
El primer día lo dediqué a explorar la costa. Encontré conchas, cangrejos, caracolas y, sorprendentemente, un arroyo de agua dulce que desembocaba en el mar. Ese arroyo fue mi primera bendición; bebí hasta que me dolió el estómago.
En otra parte de la isla encontré una caja de provisiones del Lucero. La abrí ansiosamente: tres latas de sardinas, galletas completamente empapadas y un cuchillo oxidado.
Decidí racionar la comida hasta que pudiera pescar o cazar algo. Esa noche me tumbé en la arena, temblando en parte por miedo. El sonido de las olas era constante; lo más curioso es que parecía acompasarse con mi respiración. No pude dormir: el miedo tenía el poder de mantenerme despierto aun cuando el cuerpo se rendía al cansancio.
El segundo día me interné en la selva. La humedad era asfixiante. Insectos diminutos me picaban sin descanso. Con ramas y hojas grandes empecé a levantar una pequeña choza cerca del arroyo. Era una estructura débil, pero me daba la ilusión de tener un techo.
La primera noche en mi choza llovió. El agua se filtraba por todos lados, pero al menos no dormí sobre la arena húmeda.
Al amanecer encontré huellas pequeñas cerca del arroyo. Al principio pensé que eran de un animal, pero había algo inquietante en su forma: eran casi humanas, aunque más pequeñas y desiguales. Las seguí por curiosidad, pero desaparecieron entre las raíces de los árboles. Decidí no volver a ese punto, no por miedo, sino por prudencia.
El hambre es un enemigo silencioso que se instala en la cabeza antes que en el estómago. A los cuatro días la comida se me estaba acabando pese a racionarla. Aprendí a abrir cocos a golpes y a cazar cangrejos con una trampa hecha de ramas. También descubrí que podía atrapar pequeños peces en las charcas formadas en la desembocadura del arroyo. El cuchillo oxidado era mi mayor tesoro.
Intenté encender fuego. Fue una batalla perdida. Froté los palos hasta que me sangraron las manos. Finalmente lo logré al séptimo intento. Cuando un hilo de humo se transformó en una llama, lloré, no por emoción sino por alivio. Tener fuego era como recuperar una parte de la civilización. Lo mantuve encendido toda la noche, como si pudiera protegerme de algo más que del frío.
No hay oscuridad más absoluta que la de una isla desierta. Las noches eran interminables. A veces creía oír pasos alrededor de mi refugio, voces susurrantes que quizá eran solo el viento.
Una madrugada desperté sobresaltado: alguien (o algo) había dejado una piedra pulida frente a mi choza. No podía ser casualidad. Lo más inquietante era que en la arena no había huellas.
Durante días busqué alguna explicación. “Quizá la piedra rodó con la lluvia”, me repetía. Pero la verdad es que cada noche me sentía menos solo… aunque no de un modo reconfortante. No es lo mismo estar acompañado que sentirse observado.
Una semana después del naufragio, la fiebre llegó. Una pequeña herida en el pie se había infectado. Pasé dos días delirando. En mis alucinaciones veía el barco entero, intacto, con mis compañeros llamándome desde la cubierta. Mientras ellos se alejaban en el horizonte, yo me hundía en el agua hasta el cuello.
Cuando desperté, la herida supuraba pero la fiebre había bajado. En ese momento supe que debía buscar un lugar más alto y seco.
Me trasladé a la montaña central. Desde allí podía ver toda la isla; el mar se extendía infinito por los cuatro costados. En la cima encontré algo que me heló la sangre: un montículo de piedras apiladas con una cruz de madera. No podía ser natural.
Alguien había estado allí antes.
Y no sabía si eso debía alegrarme…
o aterrarme.
CONTINUARÁ

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