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CORAZON ENIGMATICO (parte II)


 Dentro había muchas monedas antiguas, de oro y también de plata, algunas medallas religiosas, y piedras preciosas guardadas en un pequeño saquito.

Pero lo más sorprendente era un manuscrito protegido por una funda de cuero ennegrecido.

Lo tomé con mucho cuidado. El texto en el pergamino hablaba de una hermandad secreta que, en tiempos de guerra, había escondido sus bienes para que no cayeran en manos de los invasores.
Aquel tesoro, decían, debía permanecer oculto “hasta que el justo lo hallara y lo pusiera a buen recaudo”.

Yo no me sentía justo, ni siquiera legal; solo era un hombre temblando ante una fortuna inesperada.
Mientras contemplaba las monedas brillando a la luz de la linterna, tuve la sensación de que alguien me observaba. Me giré, pero no vi a nadie.
El viento rugía con más fuerza. Guardé algunas piezas y el manuscrito en mi mochila, temiendo que el amanecer me sorprendiera en aquel lugar.

Desde aquella noche, mi vida se convirtió en un tormento.
El coleccionista comenzó a llamarme insistentemente, preguntando por la estatua. Yo le daba evasivas, diciendo que aún la estaba restaurando.
Pero lo peor fue que empecé a notar presencias: sombras en mi calle, un coche que parecía seguirme a distancia, llamadas telefónicas sin respuesta...
Una noche, alguien intentó forzar la cerradura de mi taller. Comprendí que no era el único que conocía el secreto.

Tal vez la hermandad de la que hablaba el manuscrito aún tuviera descendientes. Tal vez el coleccionista mismo lo sabía todo y solo me había usado como herramienta para llegar al corazón de oro.

El miedo se mezclaba con la codicia. Ya había probado el sabor del tesoro, y devolverlo me resultaba imposible.

Finalmente, decidí entregar la estatua restaurada al coleccionista, pero sin el corazon de oro.
Quise ver su reacción al entregarle la figura. Su rostro se iluminó, pero sus ojos buscaron algo más.
La pregunta fue directa:

—¿Halló algo dentro?

Negué con la cabeza. Él asintió, diciendo que lo suponía, que muchas imágenes contenían reliquias.
Pero su sonrisa forzada me confirmó que sabía más de lo que decía.

Esa misma noche, mi taller fue allanado.
Encontré los papeles revueltos, las herramientas rotas y el lugar donde estaba el corazón de oro… vacío. Me quedé helado.

Solo conservaba lo que había guardado en la mochila: el manuscrito y algunas monedas. El resto había desaparecido.

Durante días leí una y otra vez el manuscrito. Había un párrafo que no entendía del todo: hablaba de “la ofrenda mayor, custodiada en la piedra que no ve la luz”.
Creí que se refería al cofre que había encontrado, pero cuanto más lo pensaba, más sospechaba que había algo más, algo oculto bajo las propias ruinas de la torre.
Decidí volver una última vez.

La noche estaba cerrada, el aire, pesado como el plomo. Ascendí hasta los restos de la torre con linterna y cuerdas.
Entre los muros derruidos descubrí una losa distinta, marcada con una cruz apenas visible. Con esfuerzo la levanté, dejando al descubierto una especie de pozo, cuadrado y oscuro.

Descendí con la cuerda. Allí, en una cámara oculta, hallé un arca mucho mayor, sellada con hierro y cera roja.
Al abrirla, mi linterna iluminó filas de cálices, relicarios y estandartes bordados con hilos de oro.

Me quedé inmóvil, sorprendido por la magnitud de lo encontrado.
Pero en ese instante escuché pasos detrás de mí.
Alguien había seguido mis huellas.
La luz de otra linterna me deslumbró los ojos.

No creo que haga falta relatar lo que sucedió después: forcejeos, gritos, golpes…
Cuando logré salir, el arca seguía en el mismo lugar, pero el intruso había desaparecido. Quizás con parte del botín.

Desde entonces vivo con la certeza de que he descubierto un secreto que nunca debió ser revelado.
El manuscrito sigue en mi poder.
El corazón de oro jamás volvió a aparecer.

Y cada vez que cierro los ojos, escucho el susurro del latín en aquella nota:
“El silencio es llave, y la palabra condena.”

Quizás este relato sea mi final…
o quizá mi última confesión.

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