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MISTERIO EN LA MONTAÑA


 El pueblo era envidiado por el enclave que tenía y, sobre todo, por su estabilidad climática. Los días eran siempre agradablemente cálidos, siempre templados y soleados, y las maravillosas noches frescas, pero agradables. Los cambios de las estaciones apenas eran perceptibles para los habitantes del pueblo, ningún cambio drástico. Los habitantes vivían en armonía con la naturaleza, manteniendo siempre el mismo ritmo, tanto laboral como personal.

Sin embargo, aquel año fue diferente. A mediados de otoño, el cielo se oscureció con unas negras nubes densas y espesas. La lluvia comenzó a caer con una intensidad inusual y continuó sin cesar durante quince días consecutivos, con sus correspondientes noches.

El decimoséptimo día, la lluvia se detuvo abruptamente, pero la tranquilidad no duró. Al amanecer, gruesos copos de nieve comenzaron a caer, cubriendo rápidamente el paisaje con un manto blanco. Curiosidades del destino, también la nevada duró quince días.

Los habitantes se refugiaron en sus casas, luchando contra el frío y la desesperación. Las reservas de alimentos disminuían peligrosamente. Era imposible la comunicación con otros pueblos, ni teléfono, ni internet, ni TV, totalmente incomunicados.

Finalmente, la nieve cesó, el sol reapareció y poco a poco el deshielo comenzó. Sin embargo, lo que quedó al descubierto bajo la nieve heló la sangre de los aldeanos. En las laderas de las colinas emergieron extrañas figuras de hielo y nieve, con formas grotescas y espeluznantes. Aunque lo más aterrador estaba en el corazón del bosque: los árboles habían sido arrancados de raíz, dejando un claro en el cual yacía una antigua construcción de piedra, algo parecido a un templo o mausoleo, algo que nadie en el pueblo recordaba haber visto antes.

Los más ancianos del lugar recordaban viejas leyendas sobre una secta que, siglos atrás, adoraba a extrañas figuras. La historia cuenta que cada 100 años estas figuras despertaban para reclamar el terreno que les pertenecía. La construcción, oculta durante generaciones bajo la tierra y la vegetación, ahora se alzaba imponente como un resurgir de oscuros tiempos pasados.

Decididos a desentrañar el misterio, un grupo de valientes aldeanos se adentró en el edificio. Los pasadizos estaban cubiertos de unas extrañas inscripciones en un desconocido idioma, y las paredes adornadas con macabros relieves de sacrificios rituales.

En la parte central encontraron una cámara con un altar rodeado de restos humanos y objetos para practicar rituales. De repente, un viento helado recorrió el lugar y las antorchas que portaban los intrusos se apagaron. Quedó todo en una profunda penumbra, las sombras parecían moverse por su cuenta, como si fueran personas con vida.

Un grito desgarrador rompió el silencio y uno de los aldeanos cayó al suelo. Sus ojos estaban desorbitados por el terror, había visto algo que no era de este mundo. Ayudaron a salir al infortunado y todos ellos abandonaron el lugar. Extraños sucesos comenzaron a acontecer en el pueblo: apariciones espectrales, susurros en la noche y desapariciones inexplicables.

La maldición de los antiguos dioses había sido desatada. El pueblo, que fue un remanso de paz, ahora vivía bajo las sombras de un total terror, con el miedo de que los antiguos dioses reclamaran sus vidas como tributo. Los aldeanos desesperados buscaron ayuda en todas partes, pero nadie se atrevía a acercarse al lugar. La historia del pueblo se convirtió en una leyenda y en un recordatorio de que hay misterios que es mejor dejar enterrados.

LA CUIDADORA DE NIÑOS


 En un pequeño pueblo, rodeado de montañas y bosques, vivía Sandra. Sandra era conocida en todo el pueblo por su bondad y una destreza innata para cuidar niños. Desgraciadamente, ella quedó viuda muy joven debido a un derrumbe en una cueva que mató a su marido. Al quedar viuda tan joven, no pudo tener hijos y nunca más quiso casarse, viviendo siempre sola y cuidando a los hijos de los demás.

Todos los padres del pueblo confiaban plenamente en Sandra para dejarle a sus hijos cuando no podían asistir al colegio o en situaciones similares. Había cuidado a innumerables niños a lo largo de los años y nunca había ocurrido ningún incidente.

Una tarde de otoño, Sandra recibió una llamada de los padres de dos niños pequeños, Clara y Sergio, quienes necesitaban salir de la ciudad urgentemente. Sin dudarlo, Sandra aceptó cuidarlos el fin de semana. Clara tenía seis años y su hermano menor, cuatro.

La casa de Sandra estaba ubicada en las afueras del pueblo, junto al principio del bosque. Aunque mucha gente encontraba un poco tenebroso el lugar, Sandra se sentía a gusto con la tranquilidad que le daba el entorno.

La primera noche, después de preparar la cena, Sandra se sentó con los niños en el salón. Les contaba historias infantiles mientras jugaban con algunos de los juguetes que había en la casa. El viento empezó a soplar con fuerza, provocando que las ramas de los árboles golpearan contra los cristales de las ventanas. El brillo de la luna apenas era perceptible entre las espesas nubes. Sandra, sin perder la calma para que los niños no se asustaran, encendió más luces por toda la casa. Los niños se sentían seguros junto a ella.

Una vez dormidos los niños, Sandra escuchó un ruido extraño que provenía del exterior. Parecía un susurro, como si alguien estuviera hablando en voz baja. Sin perder la calma, decidió dar un vistazo por los alrededores de la casa. El bosque estaba envuelto en una oscuridad total y no vio nada extraño. A pesar de su nerviosismo, volvió al interior de la vivienda, asegurándose de que todas las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas.

Le costaba dormirse y no le importó quedarse despierta hasta las dos de la madrugada. Justo a esa hora, un fuerte golpe resonó en la ventana de la cocina. Sandra se levantó de un salto y corrió hacia el lugar del ruido. No vio nada, solo el viento parecía moverse entre los árboles. De repente, un grito seco rompió el silencio. El grito provenía del piso superior, justo donde estaban durmiendo los niños. Sandra subió corriendo las escaleras y encontró la habitación vacía, las camas deshechas y una ventana abierta de par en par, dejando entrar el frío de la noche. El corazón de Sandra latía desbocado mientras miraba a su alrededor, tratando de entender qué había pasado.

—¡Clara, Sergio! —gritó desesperada Sandra.

Al no obtener respuesta, decidió salir a la calle armada con una linterna para intentar encontrarlos. Siguió un pequeño rastro de pisadas que parecían ser de niños. Con cada paso que daba, el bosque se hacía más oscuro y silencioso. Solo el viento susurraba de forma casi inaudible, provocándole escalofríos.

Después de lo que a Sandra le parecieron horas de búsqueda, encontró una cabaña abandonada entre la espesura del bosque. La puerta estaba entreabierta y dentro pudo observar una tenue luz. Al entrar, Sandra vio a Clara y Sergio sentados en el suelo, mirándola con ojos de terror. Al lado de los niños, una figura encapuchada susurraba palabras incomprensibles.

Sandra se dirigió a la figura.

—Dame a los niños —exigió Sandra.

La figura se giró lentamente, dejando ver un rostro pálido y sin expresión.

—Los niños son míos —contestó la figura con voz fría.

En ese momento, Sandra recordó algo que su abuela le había contado cuando era niña: una historia sobre un espíritu que habitaba el bosque, buscando almas inocentes. Según la leyenda, el espíritu podía ser vencido si se le enfrentaba con un juramento de amor eterno. Sandra tomó una decisión. Se arrodilló junto a los niños y, mirándolos a los ojos, les juró que los amaría toda la vida.

Pronunció estas palabras con toda su energía. La figura encapuchada comenzó a retroceder mientras gritaba en un tono desgarrador. Toda la luz que envolvía a la figura desapareció, dejando solos a Sandra y a los niños. Ella cogió las manos de los dos, que temblaban de miedo y frío, y lentamente se dirigió hacia su hogar.

EL DESEMBARCO


 En el año 1960, en el pequeño pueblo de San Lorenzo del Mar, con no más de 2000 habitantes, se erguían casas de piedra, todas con tejas rojas y de dos plantas. La mayoría de los residentes se dedicaban al turismo y la pesca. Sin embargo, el pueblo era más conocido por una tradición: cada año, el 17 de julio, se celebraba el Día del Desembarco Pirata.

Cada año, el pueblo vecino de Santa Cristina del Mar enviaba un grupo de personas en un viejo barco, disfrazados de piratas, simulando invadir San Lorenzo. Los "piratas" llegaban ondeando banderas negras con calaveras y tibias cruzadas, mientras los vecinos de San Lorenzo simulaban defender su pueblo entre risas y cantos. Era una fiesta esperada por todos, especialmente por los niños.

Este año, sin embargo, las cosas serían muy diferentes.

El día de la fiesta, el pueblo estaba adornado con banderas y pancartas. Todo el pueblo, junto con algunos turistas, se congregó en la playa esperando el desembarco. Las campanas de la iglesia dieron las doce campanadas; era mediodía, el momento en que debían llegar. En el horizonte, ya se vislumbraba el barco pirata. Todo parecía normal, excepto por una cosa: los falsos piratas habían tenido un encuentro inesperado.

Mientras se apresuraban a zarpar, los vecinos de Santa Cristina fueron detenidos por un grande y amenazante barco pirata, pero estos eran piratas auténticos. En pocos segundos, los impostores de Santa Cristina fueron reducidos y atados en la bodega del barco. Ahora, el barco pirata era conducido por auténticos piratas.

Todos los que esperaban en la playa estaban seguros de que era el barco de cada año. Los recibieron con vítores y aplausos, sin imaginar lo que les esperaba. Los piratas descendieron del barco, mezclándose entre la multitud y estudiando a sus víctimas. Todo parecía un juego hasta que un niño notó algo raro: los piratas tenían armas de verdad. Corrió para contárselo a sus padres, pero no pudo; el jefe de los piratas dio la orden de atacar.

Los bandidos sacaron sus espadas y pistolas, creando el caos entre los lugareños. Mientras unos saqueaban las casas más cercanas, otros despojaban a los que estaban en la playa.

En medio de todo el jaleo, Marisa, la camarera de la taberna, sabiendo que el alcalde tenía una pistola en su despacho, corrió hacia el ayuntamiento, esquivando a los piratas. Sin perder tiempo, reunió a cinco hombres más, armados con lo que pudieron encontrar (palas, bates de béisbol y cosas parecidas). Aunque eran minoría, tenían una ventaja: conocían el terreno.

La batalla en algunas de las calles fue feroz. Los piratas no esperaban ningún tipo de resistencia. Decidieron tomar rehenes para dominar la situación, y uno de los rehenes era Marisa, a quien le habían quitado la pistola. Uno de los piratas, un joven barbilampiño obligado a unirse a la tripulación, viendo la situación, decidió ayudar a Marisa y a sus vecinos.

Los piratas, al ver que no podían controlar la situación, decidieron abandonar el pueblo. Todos subieron al barco para no volver nunca más, todos menos uno. El pirata que ayudó a Marisa se quedó en el pueblo. Con el tiempo, se casó con ella, tuvieron cuatro hijos, y cada año participaba en el desembarco de los piratas.

LA MUJER


 El pequeño pueblo costero era visitado por multitud de personas. 

Los vecinos del lugar solían tomar el café matutino en el Gran Liceo, una tradicional cafetería y punto de reunión. Sus grandes ventanales dejaban ver todo el paseo marítimo y las olas al llegar a la costa. 

Cada mañana, puntualmente a las 10:15, una mujer de mediana edad, vestida con una elegancia extrema, pasaba justo delante de la puerta. A continuación, entraba en el local y se sentaba en la mesa más alejada, degustando un humeante y cremoso capuchino. Su caminar era firme y con la mirada puesta al frente, ajena a las miradas de las personas que, desde el interior, la seguían con curiosidad. No era una mujer del lugar; por lo menos, nadie la conocía. Su presencia se había convertido en una parte más del paisaje cotidiano, y los cuchicheos eran habituales para averiguar quién era.

—Yo creo que es escritora. Siempre lleva un cuaderno con ella, estará apuntando nuevas ideas para un libro —afirmaba convencido Julián, un jubilado habitual de la cafetería.

—Pues para mí que es pintora. Un día la vi pintar en la playa —decía Susi, la camarera.

—No me hagáis reír. Claramente se ve que es una millonaria viuda que viene para recordar a su esposo —afirmó Roberto, un sexagenario cliente.

Las discusiones sobre la mujer eran tan habituales como el café de media mañana. Pero un día... la mujer no pasó. Hubo algún comentario, pero poca cosa. Al segundo día sin pasar, se redoblaron los comentarios, y al quinto, era de lo único que se hablaba en la cafetería.

—Habrá enfermado...

—¿Le habrá pasado algo malo?

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en años. La figura de la misteriosa mujer se desdibujó en las frágiles mentes de los mayores del lugar.

Una mañana de verano, dos años después de su desaparición, la grácil figura de la mujer misteriosa volvió a pasar por delante del ventanal. La noticia corrió como la pólvora, y los lugareños acudieron al café para ver e intentar informarse de lo que había pasado.

—Es ella —exclamaban.

—¡Ha vuelto! —se sorprendían otros.

La mujer se sentó en su mesa favorita, al final del local, como si no hubiera pasado ni un día.

—¿Le traigo lo de siempre? —preguntó tímidamente Susi, la camarera.

—Sí, por favor —respondió la mujer con una sonrisa amable.

—Perdone la intromisión, pero todos aquí estábamos muy preocupados por su desaparición —preguntó el más atrevido.

—Entiendo su curiosidad. Me llamo Charlotte. Hace dos años recibí una llamada urgente de mi familia en Inglaterra. Mi madre enfermó gravemente y necesitaba de mis cuidados. Todo ocurrió de repente y no pude avisar a nadie de los conocidos en este lugar.

Los clientes escuchaban absortos el relato.

—Pasé meses cuidando a mi madre, y cuando felizmente se recuperó, la ayudé a solucionar problemas burocráticos.

El silencio era atronador. Ya no importaba quién era; su relato conmovió a todos.

—¿Y por qué ha vuelto?

—Este es un lugar especial para mí. El día que llegué por primera vez, encontré paz y tranquilidad. Por eso quiero a este lugar como si fuera mi casa.

Desde entonces, continuó pasando por delante de la ventana, aunque ya las intervenciones no eran para preguntar quién era, sino para saludarla como a una más de la familia.

TELEFONO MALDITO

 En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imagina...