En un pequeño pueblo, rodeado de montañas y bosques, vivía Sandra. Sandra era conocida en todo el pueblo por su bondad y una destreza innata para cuidar niños. Desgraciadamente, ella quedó viuda muy joven debido a un derrumbe en una cueva que mató a su marido. Al quedar viuda tan joven, no pudo tener hijos y nunca más quiso casarse, viviendo siempre sola y cuidando a los hijos de los demás.
Todos los padres del pueblo confiaban plenamente en Sandra para dejarle a sus hijos cuando no podían asistir al colegio o en situaciones similares. Había cuidado a innumerables niños a lo largo de los años y nunca había ocurrido ningún incidente.
Una tarde de otoño, Sandra recibió una llamada de los padres de dos niños pequeños, Clara y Sergio, quienes necesitaban salir de la ciudad urgentemente. Sin dudarlo, Sandra aceptó cuidarlos el fin de semana. Clara tenía seis años y su hermano menor, cuatro.
La casa de Sandra estaba ubicada en las afueras del pueblo, junto al principio del bosque. Aunque mucha gente encontraba un poco tenebroso el lugar, Sandra se sentía a gusto con la tranquilidad que le daba el entorno.
La primera noche, después de preparar la cena, Sandra se sentó con los niños en el salón. Les contaba historias infantiles mientras jugaban con algunos de los juguetes que había en la casa. El viento empezó a soplar con fuerza, provocando que las ramas de los árboles golpearan contra los cristales de las ventanas. El brillo de la luna apenas era perceptible entre las espesas nubes. Sandra, sin perder la calma para que los niños no se asustaran, encendió más luces por toda la casa. Los niños se sentían seguros junto a ella.
Una vez dormidos los niños, Sandra escuchó un ruido extraño que provenía del exterior. Parecía un susurro, como si alguien estuviera hablando en voz baja. Sin perder la calma, decidió dar un vistazo por los alrededores de la casa. El bosque estaba envuelto en una oscuridad total y no vio nada extraño. A pesar de su nerviosismo, volvió al interior de la vivienda, asegurándose de que todas las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas.
Le costaba dormirse y no le importó quedarse despierta hasta las dos de la madrugada. Justo a esa hora, un fuerte golpe resonó en la ventana de la cocina. Sandra se levantó de un salto y corrió hacia el lugar del ruido. No vio nada, solo el viento parecía moverse entre los árboles. De repente, un grito seco rompió el silencio. El grito provenía del piso superior, justo donde estaban durmiendo los niños. Sandra subió corriendo las escaleras y encontró la habitación vacía, las camas deshechas y una ventana abierta de par en par, dejando entrar el frío de la noche. El corazón de Sandra latía desbocado mientras miraba a su alrededor, tratando de entender qué había pasado.
—¡Clara, Sergio! —gritó desesperada Sandra.
Al no obtener respuesta, decidió salir a la calle armada con una linterna para intentar encontrarlos. Siguió un pequeño rastro de pisadas que parecían ser de niños. Con cada paso que daba, el bosque se hacía más oscuro y silencioso. Solo el viento susurraba de forma casi inaudible, provocándole escalofríos.
Después de lo que a Sandra le parecieron horas de búsqueda, encontró una cabaña abandonada entre la espesura del bosque. La puerta estaba entreabierta y dentro pudo observar una tenue luz. Al entrar, Sandra vio a Clara y Sergio sentados en el suelo, mirándola con ojos de terror. Al lado de los niños, una figura encapuchada susurraba palabras incomprensibles.
Sandra se dirigió a la figura.
—Dame a los niños —exigió Sandra.
La figura se giró lentamente, dejando ver un rostro pálido y sin expresión.
—Los niños son míos —contestó la figura con voz fría.
En ese momento, Sandra recordó algo que su abuela le había contado cuando era niña: una historia sobre un espíritu que habitaba el bosque, buscando almas inocentes. Según la leyenda, el espíritu podía ser vencido si se le enfrentaba con un juramento de amor eterno. Sandra tomó una decisión. Se arrodilló junto a los niños y, mirándolos a los ojos, les juró que los amaría toda la vida.
Pronunció estas palabras con toda su energía. La figura encapuchada comenzó a retroceder mientras gritaba en un tono desgarrador. Toda la luz que envolvía a la figura desapareció, dejando solos a Sandra y a los niños. Ella cogió las manos de los dos, que temblaban de miedo y frío, y lentamente se dirigió hacia su hogar.
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