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LA MUJER


 El pequeño pueblo costero era visitado por multitud de personas. 

Los vecinos del lugar solían tomar el café matutino en el Gran Liceo, una tradicional cafetería y punto de reunión. Sus grandes ventanales dejaban ver todo el paseo marítimo y las olas al llegar a la costa. 

Cada mañana, puntualmente a las 10:15, una mujer de mediana edad, vestida con una elegancia extrema, pasaba justo delante de la puerta. A continuación, entraba en el local y se sentaba en la mesa más alejada, degustando un humeante y cremoso capuchino. Su caminar era firme y con la mirada puesta al frente, ajena a las miradas de las personas que, desde el interior, la seguían con curiosidad. No era una mujer del lugar; por lo menos, nadie la conocía. Su presencia se había convertido en una parte más del paisaje cotidiano, y los cuchicheos eran habituales para averiguar quién era.

—Yo creo que es escritora. Siempre lleva un cuaderno con ella, estará apuntando nuevas ideas para un libro —afirmaba convencido Julián, un jubilado habitual de la cafetería.

—Pues para mí que es pintora. Un día la vi pintar en la playa —decía Susi, la camarera.

—No me hagáis reír. Claramente se ve que es una millonaria viuda que viene para recordar a su esposo —afirmó Roberto, un sexagenario cliente.

Las discusiones sobre la mujer eran tan habituales como el café de media mañana. Pero un día... la mujer no pasó. Hubo algún comentario, pero poca cosa. Al segundo día sin pasar, se redoblaron los comentarios, y al quinto, era de lo único que se hablaba en la cafetería.

—Habrá enfermado...

—¿Le habrá pasado algo malo?

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en años. La figura de la misteriosa mujer se desdibujó en las frágiles mentes de los mayores del lugar.

Una mañana de verano, dos años después de su desaparición, la grácil figura de la mujer misteriosa volvió a pasar por delante del ventanal. La noticia corrió como la pólvora, y los lugareños acudieron al café para ver e intentar informarse de lo que había pasado.

—Es ella —exclamaban.

—¡Ha vuelto! —se sorprendían otros.

La mujer se sentó en su mesa favorita, al final del local, como si no hubiera pasado ni un día.

—¿Le traigo lo de siempre? —preguntó tímidamente Susi, la camarera.

—Sí, por favor —respondió la mujer con una sonrisa amable.

—Perdone la intromisión, pero todos aquí estábamos muy preocupados por su desaparición —preguntó el más atrevido.

—Entiendo su curiosidad. Me llamo Charlotte. Hace dos años recibí una llamada urgente de mi familia en Inglaterra. Mi madre enfermó gravemente y necesitaba de mis cuidados. Todo ocurrió de repente y no pude avisar a nadie de los conocidos en este lugar.

Los clientes escuchaban absortos el relato.

—Pasé meses cuidando a mi madre, y cuando felizmente se recuperó, la ayudé a solucionar problemas burocráticos.

El silencio era atronador. Ya no importaba quién era; su relato conmovió a todos.

—¿Y por qué ha vuelto?

—Este es un lugar especial para mí. El día que llegué por primera vez, encontré paz y tranquilidad. Por eso quiero a este lugar como si fuera mi casa.

Desde entonces, continuó pasando por delante de la ventana, aunque ya las intervenciones no eran para preguntar quién era, sino para saludarla como a una más de la familia.

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