En el año 1960, en el pequeño pueblo de San Lorenzo del Mar, con no más de 2000 habitantes, se erguían casas de piedra, todas con tejas rojas y de dos plantas. La mayoría de los residentes se dedicaban al turismo y la pesca. Sin embargo, el pueblo era más conocido por una tradición: cada año, el 17 de julio, se celebraba el Día del Desembarco Pirata.
Cada año, el pueblo vecino de Santa Cristina del Mar enviaba un grupo de personas en un viejo barco, disfrazados de piratas, simulando invadir San Lorenzo. Los "piratas" llegaban ondeando banderas negras con calaveras y tibias cruzadas, mientras los vecinos de San Lorenzo simulaban defender su pueblo entre risas y cantos. Era una fiesta esperada por todos, especialmente por los niños.
Este año, sin embargo, las cosas serían muy diferentes.
El día de la fiesta, el pueblo estaba adornado con banderas y pancartas. Todo el pueblo, junto con algunos turistas, se congregó en la playa esperando el desembarco. Las campanas de la iglesia dieron las doce campanadas; era mediodía, el momento en que debían llegar. En el horizonte, ya se vislumbraba el barco pirata. Todo parecía normal, excepto por una cosa: los falsos piratas habían tenido un encuentro inesperado.
Mientras se apresuraban a zarpar, los vecinos de Santa Cristina fueron detenidos por un grande y amenazante barco pirata, pero estos eran piratas auténticos. En pocos segundos, los impostores de Santa Cristina fueron reducidos y atados en la bodega del barco. Ahora, el barco pirata era conducido por auténticos piratas.
Todos los que esperaban en la playa estaban seguros de que era el barco de cada año. Los recibieron con vítores y aplausos, sin imaginar lo que les esperaba. Los piratas descendieron del barco, mezclándose entre la multitud y estudiando a sus víctimas. Todo parecía un juego hasta que un niño notó algo raro: los piratas tenían armas de verdad. Corrió para contárselo a sus padres, pero no pudo; el jefe de los piratas dio la orden de atacar.
Los bandidos sacaron sus espadas y pistolas, creando el caos entre los lugareños. Mientras unos saqueaban las casas más cercanas, otros despojaban a los que estaban en la playa.
En medio de todo el jaleo, Marisa, la camarera de la taberna, sabiendo que el alcalde tenía una pistola en su despacho, corrió hacia el ayuntamiento, esquivando a los piratas. Sin perder tiempo, reunió a cinco hombres más, armados con lo que pudieron encontrar (palas, bates de béisbol y cosas parecidas). Aunque eran minoría, tenían una ventaja: conocían el terreno.
La batalla en algunas de las calles fue feroz. Los piratas no esperaban ningún tipo de resistencia. Decidieron tomar rehenes para dominar la situación, y uno de los rehenes era Marisa, a quien le habían quitado la pistola. Uno de los piratas, un joven barbilampiño obligado a unirse a la tripulación, viendo la situación, decidió ayudar a Marisa y a sus vecinos.
Los piratas, al ver que no podían controlar la situación, decidieron abandonar el pueblo. Todos subieron al barco para no volver nunca más, todos menos uno. El pirata que ayudó a Marisa se quedó en el pueblo. Con el tiempo, se casó con ella, tuvieron cuatro hijos, y cada año participaba en el desembarco de los piratas.
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