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" CHICLETS"


 La ciudad era industrial, y la fábrica más importante era la famosa "Don Gum", conocida por su especialidad: los chicles "Tartar", los mejores del mercado. Su inconfundible aroma a menta o fresa, junto con otros sabores, la hacían la más importante del país

Todo cambió hace algunos meses, cuando muertes arrepentidas comenzaron a azotar la nación, todas las relacionadas con uno de sus productos. Las personas caían fulminadas pocos minutos después de masticar un chicle, y sus corazones se detenían sin previo aviso.

En un principio, los médicos atribuyeron las muertes a ataques cardíacos, pero pronto comenzaron a notar que los casos eran inusualmente frecuentes y afectaban a personas de todas las edades. La policía, bajo la dirección del inspector Gabriel Marín, comenzó a recibir informes de los laboratorios que señalaban una coincidencia alarmante: todas las muertes estaban vinculadas con el consumo de los chicles "Tartar". La noticia se extendió rápidamente, y la gente evitaba los productos de la fábrica. Las ventas cayeron en picado, lo que amenazaba con llevar a la empresa a la ruina.

El inspector Marín descubrió algo aún más inquietante: alguien desde dentro de la fábrica estaba envenenando los chicles. Un análisis forense reveló que un compuesto altamente tóxico en pequeñas cantidades era el responsable de las muertes. El veneno era tan letal que solo una dosis mínima bastaba para detener el corazón de los consumidores. No se trata de un accidente ni de una contaminación involuntaria, sino de un acto premeditado. Alguien con acceso total a la planta

Decidido a resolver el caso antes de que más personas murieran, el inspector Marín  infiltró a uno de sus mejores agentes, el oficial Sánchez, como trabajador en la fábrica. Durante dos semanas, Sánchez se mezcló con los empleados, observando cuidadosamente sus rutinas. El proceso de fabricación era simple pero repetitivo: las máquinas procesaban la goma base, luego la mezclaban con los sabores y otros ingredientes antes de cortarla en pequeños cuadrados que se empaquetaban en porciones individuales.

Con el tiempo, Sánchez notó que un hombre destacaba entre los demás: Roberto, un operario veterano que llevaba más de veinte años en la fábrica. Era un hombre reservado, siempre con una mirada tensa. Mientras que los demás empleados interactuaban entre sí, Roberto evitaba cualquier tipo de contacto. Trabajaba con una precisión impecable, especialmente al manejar los ingredientes.

Un día, Sánchez vio a Roberto manipular pequeños frascos que no correspondían a los ingredientes habituales. Lo lanzo al cubo de basura una vez acabado. Intrigado, Sánchez reconogió el frasco y lo olió discretamente: era el químico tóxico que había estado matando a

A partir de ese momento, Sánchez decidió investigar el pasado de Roberto. Lo que descubrió fue inquietante: hacía diez años, Roberto había sufrido una tragedia personal que casi nadie conocía. Su hijo, de apenas ocho años, había muerto en circunstancias extrañas, aparentemente un accidente. El niño solía jugar cerca de la fábrica mientras su padre trabajaba largas horas. Un día, el pequeño encontró uno de los chicles defectuosos que había sido desechado por la fábrica. Inocentemente, lo masticó, sin que nadie imaginara que uno de los ingredientes le provocaría una severa reacción alérgica que acabaría con su vida.

La fábrica negó toda responsabilidad, y el caso fue archivado como un desafortunado accidente. Nadie pagó por lo sucedido, y la injusticia se fue clavando cada vez más profundamente en el corazón de Roberto. Día tras día, mientras trabajaba entre las máquinas, su rencor creció, transformándose en un odio implacable. Decidió vengarse de la empresa de la única manera que sabía: envenenando sus productos. Su objetivo no era matar indiscriminadamente, sino destruir la reputación de la fábrica y llevarla a la ruina.

Durante el turno de noche, cuando apenas había empleados, Roberto introdujo pequeñas cantidades de veneno en los ingredientes. Para él, cada chicle contaminado era una pequeña victoria en su guerra personal. Los jefes y encargados nunca sospecharon del reservado y veterano trabajador.

Después de semanas observando, Sánchez sabía que era momento de actuar. Había visto a Roberto mezclar el veneno en varios lotes de chicles y decidió enfrentarlo. Lo siguío hasta el pequeño cuarto donde practicaba sus mortales mezclas. Cuando Roberto entró, se sorprendió al ver a Sánchez esperandole.

—Sabes que te he descubierto, ¿verdad? —dijo Sánchez,

Roberto no mostró sorpresa. Había algo en su mirada que indicaba que había estado esperando este momento desde hacía tiempo.

—Y ¿qué vas a hacer? —preguntó

—Lo que estás haciendo no devolverá la vida a tu hijo —replicó Sánchez

Al escuchar estas palabras, Roberto dio un paso atrás. Con una expresión resignada, tomó un frasco del veneno letal y lo llevó a sus labios. En cuestión de segundos, cayó fulminado a los pies del inspector.

EL CARPINTERO


 El pueblo era famoso por el vasto y frondoso bosque que lo rodeaba. En él vivía Henry, un carpintero conocido en toda la región por los muebles rústicos que fabricaba. Sus manos, ásperas por los años de trabajo, podían transformar un simple tronco en una obra de arte. Desde joven, Henry había desarrollado una conexión especial con los árboles; estaba convencido de que cada uno de ellos tenía una historia que contar, y su arte consistía en hacerlas visibles en sus creaciones.

Henry vivía en una pequeña cabaña en las afueras del pueblo, justo donde comenzaba el bosque. Cada semana se adentraba en él, buscando los árboles más débiles, aquellos que ya no tenían mucho tiempo de vida. Creía que así respetaba el ciclo natural, cortando solo los que estaban destinados a morir pronto. Sin embargo, con el tiempo, la demanda de sus muebles aumentó, y sin darse cuenta, comenzó a talar más árboles de los que el bosque podía regenerar.

Y fue entonces cuando algo extraño empezó a suceder.

Una gris mañana de otoño, Henry se encontraba solo en lo más profundo del bosque. El único sonido que rompía la tranquilidad era el golpe seco de su hacha contra un roble imponente. Estaba a punto de derribarlo cuando el suelo bajo sus pies comenzó a vibrar. Al principio, pensó que se trataba de un leve temblor de tierra, pero cuando levantó la vista, notó que el cielo, cubierto de nubes, había adquirido un extraño tono verdoso.

El aire se tornó pesado, como si la atmósfera misma hubiera ganado densidad. Respirar se volvió más difícil, y Henry sintió que una energía desconocida lo rodeaba, algo que jamás había experimentado. De repente, un zumbido agudo estalló en sus oídos, forzándolo a caer de rodillas. Se llevó las manos a la cabeza, intentando mitigar el dolor. Cuando levantó la vista, vio cómo de la luz que atravesaba las nubes se formaban figuras difusas, humanoides, pero claramente no humanas.

—No más —escuchó una voz profunda 

—. El tiempo se acaba.

Henry se quedó paralizado, su hacha cayó al suelo con un golpe seco. Las figuras eran altas, delgadas, con ojos profundos que lo observaban con intensidad. Aunque tenían forma humana, estaba seguro de que no pertenecían a este mundo.

—¿Quiénes sois? —preguntó, con la voz temblorosa.

—Somos los guardianes —respondió una de las figuras, su voz resonando en todas direcciones

— Los protectores del equilibrio natural.

Henry intentó ponerse en pie, pero la fuerza de las voces lo mantenía postrado en el suelo.

—La Tierra ha hablado —continuaron las figuras

— Y tú, carpintero, debes advertir al mundo. Si no detenéis el abuso, la invasión comenzará.

—¿Invasión? —preguntó Henry, incrédulo.

—Vendremos y tomaremos el control. El precio por vuestra negligencia será vuestra propia destrucción.

El mensaje fue claro. Antes de que Henry pudiera responder, las figuras se desvanecieron en el cielo, y el zumbido cesó. El cielo volvió a su tonalidad habitual, como si nada hubiera ocurrido.

Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, Henry volvió al pueblo. Tenía que advertirles. Se dirigió directamente a la taberna, donde varios vecinos jugaban a las cartas y al dominó, como solían hacer a diario. Entró con paso decidido y se colocó en el centro de la sala, llamando la atención de todos.

—He visto algo importante —dijo, con la voz firme pero angustiada

— Los árboles están conectados con seres de otro mundo. Me han dado una advertencia: si no dejamos de destruir la naturaleza, nos invadirán.

La taberna quedó en silencio por un instante, y luego estalló en carcajadas.

—¡Henry, hombre! Sabemos que amas los árboles, pero ¿extraterrestres? —dijo uno de los vecinos entre risas.

—¡No estoy bromeando! —gritó Henry

—Si no detenemos la tala, vendrán por nosotros. ¡Nos lo han advertido!

Pero nadie lo tomó en serio. Pensaron que su mente, agotada por los años de trabajo en solitario, le estaba jugando malas pasadas. Poco a poco, la reputación de Henry comenzó a deteriorarse. Los carpinteros siguieron cortando árboles sin medida, y él, al ver que sus advertencias eran ignoradas, decidió dejar de trabajar.

Los meses pasaron y la vida en el pueblo continuó como siempre.

En una madrugada silenciosa, el cielo sobre el pueblo adquirió el mismo extraño color verdoso que Henry había visto en el bosque. Esta vez, el zumbido no solo retumbaba en su cabeza, sino que todo el pueblo lo podía escuchar. La tierra empezó a temblar bajo los pies de los aldeanos. Las figuras que Henry había visto descendían del cielo, flotando sobre el pueblo como sombras amenazantes.

Los aldeanos, aterrorizados, salieron de sus casas, gritando y buscando refugio. Las figuras avanzaban en silencio, y con cada paso, la naturaleza se rebelaba: las raíces de los árboles emergían del suelo, destruyendo todo lo que los humanos habían construido.

—Os dimos una oportunidad —la misma voz resonó en el aire

— Tú, Henry, debes ser el puente entre los humanos y nosotros. Si no te escuchan esta vez, todo será destruido.

Henry, sabiendo que esta era su última oportunidad, corrió hacia el bosque, con el miedo latiendo en su pecho. Se arrodilló junto a un gran roble, cerró los ojos y colocó una mano sobre el árbol y la otra sobre el suelo. La conexión fue inmediata. El zumbido cesó, y el color verdoso del cielo comenzó a desvanecerse.

Los aldeanos, atónitos, observaron cómo el caos se disipaba tan rápido como había comenzado. Los seres extraterrestres desaparecieron, y la tierra volvió a la calma.

Desde aquel día, los carpinteros del pueblo dejaron de talar árboles indiscriminadamente. Comenzaron a utilizar materiales reciclados o a replantar lo que extraían del bosque. La naturaleza y los humanos aprendieron a coexistir en equilibrio.

Henry volvió a trabajar, pero ahora con un respeto aún mayor por los árboles. Los aldeanos, que una vez lo habían ridiculizado, ahora lo respetaban y lo escuchaban. A veces, cuando las tormentas se acercaban y el cielo se teñía de gris, los recuerdos de aquella noche volvían, y el temor se instalaba en sus mentes.

LOS PEATONES


 Era una mañana fría de enero cuando salió al aire por primera vez en Radio Window, la emisora local más escuchada en todo el país. Eran las 6 de la mañana y el locutor estrella, Diego Márquez, comenzaba su programa como de costumbre.

Su voz grave atraía a los oyentes. Todos estaban familiarizados con los comentarios de Diego; algunos los consideraban entretenidos, mientras que otros los encontraban irritantes. Diego tenía la fama de ser el locutor más provocador de la radio; cualquier tema lo criticaba ferozmente. Pero había un asunto que lo obsesionaba por completo: los peatones.

Desde su cabina, lanzaba constantes ataques contra las personas que caminaban por la calle.
—Es increíble —decía Diego—, la calle está infestada de peatones que no saben caminar, que no respetan las normas, que se creen dueños de las aceras. ¡Esos parásitos urbanos no hacen más que molestar!

Cualquier ocasión era válida para iniciar una retahíla de insultos dirigidos a los peatones. Si había algún accidente en el que estuviera involucrado un peatón, Diego aprovechaba la noticia para lanzar veneno contra ellos. Para él, eran los auténticos culpables de todos los problemas de tráfico y del caos que asolaba la ciudad.

Los oyentes ya estaban acostumbrados a sus comentarios. Aunque algunos llamaban para apoyarlo, la mayoría lo hacía para enfrentarse a él. Uno de los incidentes más sonados fue con una mujer llamada Isabel. Ella llamó después de que Diego criticara duramente a un grupo de peatones que, según él, "se paseaban sin rumbo fijo, entorpeciendo la vida de los demás".

—Hola, Diego —dijo Isabel—. Te llamo para hacerte una pregunta: ¿por qué odias tanto a los peatones?

Diego soltó una risa sarcástica.
—Jajajaja. No es que los odie, Isabel, simplemente no soporto su inutilidad. Son una lacra a extinguir, gente sin respeto por el orden, por el espacio público y mucho menos por los conductores. Seguro que tú eres una de esas personas que camina por donde le da la gana sin preocuparse por los demás, ¿verdad?

Isabel intentó mantener la calma.
—Caminar es una necesidad, Diego. No todos pueden o quieren usar el coche. Además, los peatones también tienen derechos.

—¿Derechos? Claro, tienen el derecho a hacer que todos lleguemos tarde al trabajo, a invadir los pasos de cebra cuando no deben, a cruzar las calles sin mirar. ¡Eso es lo que tienen! No me hagas reír —replicó Diego.

—Pero… —intentó contestar Isabel.

—Mira, te lo voy a dejar claro: el mundo estaría mejor sin peatones. Seríamos más rápidos, con una vida más ordenada. Ya basta de proteger a los inútiles que no hacen nada más que caminar de un lado a otro, como si no existiera nada más en el mundo —y, acto seguido, cortó la comunicación. Era su estilo; siempre decía la última palabra.

Con el tiempo, las críticas a los peatones se convirtieron en el eje central de su programa. Nadie entendía el odio que sentía por ellos. Las semanas pasaban y las frases de Diego escandalizaban a todos.

—Los peatones están fuera de control. Cruzan las calles sin mirar, se lanzan frente a los coches y luego tienen el descaro de culpar a los conductores. ¿Por qué respetar a alguien que no se respeta a sí mismo? —insistía.

Una mañana, Diego no salió al aire. Fue la primera vez en más de 10 años que su programa no se emitía. Pasaron varios días sin noticias de él, hasta que finalmente la emisora anunció algo inesperado: Diego había fallecido.

La noticia causó conmoción, no tanto por su muerte, sino por el misterio que rodeaba su vida privada. Nadie sabía nada de él fuera de la radio. Unos días después de su muerte, empezaron a surgir detalles.

El mayor de sus secretos salió a la luz: el locutor que tanto odiaba a los peatones nunca había caminado en su vida adulta. Sufría de paraplejía desde joven, producto de un accidente provocado por un peatón. Este se lanzó delante del vehículo que conducía su padre, causando un accidente en el que su padre murió y Diego quedó en una silla de ruedas para siempre.

Se supo que, desde el accidente, Diego había vivido recluido en su casa, donde había instalado un estudio de radio que le permitía emitir sin tener que salir. Finalmente, todos entendieron por qué odiaba tanto a los peatones.

DONAMERCA ( el secreto de la piña invertida )

En muchos lugares del país, comenzó a correr la noticia de lo sucedido en los supermercados, especialmente en uno de ellos: Donamerca. A finales de septiembre, los rumores empezaron a circular en las redes sociales.

Donamerca era el lugar al que la mayoría de la gente acudía para hacer sus compras diarias. Era conocido por su gran variedad de productos, precios bajos y trato amable. Sin embargo, en ese mes, algo extraño comenzó a suceder. Muchas personas juraban haber visto, entre las 19:00 y las 20:00 horas, a clientes gesticulando de manera extraña en el pasillo de las carnes, usando un lenguaje de signos que nadie comprendía.

La historia se difundió como la pólvora. Se decía que, si alguien lograba interpretar esos signos y compraba ciertos productos, se abriría una puerta a un mundo paralelo donde se concedían deseos de toda índole.

Al principio, muchos pensaron que era una simple broma sin fundamento, pero entonces empezaron a suceder cosas extrañas: la gente desaparecía, dejando los carritos abandonados en los pasillos.

La primera persona en desaparecer fue Carla Rodríguez, una mujer de 45 años, muy charlatana y risueña. Carla había ido a Donamerca una tarde para hacer la compra semanal. Nunca regresó a su casa. Su esposo alertó a la policía, pero no se encontró ni rastro de ella, solo su carrito abandonado en el pasillo de la carne.

Varios días después, se informó de la desaparición de Daniel Luz, quien había ido a Donamerca a comprar todo lo necesario para una cena romántica que había planeado con su novia. Su carrito también fue encontrado en el pasillo de la carne, lleno de productos que no coincidían con su lista de compras, entre ellos una piña boca abajo.

El pánico comenzó a extenderse por todo el país. ¿Qué estaba sucediendo en Donamerca?

Las personas dejaron de ir al supermercado; sin embargo, el morbo y la curiosidad empujaron a otros a investigar lo que sucedía. Una de ellas fue Ana Ramírez, una joven periodista que siempre buscaba una historia que contar. Ana había escuchado la historia y le llamó la atención por las desapariciones.

Decidió investigar lo que sucedía y acudió a la hora en que ocurrían los extraños eventos para descubrir la verdad. Llegó a Donamerca un miércoles a las 6:45, equipada con una cámara oculta y una grabadora de audio. Paseó por los pasillos fingiendo interés en los productos; incluso colocó en su carrito una piña boca abajo, como lo habían hecho los desaparecidos. Desde el momento en que llegó, notó una atmósfera extraña en el lugar: la iluminación parecía más tenue y el aire estaba frío, casi helado.

Observó a las personas a su alrededor; algunos clientes movían sus manos en el aire con extraños gestos. Un hombre alto, con una camiseta veraniega, hacía un movimiento circular con su mano derecha, mientras una mujer mayor respondía tocándose la nariz y luego levantando los dedos. Era un lenguaje que Ana no entendía.

De repente, sintió una presencia detrás de ella. Giró rápidamente y vio a un hombre de mediana edad, con una gorra de béisbol y una mirada intensa, observándola fijamente.

—¿Buscas algo en particular? —le preguntó con voz firme.

—Oh, no, solo estoy mirando —respondió Ana.

El hombre sonrió y se alejó, pero Ana no podía dejar de sentir su mirada sobre ella. Continuó observando todo a su alrededor, intentando comprender lo que sucedía. De repente, las luces parpadearon y se apagaron durante unos segundos. Cuando volvieron a encenderse, varios clientes habían desaparecido, dejando solo sus carritos vacíos en los pasillos.

Ana se quedó paralizada, pero rápidamente salió corriendo del supermercado.

Durante los días siguientes, investigó las desapariciones y los productos abandonados en los carritos. Descubrió que todos los carritos contenían una extraña variedad de carnes; algunas de ellas no estaban etiquetadas correctamente. Decidió tomar una muestra de cada producto y llevarlas a un laboratorio para que las analizaran.

Los resultados llegaron en pocos días, y lo que revelaron la dejó helada. Los análisis confirmaban que los productos contenían ADN humano.

Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, Ana llamó a la policía y les informó de su hallazgo. Aunque al principio no la creyeron, los resultados del laboratorio eran concluyentes. La policía ordenó una inspección sanitaria en el supermercado.

El día de la inspección, cerraron Donamerca y comenzaron a revisar todo el establecimiento. En el sótano, detrás de una puerta con llave, encontraron una habitación que olía a sangre y descomposición. En el centro de la habitación había una mesa de metal con herramientas afiladas y manchas de sangre seca.

Mientras seguían registrando el lugar, encontraron restos humanos, algunos parcialmente descompuestos y otros claramente frescos. Era un matadero humano clandestino. Nadie podía creer lo que sucedía en el supermercado, justo delante de ellos.

Las visitas a Donamerca cesaron entre las 19:00 y las 20:00 horas. La gente volvió a su rutina. El supermercado fue cerrado y reabierto meses después con otro nombre. Lo curioso es que en el nuevo supermercado nunca vendían piñas.

 

TELEFONO MALDITO

 En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imagina...