Era una mañana fría de enero cuando salió al aire por primera vez en Radio Window, la emisora local más escuchada en todo el país. Eran las 6 de la mañana y el locutor estrella, Diego Márquez, comenzaba su programa como de costumbre.
Su voz grave atraía a los oyentes. Todos estaban familiarizados con los comentarios de Diego; algunos los consideraban entretenidos, mientras que otros los encontraban irritantes. Diego tenía la fama de ser el locutor más provocador de la radio; cualquier tema lo criticaba ferozmente. Pero había un asunto que lo obsesionaba por completo: los peatones.
Desde su cabina, lanzaba constantes ataques contra las personas que caminaban por la calle.
—Es increíble —decía Diego—, la calle está infestada de peatones que no saben caminar, que no respetan las normas, que se creen dueños de las aceras. ¡Esos parásitos urbanos no hacen más que molestar!
Cualquier ocasión era válida para iniciar una retahíla de insultos dirigidos a los peatones. Si había algún accidente en el que estuviera involucrado un peatón, Diego aprovechaba la noticia para lanzar veneno contra ellos. Para él, eran los auténticos culpables de todos los problemas de tráfico y del caos que asolaba la ciudad.
Los oyentes ya estaban acostumbrados a sus comentarios. Aunque algunos llamaban para apoyarlo, la mayoría lo hacía para enfrentarse a él. Uno de los incidentes más sonados fue con una mujer llamada Isabel. Ella llamó después de que Diego criticara duramente a un grupo de peatones que, según él, "se paseaban sin rumbo fijo, entorpeciendo la vida de los demás".
—Hola, Diego —dijo Isabel—. Te llamo para hacerte una pregunta: ¿por qué odias tanto a los peatones?
Diego soltó una risa sarcástica.
—Jajajaja. No es que los odie, Isabel, simplemente no soporto su inutilidad. Son una lacra a extinguir, gente sin respeto por el orden, por el espacio público y mucho menos por los conductores. Seguro que tú eres una de esas personas que camina por donde le da la gana sin preocuparse por los demás, ¿verdad?
Isabel intentó mantener la calma.
—Caminar es una necesidad, Diego. No todos pueden o quieren usar el coche. Además, los peatones también tienen derechos.
—¿Derechos? Claro, tienen el derecho a hacer que todos lleguemos tarde al trabajo, a invadir los pasos de cebra cuando no deben, a cruzar las calles sin mirar. ¡Eso es lo que tienen! No me hagas reír —replicó Diego.
—Pero… —intentó contestar Isabel.
—Mira, te lo voy a dejar claro: el mundo estaría mejor sin peatones. Seríamos más rápidos, con una vida más ordenada. Ya basta de proteger a los inútiles que no hacen nada más que caminar de un lado a otro, como si no existiera nada más en el mundo —y, acto seguido, cortó la comunicación. Era su estilo; siempre decía la última palabra.
Con el tiempo, las críticas a los peatones se convirtieron en el eje central de su programa. Nadie entendía el odio que sentía por ellos. Las semanas pasaban y las frases de Diego escandalizaban a todos.
—Los peatones están fuera de control. Cruzan las calles sin mirar, se lanzan frente a los coches y luego tienen el descaro de culpar a los conductores. ¿Por qué respetar a alguien que no se respeta a sí mismo? —insistía.
Una mañana, Diego no salió al aire. Fue la primera vez en más de 10 años que su programa no se emitía. Pasaron varios días sin noticias de él, hasta que finalmente la emisora anunció algo inesperado: Diego había fallecido.
La noticia causó conmoción, no tanto por su muerte, sino por el misterio que rodeaba su vida privada. Nadie sabía nada de él fuera de la radio. Unos días después de su muerte, empezaron a surgir detalles.
El mayor de sus secretos salió a la luz: el locutor que tanto odiaba a los peatones nunca había caminado en su vida adulta. Sufría de paraplejía desde joven, producto de un accidente provocado por un peatón. Este se lanzó delante del vehículo que conducía su padre, causando un accidente en el que su padre murió y Diego quedó en una silla de ruedas para siempre.
Se supo que, desde el accidente, Diego había vivido recluido en su casa, donde había instalado un estudio de radio que le permitía emitir sin tener que salir. Finalmente, todos entendieron por qué odiaba tanto a los peatones.
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