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EL CARPINTERO


 El pueblo era famoso por el vasto y frondoso bosque que lo rodeaba. En él vivía Henry, un carpintero conocido en toda la región por los muebles rústicos que fabricaba. Sus manos, ásperas por los años de trabajo, podían transformar un simple tronco en una obra de arte. Desde joven, Henry había desarrollado una conexión especial con los árboles; estaba convencido de que cada uno de ellos tenía una historia que contar, y su arte consistía en hacerlas visibles en sus creaciones.

Henry vivía en una pequeña cabaña en las afueras del pueblo, justo donde comenzaba el bosque. Cada semana se adentraba en él, buscando los árboles más débiles, aquellos que ya no tenían mucho tiempo de vida. Creía que así respetaba el ciclo natural, cortando solo los que estaban destinados a morir pronto. Sin embargo, con el tiempo, la demanda de sus muebles aumentó, y sin darse cuenta, comenzó a talar más árboles de los que el bosque podía regenerar.

Y fue entonces cuando algo extraño empezó a suceder.

Una gris mañana de otoño, Henry se encontraba solo en lo más profundo del bosque. El único sonido que rompía la tranquilidad era el golpe seco de su hacha contra un roble imponente. Estaba a punto de derribarlo cuando el suelo bajo sus pies comenzó a vibrar. Al principio, pensó que se trataba de un leve temblor de tierra, pero cuando levantó la vista, notó que el cielo, cubierto de nubes, había adquirido un extraño tono verdoso.

El aire se tornó pesado, como si la atmósfera misma hubiera ganado densidad. Respirar se volvió más difícil, y Henry sintió que una energía desconocida lo rodeaba, algo que jamás había experimentado. De repente, un zumbido agudo estalló en sus oídos, forzándolo a caer de rodillas. Se llevó las manos a la cabeza, intentando mitigar el dolor. Cuando levantó la vista, vio cómo de la luz que atravesaba las nubes se formaban figuras difusas, humanoides, pero claramente no humanas.

—No más —escuchó una voz profunda 

—. El tiempo se acaba.

Henry se quedó paralizado, su hacha cayó al suelo con un golpe seco. Las figuras eran altas, delgadas, con ojos profundos que lo observaban con intensidad. Aunque tenían forma humana, estaba seguro de que no pertenecían a este mundo.

—¿Quiénes sois? —preguntó, con la voz temblorosa.

—Somos los guardianes —respondió una de las figuras, su voz resonando en todas direcciones

— Los protectores del equilibrio natural.

Henry intentó ponerse en pie, pero la fuerza de las voces lo mantenía postrado en el suelo.

—La Tierra ha hablado —continuaron las figuras

— Y tú, carpintero, debes advertir al mundo. Si no detenéis el abuso, la invasión comenzará.

—¿Invasión? —preguntó Henry, incrédulo.

—Vendremos y tomaremos el control. El precio por vuestra negligencia será vuestra propia destrucción.

El mensaje fue claro. Antes de que Henry pudiera responder, las figuras se desvanecieron en el cielo, y el zumbido cesó. El cielo volvió a su tonalidad habitual, como si nada hubiera ocurrido.

Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, Henry volvió al pueblo. Tenía que advertirles. Se dirigió directamente a la taberna, donde varios vecinos jugaban a las cartas y al dominó, como solían hacer a diario. Entró con paso decidido y se colocó en el centro de la sala, llamando la atención de todos.

—He visto algo importante —dijo, con la voz firme pero angustiada

— Los árboles están conectados con seres de otro mundo. Me han dado una advertencia: si no dejamos de destruir la naturaleza, nos invadirán.

La taberna quedó en silencio por un instante, y luego estalló en carcajadas.

—¡Henry, hombre! Sabemos que amas los árboles, pero ¿extraterrestres? —dijo uno de los vecinos entre risas.

—¡No estoy bromeando! —gritó Henry

—Si no detenemos la tala, vendrán por nosotros. ¡Nos lo han advertido!

Pero nadie lo tomó en serio. Pensaron que su mente, agotada por los años de trabajo en solitario, le estaba jugando malas pasadas. Poco a poco, la reputación de Henry comenzó a deteriorarse. Los carpinteros siguieron cortando árboles sin medida, y él, al ver que sus advertencias eran ignoradas, decidió dejar de trabajar.

Los meses pasaron y la vida en el pueblo continuó como siempre.

En una madrugada silenciosa, el cielo sobre el pueblo adquirió el mismo extraño color verdoso que Henry había visto en el bosque. Esta vez, el zumbido no solo retumbaba en su cabeza, sino que todo el pueblo lo podía escuchar. La tierra empezó a temblar bajo los pies de los aldeanos. Las figuras que Henry había visto descendían del cielo, flotando sobre el pueblo como sombras amenazantes.

Los aldeanos, aterrorizados, salieron de sus casas, gritando y buscando refugio. Las figuras avanzaban en silencio, y con cada paso, la naturaleza se rebelaba: las raíces de los árboles emergían del suelo, destruyendo todo lo que los humanos habían construido.

—Os dimos una oportunidad —la misma voz resonó en el aire

— Tú, Henry, debes ser el puente entre los humanos y nosotros. Si no te escuchan esta vez, todo será destruido.

Henry, sabiendo que esta era su última oportunidad, corrió hacia el bosque, con el miedo latiendo en su pecho. Se arrodilló junto a un gran roble, cerró los ojos y colocó una mano sobre el árbol y la otra sobre el suelo. La conexión fue inmediata. El zumbido cesó, y el color verdoso del cielo comenzó a desvanecerse.

Los aldeanos, atónitos, observaron cómo el caos se disipaba tan rápido como había comenzado. Los seres extraterrestres desaparecieron, y la tierra volvió a la calma.

Desde aquel día, los carpinteros del pueblo dejaron de talar árboles indiscriminadamente. Comenzaron a utilizar materiales reciclados o a replantar lo que extraían del bosque. La naturaleza y los humanos aprendieron a coexistir en equilibrio.

Henry volvió a trabajar, pero ahora con un respeto aún mayor por los árboles. Los aldeanos, que una vez lo habían ridiculizado, ahora lo respetaban y lo escuchaban. A veces, cuando las tormentas se acercaban y el cielo se teñía de gris, los recuerdos de aquella noche volvían, y el temor se instalaba en sus mentes.

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