Como la mayoría de las viejas estaciones de tren, esta se encuentra en las afueras del pueblo, un lugar donde reina el silencio. Solo se escucha, de tanto en tanto, el canto ocasional de algún búho solitario.
La estación estaba abandonada desde hacía muchos años. La estación de San Carlos, años atrás, había sido el corazón del pueblo, un lugar donde los viajeros llegaban con sueños de nuevas oportunidades, mientras otros partían, dejando sus recuerdos atrás.
Ahora, solo queda una estructura deteriorada y en peligro de derrumbe, invadida por la maleza, lo que hace prácticamente imposible entrar. Todos en el pueblo conocen la historia de un tren fantasma. Siempre a medianoche, cuentan los pocos que se atrevían a pasar cerca de la estación, se escuchaba el silbato de una locomotora que jamás llegaba; su estruendo resonaba a lo lejos. La leyenda decía que, en una época lejana, un tren de carga había partido de San Carlos rumbo a la ciudad, pero nunca llegó a su destino. Según las historias, el tren cayó al río, arrastrando consigo a todos los tripulantes y la misteriosa carga que transportaba. Aunque el río no era muy profundo y resultaba imposible que arrastrara los vagones, el tren y todo lo que llevaba desapareció sin dejar rastro.
Pasaron los años, y aunque el tren nunca apareció, la estación continuó funcionando con normalidad. Los lugareños juran que, cada cierto tiempo, el tren desaparecido "volvía" a la estación: nadie lo veía, pero todos escuchaban el silbato a lo lejos, junto con un leve temblor en las vías.
Los que habían presenciado estos fenómenos contaban que el silbato era terrorífico en la oscuridad de la noche, como si surgiera del centro de la tierra. Algunos incluso aseguran ver figuras que parecen flotar en la niebla del amanecer. Entre ellas, destaca la figura de una mujer con un largo vestido blanco y un antiguo sombrero, que siempre aparece sentada en uno de los bancos de la estación, mirando hacia la inmensa oscuridad. Los que la han visto cuentan que sus ojos no parecen humanos: son oscuros y carecen de pupilas. Alguno intentó acercarse a hablarle, pero, al hacerlo, ella giraba su cabeza y se desvanecía en la penumbra, dejándolos con un intenso frío en los huesos, como si algo anormal los hubiera poseído.
También está la historia del jefe de estación, un hombre que trabajó allí hasta sus últimos días. Cuando pasaban pocos trenes, solía entretenerse tomando café y fumando en pipa. Desgraciadamente, un día falleció de un infarto fulminante. Desde entonces, quienes osan acercarse a la estación perciben claramente el aroma a café y el pegajoso olor del tabaco de pipa, sintiendo la presencia de un espíritu tranquilo en el despacho.
Pero lo que más asusta a los visitantes son los sonidos de alguien caminando por las vías, con cadenas atadas a los pies, acompañado por las risas de niños. Otro extraño suceso es escuchar a un hombre susurrar en voz baja el nombre de una mujer, María. La historia cuenta que esta mujer frecuentaba la estación y se había enamorado de un ferroviario, con el que planeaba huir del lugar. Mientras ella esperaba a su amado, él perdió la vida entre los raíles, arrollado por una locomotora. La pena fue tan grande que ella decidió dejarse morir en uno de los bancos de la estación.
Así, la estación quedó habitada por los ecos de aquellos que nunca se marcharon, y de otros que llegaron y ya no pudieron irse. Los trenes dejaron de pasar por San Carlos hace mucho tiempo, pero en las noches más oscuras y silenciosas aún se escucha el eco lejano de un silbato, anunciando el regreso de lo que jamás volverá.
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