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ZUMBIDOS


 San Gerardo era un pueblo pequeño, de apenas mil habitantes, perdido entre cerros áridos y campos resecos.

Allí, la vida transcurría lentamente, marcada por el repique de las campanas de la iglesia y el polvo que levantaban los pocos coches al pasar por sus calles estrechas. Nadie hubiera imaginado que, en ese rincón olvidado del mundo, ocurriría algo tan terrible.

Todo comenzó con un zumbido.
La primera noche, solo unos pocos vecinos lo escucharon: un murmullo agudo y constante, como si el aire vibrara con electricidad. Quienes lo oyeron pensaron en insectos, en esas nubes de mosquitos que solían aparecer junto al río durante los veranos húmedos. Pero era invierno, no había lluvias, ni charcos, ni agua estancada.

La segunda noche, el zumbido fue más fuerte.
La tercera, desapareció la primera persona.

Se llamaba don Clemente, un anciano que vivía solo en una casita al final del callejón del molino. Los vecinos cuentan que había salido a regar una maceta seca cuando escuchó aquel ruido ensordecedor. Al amanecer, su casa estaba abierta de par en par. Lo único que encontraron fueron gotas de sangre seca en el suelo y una mancha oscura en la pared, como si algo hubiera sido absorbido.

Nadie habló en voz alta del asunto. Algunos pensaron en un forastero, en un robo, pero en el fondo todos sabían que no era eso. Había algo en el aire, algo distinto. Esa misma tarde, en la plaza, un enjambre de mosquitos apareció flotando sobre el campanario.

Eran tantos que oscurecieron el cielo, formando una nube inmensa. Algunos vecinos se persignaron, otros corrieron a encerrarse en sus casas. Nadie se atrevió a intentar eliminarlos. No eran mosquitos comunes: eran grandes, con cuerpos brillantes y alas enormes. El zumbido se volvió insoportable y, al caer la noche, desapareció la segunda persona.

Se llamaba Clara, una mujer joven que intentó huir del pueblo en su coche. La vieron salir apresurada, con su hijo pequeño en brazos. Apenas recorrió unos metros cuando la nube descendió sobre el vehículo como una manta negra. Sus gritos resonaron por toda la calle. Cuando el coche se detuvo, ya no había nadie dentro: solo un parabrisas roto y los asientos manchados de sangre. A partir de esa noche, nadie volvió a atreverse a escapar.

El enjambre rodeaba las casas, se posaba en techos y ventanas, bloqueaba puertas como si vigilara. Cualquier intento de huida terminaba en muerte segura. El pánico se extendió, y con él, un silencio sepulcral.

Las calles quedaron desiertas, las persianas cerradas, y en cada hogar se escuchaban rezos y llantos.
Las muertes se volvieron sistemáticas: cada noche desaparecía alguien. No importaba dónde se escondieran, los mosquitos siempre los encontraban.

Un joven que corrió hacia el cementerio, una familia oculta en un sótano, una anciana refugiada en la iglesia… todos fueron devorados. Los mosquitos parecían seguir un plan: iban de casa en casa, de persona en persona, como si alguien les diera la orden de cazar.

Quienes se atrevieron a desafiarlos terminaron peor, perseguidos a campo abierto hasta ser engullidos por la nube.

Los pocos sobrevivientes organizaron reuniones secretas en el sótano del viejo bar.
—No son insectos normales —dijo uno de ellos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó una mujer.
—No buscan alimento… nos están exterminando.

Un grupo decidió enfrentarlos. Armados con antorchas y gasolina, salieron a la plaza y quemaron un par de nidos hallados en los árboles. Por un instante creyeron tener esperanza, pero el enjambre apareció como una ola oscura, más densa que nunca. No hubo tiempo de huir. Sus gritos desgarraron la noche, y al amanecer, en la plaza solo quedaba un charco de sangre.

Los días se hicieron interminables. Nadie entraba ni salía del pueblo. La comida comenzó a escasear. Algunos se arriesgaron a buscar agua y víveres, pero ninguno regresó. El zumbido era constante, de día y de noche, como un lamento interminable.

Las casas se transformaron en sepulcros. Cada sobreviviente aguardaba su turno, algunos dejando cartas o diarios, otros simplemente acostándose a esperar.

La última familia que intentó escapar por el camino de tierra no alcanzó siquiera la colina que rodeaba al pueblo. Sus gritos se apagaron bajo el zumbido del enjambre.

Finalmente, no quedó nadie.
San Gerardo se convirtió en un pueblo fantasma. Las casas vacías se cubrieron de polvo, los perros murieron o huyeron, y una noche, el enjambre, satisfecho, se elevó hacia el horizonte como una nube negra que poco a poco se disolvió.

Años después, un viajero curioso entró en el pueblo. Encontró diarios, muebles cubiertos de polvo y ropa ensangrentada, pero ni un solo cuerpo. Era como si todos hubieran sido borrados del mapa.

Aquella noche, mientras dormía en la casa del alcalde, despertó sobresaltado. En la penumbra, escuchó un ruido agudo acercándose a la puerta.
Un zumbido.

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 San Gerardo era un pueblo pequeño, de apenas mil habitantes, perdido entre cerros áridos y campos resecos. Allí, la vida transcurría lenta...