Las especias siempre habían sido necesarias para dar un toque único a las comidas: una pizca de pimienta para aportar picante a un guiso, un toque de nuez moscada para endulzarlo, un grano de clavo para darle alma a un caldo. Cada una tenía una utilidad en la cocina.
Pero para Esteban García, maestro cocinero, eran algo más profundo. Las especias poseían poder, un poder secreto. El hombre que conociera bien sus combinaciones podía lograr lo imposible: despertar la euforia, provocar sueños lúcidos o incluso detener un corazón.
En la penumbra de su cocina, Esteban repetía sus pensamientos mientras afilaba los cuchillos o acariciaba frascos de cristal donde descansaban polvos rojos, semillas amargas y cortezas secas. Lo hacía porque, aunque lo negara frente a todos, sabía que llegaría el día en que su ciencia en la cocina tendría un destinatario concreto: un cliente al que odiaba más que a nadie en el mundo.
El restaurante de Esteban, El Mirador del Azafrán, era un templo de la gastronomía moderna en la ciudad. Cada noche se llenaba de comensales adinerados, turistas y críticos culinarios. Entre ellos, había un nombre que provocaba un silencio incómodo cuando aparecía en la lista de reservas: Arturo Moli.
Arturo era un empresario inmobiliario famoso por dos cosas: su desmedida fortuna y su crueldad verbal. Entraba siempre con paso firme, el traje impecablemente planchado, el reloj brillando bajo las luces y la lengua afilada para destrozar a cualquiera que no cumpliera sus caprichos.
Trataba a los camareros como esclavos, consideraba a los cocineros simples bufones que jugaban con ollas, pero el odio que sentía hacia Esteban superaba a todo.
—Un restaurante como este debería servir algo más que platos diminutos para niños ricos —solía decir.
—¿Esto es un plato principal o un adorno para Instagram? —era otra de sus frases favoritas.
Las risas de su séquito retumbaban como bofetadas en los oídos de Esteban. Aquel hombre no venía a comer, venía a humillar.
Con los años, su desprecio se convirtió en un ritual. Cada mes Arturo reservaba una mesa para seis, exigía los vinos más caros y, al final de la velada, encontraba la manera de ridiculizar a la cocina. Los cocineros lo odiaban en silencio, pero Esteban… Esteban lo odiaba con calma, esperando su oportunidad.
Aquella noche, cuando la jefa le susurró que Arturo estaba de nuevo en la lista de reservas, Esteban solo esbozó una leve sonrisa.
La cocina hervía de actividad: hornos encendidos como volcanes, cuchillos golpeando las tablas, el equipo moviéndose con precisión militar. Y en el centro de todo, Esteban.
Desde hacía meses, en las solitarias madrugadas, había experimentado con especias que no figuraban en ningún recetario. Sabía que la nuez vómica, en dosis mínimas, podía alterar el pulso; que la pimienta de Java aceleraba la sudoración; que ciertas combinaciones de anís estrellado y canela provocaban palpitaciones extrañas. Todo estaba anotado en un cuaderno secreto.
Mientras el equipo montaba los entrantes, Esteban abrió un pequeño cajón donde guardaba frascos que nadie más tocaba. Tomó uno y lo ocultó bajo el paño de cocina.
El menú de esa noche incluía un plato nuevo que Esteban había bautizado como “El Corazón del Bosque”: un estofado reducido servido en un cuenco negro de cerámica artesanal. A primera vista, era un plato elegante —carne tierna, setas silvestres, un caldo oscuro—, pero el secreto estaba en el condimento.
Nadie en la cocina notó nada, pero Esteban sabía que aquel cuenco sería distinto. El aroma que se elevó era intenso, con un trasfondo picante, como un perfume que promete placer y esconde dolor.
Cuando el plato estuvo terminado, lo envió a la mesa con un gesto solemne. Los camareros se acercaron al grupo de Arturo y lo colocaron frente a él.
—¿Y esto? —preguntó con su tono burlón de siempre.
—El Corazón del Bosque, señor. Creación especial del chef.
—Veremos si al menos sabe mejor de lo que parece…
Esteban, desde el ventanuco de la cocina, observaba. La tensión lo invadía.
Al principio, no pasó nada. Arturo masticó, bebió un sorbo de vino y continuó hablando. Pero luego… algo cambió.
Un ligero temblor en sus dedos. Una pausa en medio de la risa. Un parpadeo demasiado largo. Esteban lo vio. Lo supo. La mezcla estaba surtiendo efecto. Arturo bebió más vino, pero la copa tembló en sus labios. Se llevó las manos al cuello, como si le faltara el aire.
—¡Arturo, Arturo! ¿Qué te pasa? —preguntó un comensal.
Un camarero corrió a pedir ayuda. Gritos. Confusión. Sillas arrastradas. La sala, antes elegante y bulliciosa, se convirtió en un caos.
Desde la cocina, Esteban no se movía. Solo esbozó una sonrisa. Arturo se desplomó contra la mesa, derramando el vino como sangre oscura. Sus acompañantes gritaban pidiendo una ambulancia mientras intentaban reanimarlo.
La ambulancia llegó tarde. El empresario fue declarado muerto en el hospital, víctima de un infarto fulminante. Nadie habló de especias ni de combinaciones imposibles. Nadie sospechó del cocinero.
Esa noche, como todas, Esteban volvió a abrir sus frascos, a oler sus polvos, a acariciar sus semillas. En su cuaderno secreto escribió una última frase:
“El poder de las especias es sutil, invisible. Nadie sabe dónde termina la cocina y dónde empieza el veneno.”
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