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CEGUERA DEFINITIVA


 Aquella mañana, cuando Daniel se despertó, notó que algo en la habitación era distinto. No era el silencio de siempre, ni el aroma de café que solía llegar desde la cocina. Era la luz.

El resplandor que entraba por la ventana tenía algo extraño, como si estuviera filtrado por un vidrio empañado. Se frotó los ojos, pensando que tal vez había dormido con la cara contra la almohada, pero el velo no desapareció.

—Será cansancio de tantas horas frente al ordenador —murmuró.

Decidió no darle importancia. Sin embargo, cuando bajó al garaje y miró su coche negro, notó que las líneas del vehículo se veían difusas, como si alguien hubiera derramado agua sobre un dibujo a lápiz. El corazón le dio un salto, aunque se obligó a sonreír.

—Será algo pasajero...

Lo que Daniel no sabía era que aquello sería el primer síntoma de un descenso hacia la oscuridad total.

A las dos semanas aparecieron las primeras sombras. No eran comunes: pequeños círculos oscuros flotaban en su campo visual. Al principio los confundió con polvo en sus gafas, pero las manchas se movían con él. Una noche, conduciendo por la autopista, descubrió algo aún más inquietante: las luces de los coches lo cegaban durante varios segundos.

—¿Y si me estoy quedando ciego? —pensó, estremecido.

Decidió ir al oftalmólogo.
La doctora lo recibió con una sonrisa amable, aunque en su mirada había algo distinto.

—Tus retinas muestran alteraciones. Necesito hacerte más estudios, pero podría tratarse de una degeneración progresiva —dijo.

Daniel sintió que la palabra “progresiva” se le clavaba como un cuchillo.

—¿Qué significa eso? —preguntó con la voz quebrada.
—Significa que estás perdiendo la vista —respondió la doctora con claridad.

Las noches se convirtieron en tormento. Cerraba los ojos para dormir y temía que, al abrirlos, no pudiera ver nada. Se imaginaba despertando en un mundo negro, sin rostros, sin letras, sin colores. El simple hecho de pensarlo lo cubría de sudor frío. Intentaba leer, pero no lograba concentrarse. Apagaba la lámpara y quedaba tumbado en silencio, preguntándose cuánto tiempo le quedaba. A veces pensaba en contárselo a alguien, pero desistía: nadie entendería su sufrimiento.

Decidió ocultar su situación. Un día, al caminar por la calle, no vio un bordillo y tropezó. Cayó al suelo y, aunque se levantó enseguida, sintió el peso de las miradas ajenas. El golpe dolió menos que la herida en su orgullo.

Con los meses, la luz del sol se volvió insoportable y la oscuridad demasiado densa. Vivía en un contraste cruel: de día, el resplandor lo cegaba; de noche, las sombras lo devoraban. Comenzó a soñar con túneles interminables que lo conducían a una negrura cada vez más espesa.

De nuevo en consulta, la doctora no dio rodeos:
—Daniel, tienes retinosis pigmentaria. Es una enfermedad degenerativa. La visión periférica será la primera en desaparecer y luego se cerrará, como si miraras a través de un túnel.
—¿Hay algo que pueda curarme?
—No existe una cura. Solo podemos intentar retrasar el avance.

El mundo se le vino abajo. Apenas escuchó el resto. Una sola palabra retumbaba en su mente: irreversible.

Conforme su vista se apagaba, sus otros sentidos comenzaron a afinarse. Escuchaba el tic-tac del reloj, el roce de las hojas contra la ventana, el crujido del parqué bajo sus pies. Los olores también se intensificaron: el café recién molido, la humedad de la ropa mojada, el perfume de un desconocido en el metro. Su cuerpo intentaba compensar la pérdida.

Lo que más lo aterraba no era la oscuridad, sino depender de alguien. Se imaginaba a su madre guiándolo por la calle, a un amigo llevándolo del brazo, a un desconocido leyéndole un cartel. Esa idea lo consumía. A veces, incluso, deseaba que todo terminara.

Una tarde, al llegar a casa, extendió la mano hacia la mesa, pero al dejar las llaves cayeron al suelo: la mesa no estaba donde creía. Ese día comprendió que la oscuridad no era solo ausencia de luz, sino desorientación y vulnerabilidad.

Una mañana, mientras observaba el amanecer desde la ventana, vio cómo el naranja del sol se difuminaba hasta volverse una mancha blanquecina. Supo que sería la última vez que distinguiría un color con claridad.

El miedo lo llevó a encerrarse. Cerró las cortinas, apagó el teléfono y dejó de ir al trabajo. Su mundo se redujo a cuatro paredes. Comenzó a escuchar ruidos extraños: a veces dudaba de su imaginación, otras estaba seguro de no estar solo.

Durante días luchó entre rendirse o adaptarse. Lo único que se preguntaba era qué vida le esperaba sin la vista.

Nunca volvió a ver un amanecer, nunca volvió a leer un libro con sus ojos, pero en su memoria permanecieron grabadas las formas y los colores. Y en la oscuridad aprendió que las palabras también iluminan.

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CEGUERA DEFINITIVA

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