Nací en una calle estrecha de Aragón, un lugar donde los inviernos se clavan en los huesos como cuchillos helados y los veranos huelen a trigo y a sudor.
Mi madre decía que yo tenía la mirada inquieta; mi padre, campesino y tozudo, me enseñó a manejar la azada antes de que pudiera escribir mi nombre.
Cuando estalló la guerra yo apenas contaba diecisiete años. No entendía de bandos ni de consignas: sólo sabía de tierra, de hambre y de la rabia que se mascaba en el aire. El pueblo se dividió en dos: los que gritaban “Arriba España” y los que se escondían tras las cortinas, temerosos de ser señalados. Yo, sin saber muy bien por qué, me puse del lado de quienes prometían justicia para los míos.
La primera vez que empuñé un fusil lo hice con las manos temblorosas; el hierro estaba frío, pesado y era más grande que yo. Me uní a una columna republicana que avanzaba hacia Teruel. La nieve nos cegaba y el viento arrastraba gritos y pólvora. Allí descubrí el olor de la muerte.
No era valentía lo que me movía, sino la certeza de que, si no peleaba, me arrebatarían hasta la tierra donde estaban enterrados mis abuelos. En la trinchera aprendí a distinguir el zumbido de las balas y a contener la respiración cuando el enemigo avanzaba. Vi caer a amigos de la infancia y comprendí que la vida puede extinguirse en un segundo, como una vela soplada por el viento.
Cuando la República cayó yo tenía veinte años y las manos endurecidas por la guerra. La retirada fue un éxodo de fantasmas: miles de hombres y mujeres cruzando los Pirineos perseguidos por el eco de los fusiles nacionales. Yo no crucé; algo me ataba a mi tierra, a mis montes. No podía dejar atrás las encinas donde jugué de niño ni los caminos que mi padre había abierto con su mula.
Los vencedores impusieron su paz de cementerio: las cárceles se llenaron, las tapias de los camposantos se tiñeron de sangre. Fue entonces cuando decidí no rendirme. Me uní a un grupo de hombres que, como yo, prefería vivir en los montes antes que agachar la cabeza. Nos llamaron “los maquis”.
La sierra se convirtió en mi casa y en mi condena. Dormíamos bajo robles, compartíamos mendrugos de pan duro y bebíamos agua de arroyos helados; aprendí a orientarme por las estrellas y a distinguir el crujido de una rama que delataba la llegada de una patrulla. La gente del pueblo, aunque temerosa, a veces nos ayudaba: nos dejaban pan en los huecos de piedra y nos susurraban noticias.
—Han detenido a fulano.
—Han fusilado a mengano en la plaza.
Cada mensaje era un golpe al corazón, pero también una chispa que mantenía viva la llama de nuestra resistencia. Éramos sombras: bajábamos a los pueblos de noche, pintábamos consignas en las paredes, saboteábamos líneas de tren. Cada acción era pequeña, pero en nuestros pechos sonaba como un rugido.
Los guardias civiles nos conocían bien y nos cazaban como a lobos; dejaban huellas profundas y sus perros olfateaban cada rincón. Más de una vez estuvimos a punto de ser aniquilados. Recuerdo una emboscada cerca de Aliaga: éramos cinco. Al amanecer nos sorprendieron con ráfagas de metralla; el aire se llenó de plomo y tierra. Juanín, el más joven, cayó sin gritos, con los ojos abiertos hacia el cielo. Logré arrastrarlo tras una roca, pero ya estaba muerto.
Sentí la rabia más pura, una furia que me hizo disparar hasta que el cañón del fusil ardía. Aquella noche, mientras enterrábamos a Juanín bajo un pino, juré no olvidar jamás.
A veces llegaban rumores de que los aliados, tras vencer a Hitler, vendrían a España a derribar al dictador. Soñábamos con columnas de tanques liberando Madrid, con banderas rojas y tricolores ondeando de nuevo. Los años pasaban y nada cambiaba. Algunos compañeros desertaban en busca de rehacer su vida en Francia; otros se entregaban, sabiendo que les esperaba la cárcel o la ejecución. Yo me aferraba a la lucha como a un clavo ardiente.
La traición vino de donde menos la esperaba: un campesino al que había ayudado miles de veces nos delató por unas monedas. Una madrugada oímos pasos sigilosos; no eran amigos. Los disparos retumbaron como truenos. Corrí entre los matorrales; dos compañeros cayeron y yo conseguí escapar.
Ese invierno de 1947 fue el más duro de mi vida. La nieve cubrió los montes y el hambre nos atacaba ferozmente; caminábamos días enteros con el estómago vacío, alimentándonos de raíces y bellotas. Una noche, acurrucado en una cueva, pensé que no podía más. Consideré rendirme: bajar al pueblo y dejar que me apresaran. Entonces recordé la mirada orgullosa de mi madre el día que partí; su recuerdo me dio fuerzas para continuar.
El miedo fue un compañero constante: dormíamos con un ojo abierto y el fusil bajo el brazo. Fue en el verano de 1952, cuando el sol caía a plomo, que llegamos a un cortijo abandonado para descansar unas horas. No sabíamos que nos habían seguido. De pronto los disparos estallaron como relámpagos. Vi a Mateo caer mientras me gritaba que corriera. Salté por una ventana, rodé por el suelo y huí entre los olivos; logré escapar, pero supe que era el final.
Un año después, cuando por fin decidí abandonar los montes, ya no quedaba nada de aquel muchacho que empuñó por primera vez un fusil. Hoy, con los años encima y la piel arrugada, sigo recordando cada rostro. Sé que la historia nos olvidó, que nos llamaron bandidos y forajidos; pero yo sé la verdad: fuimos hombres que no quisieron agachar la cabeza. Y mientras cuento esto, siento que aún resuena el juramento hecho bajo el pino donde enterramos a Juanín:
—Resistir, aunque el mundo se olvide de nosotros.
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