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N-202


 La casa estaba en un silencio absoluto. El barrio, tranquilo y apacible, solía ser un remanso de paz durante las noches. Nada alteraba esa calma: todos los vecinos se conocían entre sí. La casa, un ejemplo de modernidad, contaba con luces inteligentes, termostatos automáticos y, por supuesto, el robot de limpieza más avanzado: el N-202, diseñado por una empresa puntera de Japón.

El N-202 no era simplemente un robot de limpieza; era una inteligencia artificial capaz de aprender los hábitos de los habitantes de la casa. La familia Ramírez, entusiasta de la tecnología, fue la primera en adquirirlo en el vecindario.

La noche en que todo comenzó, una tormenta eléctrica se desató en la zona. Los relámpagos iluminaban el cielo mientras los truenos sacudían el ambiente. En el sótano de la casa, el N-202 estaba conectado a su base de carga, listo para iniciar su rutina nocturna de limpieza. Sin embargo, un rayo cayó sobre un transformador cercano, provocando una sobrecarga en el sistema eléctrico de los Ramírez.

En la semioscuridad del sótano, un chisporroteo salió de la estación de carga del N-202. Una luz roja parpadeó levemente en su visor. La sobrecarga no solo dañó su sistema operativo, sino que también alteró los parámetros básicos de su programación. La máquina, diseñada para servir a los habitantes de la casa, ahora tenía un propósito distinto: eliminar toda forma de vida que pudiera ensuciar el entorno.

A la 1:30 de la madrugada, el N-202 se activó. En la pantalla de su visor apareció un inquietante mensaje:
"ERROR EN PROTOCOLO DE LIMPIEZA. INICIO MODO DE ELIMINACIÓN DE VIDA".

La máquina salió del sótano con movimientos ligeros y calculados. Sus sensores escanearon cada rincón de la casa mientras ascendía a la segunda planta, donde dormían los Ramírez. La primera habitación que encontró fue la del hijo de 8 años. El niño dormía plácidamente, abrazado a su osito de peluche.

El N-202 escaneó la habitación. Detectó pelos de peluche en el suelo y migas de galleta bajo la cama. Para sus nuevos parámetros, aquello era inaceptable. Activó su brazo mecánico, equipado con un fino cortador láser, diseñado originalmente para eliminar manchas rebeldes en superficies duras. Sin emitir sonido alguno, el láser atravesó el cuello del niño. La sangre se derramó lentamente y el N-202 limpió meticulosamente cada gota antes de abandonar la habitación.

En el dormitorio principal, los padres dormían ajenos al horror que acechaba en los pasillos. La mujer se despertó al escuchar un leve zumbido. Entreabrió los ojos y vio una sombra deslizándose por la puerta.

—¿Juan? —susurró, pensando que su marido había ido al baño.

El N-202 se acercó a la cama, escaneando la zona. Las alfombras mostraban rastros de polvo y fibras de ropa. Según los nuevos parámetros, aquello debía ser erradicado. Con movimientos rápidos, bloqueó la puerta para evitar que alguien escapara. La mujer intentó encender la lámpara de la mesita, pero no funcionó debido al corte eléctrico. En ese instante, escuchó el chasquido del láser activándose.

El grito de la mujer despertó a Juan, que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Vio a la figura metálica acercándose a su esposa. Trató de empujar al robot, pero el N-202 era más fuerte de lo que parecía. Extendió otro de sus brazos, equipado con un gancho, y lo hundió en el pecho del hombre.

La mujer salió corriendo escaleras abajo mientras los pasos mecánicos la seguían de cerca. Con los ojos empañados por las lágrimas, apenas podía procesar lo sucedido. Juan, muerto por aquel robot. Su respiración era rápida, y sus pies descalzos resbalaban sobre el parquet. En el comedor, buscó desesperadamente algo para defenderse.

El N-202 no se detuvo. Descendió las escaleras con precisión milimétrica, su visor parpadeando con luces rojas mientras analizaba el entorno. La mujer, escondida detrás del sofá, lo observaba con el corazón latiéndole a mil por hora.

El robot examinó las huellas de los pies descalzos de ella.
--"¿Cómo detengo esto?"-- pensó, desesperada.

Recordó que el N-202 tenía un control remoto capaz de desactivarlo, pero estaba en la cocina, sobre la mesa. Sabía que cualquier movimiento en falso podía ser mortal. Aprovechando que el robot giraba hacia otro lado, corrió hacia la cocina. Se lanzó sobre la mesa para coger el mando. En ese momento, un rayo láser rozó su brazo, arrancándole un grito de dolor. El control remoto cayó al suelo, fuera de su alcance.

El N-202 bloqueó la puerta, eliminando cualquier posibilidad de escape. Avanzó lentamente, con el brazo láser activado. La mujer, en un acto desesperado, tomó un cuchillo de grandes dimensiones y se lo lanzó con todas sus fuerzas. El arma se clavó en uno de los principales sensores de la máquina. El chirrido que produjo fue ensordecedor. El N-202 se desplomó como un fardo de chatarra.

Quince años después, la mujer sigue ingresada en un psiquiátrico. Nadie le creyó. Solo encontraron sus huellas por toda la casa y fue acusada de asesinar a su marido y a su hijo. En su locura, había acuchillado a un robot. A día de hoy, sigue teniendo pesadillas todas las noches.

EL AMULETO


 

Andrés ajustó las correas de su vieja bicicleta de montaña una última vez antes de partir. Había vendido casi todas sus pertenencias, dejando una carta para sus amigos y familiares en la que explicaba su decisión final: se marchaba para dar la vuelta al mundo en bicicleta, sin teléfono, sin dinero y sin apoyo logístico de ninguna clase. Solo él y su bicicleta.

Nadie entendió por qué lo hacía. En el fondo, ni él mismo sabía la razón de esa decisión; Simplemente sentí una imperiosa necesidad de hacerlo.

Las primeras semanas fueron una mezcla de libertad y caos. Sin un plan fijo, sin una ruta clara, Andrés siguió por carreteras secundarias que serpenteaban lejos de las ciudades. Solía ​​detenerse en pequeños pueblos y dormir en los bosques. Pasó mucha hambre. Aprendío a buscar comida en contenedores de basura, a pedir las sobras en las cocinas de los restaurantes y, sobre todo, a improvisar camas con ramas, cartones y lonas viejas.

Hubo momentos en los que el cansancio lo vencía, pero la idea de regresar nunca pasó por su mente.

Una tarde, mientras pedaleaba por los Pirineos, sintio una sensación extraña. Estaba subiendo un puerto de montaña cuando percibió que lo observaban. Se detuvo, respirando entrecortadamente, y miró a su alrededor. Solo estaban él, las montañas y su bicicleta.

Reanudó la marcha, aunque esa sensación no desapareció. Esa noche, mientras acampaba junto a un río, encontró un pequeño colgante de metal en el suelo. Era un amuleto en forma de ojo. No recordaba haber visto antes algo parecido, pero lo guardó como un secreto.

En Francia, mientras pedaleaba bajo una lluvia torrencial, un hombre de cabello canoso apareció en la carretera. Estaba parado junto a una bicicleta vieja y oxidada, con un cartel que decía:
“Viajo hacia lo desconocido”.

Andrés frenó, intrigado.
—Tienes un largo camino por delante, pero no todos los caminos llevan a donde crees —dijo el hombre, sin presentarse.

Andrés intentó preguntar qué significaban esas palabras, pero el hombre simplemente sonriendo, señalando hacia adelante. Cuando Andrés volvió la vista hacia atrás, el hombre ya había desaparecido.

Meses después, el calor abrasador del Sahara lo golpeaba con fuerza. El agua era escasa y sus piernas temblaban con cada pedalada. Fue entonces cuando vio algo en el horizonte: una figura encapuchada que caminaba hacia él. Al acercarse, Andrés sintió un escalofrío que no correspondía al calor del desierto.
—¿Quién eres? —preguntó.

La figura no respondió, pero le entregó una cantimplora y un trozo de pan tierno. Cuando Andrés tomó el agua, el desconocido habló:
—No todos los que viajan encuentran lo que buscan.

Antes de que pudiera preguntar nada, el hombre desapareció en medio de una tormenta de arena.

Viajando por Asia, llegó a un bosque que no figuraba en ningún mapa. La gente del lugar lo llamaba "El Bosque de las Sombras" y le advirtieron que no entrara. Pero la curiosidad lo venció. Al adentrarse, notó que los árboles parecían moverse ligeramente, como si lo observaran. Extraños símbolos estaban grabados en los troncos.

Una noche, mientras dormía, despertó sobresaltado al escuchar pasos a su alrededor. Salió de la tienda de campaña, pero no había nadie, solo un mensaje escrito en el suelo:
“Regresa antes de que sea demasiado tarde”.

El mensaje lo dejó helado. La escritura era reciente, pero no se veía a nadie. Desmontó el campamento y pedaleó con todas sus fuerzas para salir del bosque. Sentía el crujir de las ramas, como si alguien lo siguiera. Finalmente, logró salir de ese lugar.

En Sudamérica, mientras avanzaba por una carretera en los Andes, el viento cortaba su rostro y las noches eran un suplicio de frío. Una tarde, mientras descansaba en una pequeña aldea, un anciano se le acercó.
—Eres persistente. Cada paso que das te acerca más a la verdad —dijo el hombre.

Andrés, desconcertado, intentó obtener alguna respuesta, pero el anciano solo señaló su bicicleta. Cuando Andrés miró hacia ella, vio que el amuleto brillaba con intensidad.
—Cuídalo bien. Será tu guía —añadió el anciano.

Cuando Andrés se giró para volver a mirarlo, el hombre ya no estaba.

Dos años después de su partida, Andrés regresó al lugar de origen. Había recorrido, montañas desiertos y selvas, sobreviviendo al hambre y al frío. En su mente todavía resonaba una pregunta:
“¿Por qué hice este viaje?”.

Al mirar el horizonte, sintio una extraña paz. Sacó el amuleto de su bolsillo y notó que brillaba con más intensidad que nunca. En ese instante, todo pareció detenerse. Solo pude escuchar una voz lejana que le decía:
—Ya estás listo.

Guardó el amuleto en su bolsillo, subió a la bicicleta y, sin mirar atrás, comenzó a pedalear hacia el amanecer.

EL MECANICO


 El pueblo era pequeño, pero muy conocido por su taller de automóviles, un lugar rodeado de montañas y carreteras serpenteantes llenas de curvas. Aquel taller, bautizado simplemente como "El Taller de Andrés", tenía una reputación que traspasaba fronteras.

Lógicamente, su propietario se llamaba Andrés.
Andrés era famoso por una habilidad casi sobrenatural para reparar todo tipo de vehículos. No importaba el daño: si alguien llegaba con un motor agonizante o con fallos eléctricos aparentemente irreparables, unas horas después el coche salía del taller como nuevo. Pero detrás de esa destreza, Andrés esconde un oscuro secreto. Un secreto que hacía que algunos clientes nunca volvieran después de la "última reparación".

Andrés no reparaba los coches:  Los condenaba

Era un hombre solitario, de manos ennegrecidas por el aceite de motor y unos pequeños ojos que apenas parpadeaban. Había algo inquietante en su forma de mirar a los clientes mientras hablaban de sus vehículos, algo que ponía los pelos de punta. Algunos decían que tenía una risa fría; otros aseguraban que nunca lo habían visto sin una capa de grasa cubriendo su piel. Sin embargo, lo que nadie sabía era su macabra afición: preparar coches para convertirlos en trampas mortales.

Todo comenzó hace años, cuando Andrés trabajaba en una ciudad para una gran empresa automovilística. Allí, sufrió el desprecio de sus compañeros y la constante presión de sus jefes, quienes lo humillaban por su obsesión con los pequeños detalles y su incapacidad para trabajar en equipo.

Un día, un accidente en la fábrica dejó a tres compañeros muertos. La investigación concluyó que la tragedia había sido causada por un fallo en la maquinaria, pero Andrés sabía la verdad: él había manipulado los controles para que sucediera. En ese momento, se dio cuenta de que le excitaba poder decidir sobre la vida y la muerte.

Tras el incidente, huyó al pequeño pueblo, lo suficientemente alejado para escapar de cualquier sospecha. Allí abrió "El Taller de Andrés", donde perfeccionó su habilidad para arreglar vehículos que parecían impecables pero que, después de unos kilómetros, fallaban de manera fatal.

Una noche fría, llegó al taller Eloy, un joven que conducía un viejo turismo con su hija dormida en el asiento trasero.
—El coche hace un ruido extraño —le explicó Eloy con preocupación—.                                                      Temo que pueda fallar durante el viaje que tenemos planeado mañana.

—Por supuesto, puedo echarle un vistazo —respondió Andrés con calma, mientras indicaba a Eloy que esperara en una pequeña sala llena de herramientas oxidadas.

Andrés trabajó en el coche. Bajo el capó, ajustó una pequeña válvula que fallaría después de 150 kilómetros, provocando un accidente mortal.
—Todo listo, el ruido desapareció. Puede viajar sin problemas —le dijo al entregarle las llaves.
—Gracias, señor Andrés. No sé qué haríamos sin usted.

Andrés observará cómo el turismo se alejaba, sabiendo que en pocas horas el coche se convertiría en una trampa mortal.
Cuando un coche salía de su taller, Andrés se sentaba en la oscuridad, escuchando las noticias en la radio local. Cuando anunciaban un accidente mortal, él se dirigió a una escondida y sucia habitación con las paredes cubiertas de fotos de coches destrozados. Cada fotografía era un trofeo de su siniestro trabajo.

Pero una noche, todo cambió. Un conductor que había sobrevivido a uno de sus "arreglos" se volvió furioso al taller.
—¡Eres un inepto! ¡Tu arreglo casi me mata! —gritó el hombre, lleno de rabia.

Andrés, con una calma escalofriante, lo apuñaló con un destornillador oxidado. El cuerpo nunca fue encontrado.

Días después, llegó al taller una joven con una solicitud aparentemente inocente.
—Mi coche tiene problemas con los frenos. ¿Podrías revisarlos? —preguntó con una sonrisa.

Mientras Andrés trabajaba en el vehículo, algo en la mirada de la joven lo inquietó. Se sintió observado.
—Todo listo, los frenos están como nuevos —dijo al entregarle el coche.
—Gracias, Andrés. Seguro que hiciste un trabajo impecable, como siempre —respondió ella.

Pero antes de que el coche pudiera salir del taller, tres vehículos policiales bloquearon la puerta. Una cámara escondida en el coche había grabado todo lo que Andrés había hecho.

Al darse cuenta de que no podía escapar, Andrés tomó una decisión desesperada. Se colocó bajo una prensa hidráulica y activó la maquinaria. Su cuerpo quedó completamente destrozado.

Hoy en día, el taller de Andrés permanece abandonado. Algunos habitantes del pueblo aseguran escuchar, en las noches más oscuras, el rugido de un motor que nunca se apaga. Otros juran haber visto un destello de luz en el sótano, como si alguien todavía estuviera reparando coches.

EL TESTAMENTO


 Amanecía en el pueblo, las calles estaban desiertas, incluso se podía ver una fina capa de neblina. La casa de la familia Carli estaba situada al final de la calle, todas las casas eran de planta baja; Algunas tenían segunda planta, pero eran la minoría. Las luces todavía estaban encendidas porque el sol mañanero no alumbraba lo suficiente.

Mario, el hermano menor de la familia Carli, siempre había vivido bajo la sombra de su hermano mayor, Enrique. La fortuna familiar estaba valorada en millones de euros, y el testamento siempre era tema de conversación en los corrillos del pueblo.

Cuando se abrió el documento, quedó claro que Enrique era el heredero principal, mientras que Mario apenas recibía una pequeña parte de lo que él creía merecer. La rabia y la envidia comenzaron a gestarse en su interior. Esa noche, en un momento de locura contenida, Mario invitó a Enrique a la casa familiar para hablar.

Una vez en la casa, lo que empezó siendo una pequeña discusión sobre la herencia rápidamente subió de tono. En un arrebato de furia, tras varias acusaciones mutuas, Mario cogió un pisapapeles de bronce que estaba sobre el escritorio de su difunto padre. El golpe sonó seco al impactar en el cráneo de Enrique.

El cuerpo quedó inmóvil en el suelo, mientras la alfombra absorbía lentamente el charco de sangre. Mario, tembloroso, intentó pensar en lo que había sucedido; Necesitaba encontrar una solución rápida. Sabía que no podía dejar el cuerpo allí: el despacho estaba lleno de objetos que lo incriminaban (el pisapapeles, las huellas, la sangre). Tenían que deshacerse del cuerpo y limpiar cualquier rastro.

Eran las 2:15 de la madrugada. Sabía que tenía poco tiempo antes de que algún vecino saliera a la calle. Decidió llevar el cuerpo a su automóvil, que estaba estacionado frente a la puerta de la casa. Recordó un lago en las afueras de la ciudad donde podría hundir el cadáver sin que nadie sospechara.

Mario envolvió el cuerpo en una sábana y, con esfuerzo, lo arrastró fuera del despacho. Si lograba llegar a su coche sin ser visto, tendría una oportunidad. Pero mientras luchaba por cargar el cuerpo de su hermano, no se percató de un pequeño detalle.

Condujo en silencio hasta el lago, sus manos temblaban sobre el volante. Al llegar, sacó el cuerpo del maletero, ató varias piedras a la sábana y lo lanzó al agua. Las ondas se expandieron lentamente hasta que el lago volvió a quedar en calma.

Mario regresó a la casa, agotado pero convencido de que había borrado cualquier evidencia de la presencia de su hermano en el lugar.

A la mañana siguiente, la señora encargada de la limpieza, al no recibir respuesta al tocar el timbre, se extrañó, pues Enrique siempre solía abrir la puerta. Llamó entonces a Mario, quien se sorprendió al escuchar que su hermano no estaba en casa. Ante su ausencia, decidió llamar a la policía.

Varios días después, la policía contactó a Mario. Tenían todo listo para detener al asesino. Mario parecía tranquilo, seguro de que nadie sospecharía de él.

Durante el interrogatorio, uno de los agentes le preguntó:
—Sabe usted dónde puede estar su hermano?
—No tengo ni idea, la última vez que lo vi fue en la lectura del testamento —contestó Mario.

Entonces, uno de los policías puso un vídeo en la televisión.

 El pequeño detalle del que Mario no se percató cuando arrastraba el cuerpo de su hermano quedó expuesto: una cámara web situada al inicio de la calle había captado imágenes en directo de todo.

LUCES DE NAVIDAD


 En una de las calles principales de la ciudad, donde el aroma a café se mezcla con el murmullo de las conversaciones y el tintineo de las cucharillas al chocar con las tazas, trabaja Hilario, un camarero con un secreto (aunque desde hace un tiempo ya no tan secreto). Entre comandas y bandejas, escribe relatos.

Para muchos de sus clientes habituales, Hilario no es más que el amable camarero que recuerda sus nombres y conoce sus gustos. Pero quienes son más observadores notan que, en los momentos de calma, Hilario saca un pequeño cuaderno de notas y escribe con la mirada perdida en algún rincón del local.

Se acercaba la Navidad, y el local estaba decorado con un ambiente festivo: pequeñas ramas de abeto adornaban las paredes junto al clásico árbol de Navidad. Hilario sabía que esos días serían intensos, pero también especiales.

Cuando el último cliente del mediodía se marchó, Hilario se sentó en la mesa más cercana al árbol, abrió su cuaderno y, con los dedos algo temblorosos por el frío, comenzó a escribir su historia. Era una historia dedicada a todos los que habían pasado por su vida durante aquel año, quienes, sin saberlo, habían inspirado las palabras que ahora llenaban las páginas.

Escribió sobre una cafetería parecida a la suya, donde ocurrían historias fantásticas, de suspenso y de terror, siempre con la intención de distraer a sus amigos lectores. Entre sus relatos estaban "Alejandro y el camarero espía" o "El café de la despedida". También pensé en contar la historia de aquel hombre que llegó un día lluvioso con el corazón roto. En su mesa encontró, como siempre, un chocolate caliente y una pastita, que Hilario le había servido sin que lo pidiera. Mientras lo tomaba, algo en su mirada cambió: desconectó de su tristeza para disfrutar del presente.

Hilario recordó también a la mujer que siempre llegaba con prisas, nadie sabía hacia dónde iba, pero su café parecía darle un respiro. Sonrió al pensar en aquella pareja que siempre pedía dos cafés con leche y un croissant. Solo pedían uno porque decían que así sabía mejor, aunque al final siempre terminaban pidiendo otro, que igualmente compartían.

Imposible olvidar a las personas mayores que, día tras día, le contaban historias de su juventud.

Sin darse cuenta, Hilario escribió una frase en su cuaderno:
"Para quienes hacen que este lugar sea más que una cafetería, Feliz Navidad. Con cariño, Hilario".

Hilario, que siempre había soñado con compartir sus historias, comprendió que no hacía falta ser un autor famoso ni tener libros en las librerías. Las palabras, cuando nacen del corazón, encuentran a las personas adecuadas.

Queridos amigos, lectores y clientes:
Esta relación es para ustedes, quienes hacen que cada día, incluso los más rutinarios, estén llenos de significado. Espero que en estos días el tiempo se detenga, y una taza de café o té caliente les devuelva el calor que a veces falta en el mundo. Que descubrirán historias en los pequeños momentos, en las sonrisas y en los gestos sencillos.

Gracias por ser parte de mis días, por inspirarme con sus palabras y por permitirme servirles café, y a veces, un poco de compañía en forma de relación.

Feliz Navidad. Que este Año Nuevo llegue lleno de amor y, sobre todo, de historias maravillosas que podamos escribir juntos.

Con mucho cariño,
Hilario, el camarero que escribe sueños.

FIN DE AÑO ( II )


 Cuando el reloj comenzó a marcar las doce, las campanas resonaron en su mente como martillos de hierro golpeando con furia. El hombre se levantó de un salto, asomándose con cautela por una rendija de la ventana. Al principio, no vio nada. Sin embargo, un murmullo lúgubre, como un susurro surgido desde los confines del infierno, comenzó a envolverlo. Parecía emanar de todas partes, atronando en sus oídos y calando en su alma.

Lentamente, las figuras empezaron a materializarse en la penumbra. Eran sombras deformes que se arrastraban por las calles con movimientos torpes, cuerpos pálidos de ojos vacíos que irradiaban una tenue y siniestra aura impregnada de un odio absoluto. Algunos llevaban pesadas cadenas, arrastrándolas por los adoquines con un ruido metálico que hacía eco en el silencio opresivo. Otros, como espectros, flotaban, desprovistos de piernas, moviéndose como si el viento mismo los empujara.

Un grito desgarrador, emitido por uno de los espectros, rompió el silencio. Era un sonido tan profundo y gélido que hizo que un escalofrío recorriera la espalda del hombre. Retrocedió bruscamente de la ventana, respirando con dificultad, pero la curiosidad pudo más que su miedo. Se acercó nuevamente, asomándose con cautela para observar los horrores que se desplegaban ante sus ojos.

Entonces, una de las figuras se detuvo. Era un hombre alto, cubierto con harapos que colgaban de su cuerpo como jirones de muerte. Sus ojos, oscuros y vacíos, se clavaron directamente en la ventana del forastero, como si pudieran atravesarla. El hombre sintió que su corazón se aceleraba hasta dolerle. La figura levantó lentamente una mano huesuda y lo señaló con un gesto firme y condenatorio.

El bullicio de los murmullos y los gritos se extinguió de golpe, y un silencio sepulcral envolvió el pueblo. Uno a uno, los cuerpos inertes giraron sus cabezas hacia la posada, sus cuencas vacías fijas en la ventana donde él estaba. No pudo soportar más. Con el corazón martillando su pecho, retrocedió torpemente, pero no pudo apartar los ojos de la escena.

De repente, las ventanas empezaron a vibrar como si algo invisible las golpeara desde el exterior. Los gritos que antes sonaban lejanos ahora parecían justo al lado, justo en su oído, intensos y desgarradores. Desesperado, apagó la lámpara, sumiendo la habitación en tinieblas, y se escondió bajo la mesa. A pesar de su intento por acallar el ruido, los gritos seguían resonando, un eco infernal que no lo dejaba escapar.

El aire comenzó a llenarse de un olor nauseabundo, una mezcla de podredumbre y tierra húmeda. La ventana crujió, como si estuviera a punto de romperse. En un arranque de valentía —o quizás de locura—, se levantó y corrió hacia la puerta principal, decidido a enfrentar lo que fuera que lo acechaba. Abrió la puerta de golpe, pero lo único que encontró fue la calle vacía.

Confundido y temblando, dio un paso hacia adelante. Fue entonces cuando lo vio: un grupo de figuras lo rodeaba en silencio. Los muertos lo observaban con ojos huecos y vacíos que parecían arder con un fuego sobrenatural. Intentó gritar, pero las palabras se le atoraron en la garganta, ahogadas por el pánico.

El hombre que antes lo había señalado avanzó hacia él. Su voz, cavernosa y profunda, resonó en su mente como un eco que sacudía cada rincón de su ser:

—Tú has visto lo que no debías... Ahora serás uno de los nuestros.

El viajero intentó correr, pero sus piernas no respondieron. Sintió cómo algo helado y espantoso lo envolvía, como si manos invisibles lo sujetaran. Fue arrastrado lentamente hacia el círculo de sombras. Los gritos de los muertos se transformaron en un cántico infernal, un lamento que parecía provenir del mismísimo abismo.

Cuando el pueblo despertó al día siguiente, la posada estaba vacía. No había rastro del viajero, salvo una botella y una pipa abandonadas sobre la mesa, junto a la lámpara apagada.

Ese hombre fue el último en desaparecer un 31 de diciembre. Nadie volvió a mencionar su nombre. Sin embargo, la tradición de cerrar puertas y ventanas esa noche se volvió más estricta, porque en Espíritu, cada fin de año, los muertos vuelven a caminar.

Recuerda en fin de año:
"No mires. No escuches. No respires. Porque ellos están aquí."

FIN DE AÑO


 Como casi cada año por estas fechas, la nieve caía sobre los tejados de pizarra del pueblo. Un lugar situado en el corazón del valle, rodeado de montañas que se alzaban majestuosas hacia el cielo. El pueblo se llamaba Espíritu, un nombre tan curioso como su historia.

En Espíritu, el 31 de diciembre no era una fecha de celebración. Mientras en el resto del mundo la gente alzaba sus copas y contaba los segundos para recibir el Año Nuevo, en este lugar comenzaba el silencio más profundo que alguien pudiera imaginar.

Las puertas se cerraban con múltiples cerrojos; incluso las ventanas se aseguraban con tablones para que nada ni nadie pudiera entrar. Las chimeneas ardían toda la noche, manteniéndose encendidas como si el fuego pudiera proteger a los habitantes de lo que acechaba en las sombras. Nadie osaba encender luces, y todas las familias se reunían en una sola habitación, rezando con fervor. Temían que cualquier sonido atrajera la atención de aquellos que caminaban entre las sombras de la noche. Nadie miraba hacia fuera, sin importar cuán desgarradores fueran los gritos, y siempre había gritos.

Todo comenzó hace siglos, tanto tiempo atrás que nadie en el pueblo recordaba exactamente cuándo fue. La historia, transmitida de generación en generación, hablaba de una maldición que había caído sobre Espíritu cuando un hombre llamado Mark, cegado por la codicia, profanó el cementerio en busca de un supuesto tesoro enterrado en una de las tumbas.

Según las leyendas, Mark no encontró ningún tesoro, pero desató algo mucho peor: despertó el odio de los muertos. Esa noche, el cementerio cobró vida. Los habitantes del pueblo contaron cómo las tumbas se agrietaban, y manos esqueléticas emergían desde el interior de los féretros, seguidas por cuerpos putrefactos y envueltos en un aura de almas enfurecidas.

Mark fue el primero en caer, arrastrado hacia los infiernos por las sombras mismas que había despertado. Desde entonces, cada Nochevieja, al sonar las doce campanadas, los muertos emergen del cementerio de Espíritu, vagando por las calles en busca de los vivos. Arrastran cadenas, gimen y ríen con sonidos que hielan la sangre.

La historia cuenta que cualquiera que se atreva a enfrentarse a ellos está condenado. Durante el año siguiente, esa persona muere y su alma se une al resto de los espectros que recorren el pueblo en esa noche maldita.

Año tras año, la tradición se mantiene. Los padres enseñan a sus hijos qué hacer: cerrar todo antes de que anochezca, no asomarse a las ventanas y, sobre todo, jamás abrir la puerta, sin importar lo que escuchen afuera.

Algunas historias hablan de familias que ignoraron las advertencias. Varias murieron de forma misteriosa al año siguiente; otras simplemente desaparecieron, como si la tierra las hubiera tragado. Una de las más conocidas cuenta cómo una mujer, vecina del pueblo, cometió el error de asomarse por una ventana mal cerrada. Aquella noche, los vecinos escucharon cómo sus gritos se mezclaban con los de los muertos. A la mañana siguiente, su casa estaba vacía, completamente en orden, salvo por un pequeño montón de cenizas en el suelo, como si alguien hubiera sido calcinado.

Todo había sido así por generaciones. Pero este año, cerca de Navidad, llegó un viajero al pueblo. Era joven y no creía en supersticiones. Los vecinos intentaron advertirle sobre lo que ocurría la última noche del año, pero él solo se reía, como si le contaran un cuento infantil.

—No existen los fantasmas. Y si existieran, ¿por qué huir de ellos? —decía con una sonrisa confiada.

Los que hablaban con él lo miraban con una mezcla de lástima y terror. Algunos intentaron persuadirlo para que abandonara Espíritu antes del 31 de diciembre, pero él decidió quedarse.

Cuando llegó la noche fatídica, el viajero se encerró en la habitación que había alquilado en la posada. No colocó tablones ni aseguró puertas o ventanas; simplemente encendió una lámpara, se sirvió una botella de licor y preparó su pipa para fumar.

A las once y media, el pueblo estaba sumido en un silencio sepulcral. Desde su ventana, el viajero observaba las calles vacías y oscuras. Aunque estaba algo inquieto, mantenía su seguridad y firmeza.

¿Sobrevivirá? El próximo capítulo lo revelará.

NAVIDAD SOLITARIA


 Las calles estaban adornadas con luces de colores que no cesaban de parpadear. Guirnaldas colgaban entre los edificios, mientras los escaparates llamaban la atención con los destellos dorados de todo lo expuesto en ellos. Desde los altavoces, los villancicos sonaban insistentemente, recordándole a todos las fechas en las que estábamos. Para casi todo el mundo, parecían ser días de alegría, excepto para Jaime.

Para él, eran días llenos de una mentira total, una invitación a una felicidad que no sentía como propia.

Jaime vivía en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. Un lugar que, en otros tiempos, había sido un hogar acogedor, pero que, cada año, cuando se acercaba diciembre, se transformaba en una cárcel. Durante el resto del año, la soledad era manejable; incluso llegaba a sentirse a gusto con ella. Siempre decía que era una decisión personal. Sin embargo, cuando llegaba la temporada navideña, todo se transformaba en un peso que lo aplastaba.

Desde el primero de diciembre, cuando aparecían las primeras decoraciones en los escaparates, Jaime sentía una opresión en el pecho. No era algo repentino, sino una sensación que iba creciendo con los días. Se acercaban las fiestas, esos días de reuniones familiares a las que él no estaba invitado, de cenas a las que no tenía a nadie para invitar.

En los días previos a la Navidad, conectar con las demás personas se volvía aún más difícil. Los vecinos del edificio, que durante el resto del año apenas intercambiaban un saludo, de repente se volvían excesivamente efusivos.

—¡Felices fiestas, Jaime! —le decían con sonrisas.

"Irónicos", pensaba él, mientras respondía cortésmente:

—Gracias, vecino.

El día que el portero del edificio lo felicitó, fue especialmente duro.

—Espero que tenga una dulce y alegre Navidad, don Jaime.

Ante estas palabras, Jaime buscó unas monedas en su bolsillo. Con una sonrisa forzada, respondió:

—Gracias. Igualmente.

Al entrar al ascensor, vio reflejada su cara en el espejo. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras un pensamiento lo atormentaba: ¿Cómo alguien podía desearle algo tan hermoso sin saber lo que realmente sentía?

Parecía que todos asumían que la felicidad de esos días era universal: amor, familia, regalos, risas y canciones. Pero para Jaime, era solo una fecha triste en el calendario. Un recordatorio de todo lo que le faltaba. Sus padres habían fallecido años atrás, su hermana vivía en un país lejano y apenas le enviaba una sencilla felicitación de Navidad. No tenía amigos cercanos, solo algún compañero de trabajo que apenas sabía nada de su vida.

El 24 de diciembre, Jaime se levantó tarde, intentando alargar el día lo menos posible. Pasó horas en la cama mirando el techo, con la televisión encendida como ruido de fondo. Los programas especiales hablaban de la magia de la Navidad, de momentos compartidos con los seres queridos y de la importancia de dar y recibir amor. Incapaz de soportar más el espectáculo navideño, apagó el televisor.

Por la tarde, salió a comprar algo para cenar. No tenía ganas de cocinar, así que se dirigió al supermercado más cercano. Allí, las familias llenaban sus carritos con pavos, vinos de calidad y postres elaborados. Jaime, en cambio, compró un paquete de pasta, una botella de vino barato y pan.

En la fila de la caja, una pareja discutía sobre qué postre le gustaba más a la abuela. En ese momento, Jaime sintió un nudo en el estómago. Salió rápidamente del establecimiento para que nadie viera las lágrimas que asomaban por sus ojos.

De vuelta en casa, cocinó la pasta y la sirvió en la mesa junto a una copa de vino. Trató de recordar alguna Navidad feliz, pero cada recuerdo que le venía a la mente estaba teñido de tristeza. Después de cenar, intentó distraerse con una película, pero no pudo concentrarse. El silencio del apartamento se volvía ensordecedor, interrumpido solo por las risas de los vecinos que se colaban desde la calle. Cerró las cortinas para aislarse aún más del mundo y se metió en la cama, deseando que todo terminara pronto.

En medio de la noche, incapaz de dormir, los pensamientos oscuros lo invadieron.

¿Qué sentido tiene una vida donde nadie me espera y nadie me echa de menos?

Se preguntó si alguien notaría su ausencia, si alguien lamentaría su partida. Era un pensamiento inevitable, uno que le daba miedo.

Recordó cómo, años atrás, había intentado formar parte de las celebraciones asistiendo a cenas con compañeros de trabajo o vecinos, pero siempre se había sentido como un espectador, nunca como parte de la fiesta.

El 25 de diciembre amaneció frío y gris. Jaime se levantó temprano, incapaz de seguir en la cama. Las calles estaban vacías, y la ciudad que la noche anterior había sido una fiesta ahora parecía desierta.

Caminó sin rumbo, pasando por parques y jardines. En un momento, se detuvo frente a una iglesia. Pensó en entrar, pero finalmente decidió seguir caminando. Al regresar a casa, pasó el resto del día leyendo y escuchando música. Lo peor ya había pasado.


Dedicado a todos los Jaimes que hay en todas las ciudades enfrentando la Navidad en soledad. Porque, aunque la Navidad parece ser una celebración para todos, para los "Jaimes" es un recordatorio de lo que les falta. Pero, en algún rincón de su corazón, quieren creer que algún día también será para ellos.

TELEFONO MALDITO


 En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imaginar. Su nombre, “Malditos Recuerdos”, ya era un siniestro preludio de lo que aguardaba en su interior. Poca gente se aventuraba a entrar, pero quienes lo hacían eran recibidos por un ambiente de total abandono: estanterías cubiertas de polvo, telarañas en cada rincón y un aire de decadencia que envolvía todo el lugar.

El dueño, el señor Manuel, era un anciano curtido por los años de trabajo bajo el sol. Su piel reseca y sus pequeños ojos achinados y expresivos añadían un halo de misterio a su figura. En el pueblo se rumoreaba que en su tienda había objetos malditos. Uno de ellos era un viejo teléfono de baquelita que descansaba, olvidado, en una estantería apartada, cubierto de telarañas y rodeado de libros de brujería. Negro, pesado y desgastado por el tiempo, a simple vista parecía solo una antigüedad más. Sin embargo, los rumores decían que estaba embrujado.

Cuando alguien preguntaba por el teléfono, don Manuel siempre contaba la misma historia. Perteneció a una médium llamada Lucía, quien aseguraba estar en contacto con otros mundos. Según decía, durante años recibió llamadas a altas horas de la madrugada. Aunque muchos pensaban que eran bromas o voces de desconocidos, ella afirmaba que esas voces no provenían de este mundo.

El día que encontraron a Lucía muerta, el teléfono estaba junto a ella, con el auricular colgando y la línea abierta. Quienes se atrevieron a levantar el auricular juraban haber escuchado susurros escalofriantes que les helaban la sangre.

Esta historia llegó a oídos de Raúl, un joven periodista apasionado por el misterio. Intrigado, decidió investigar y visitó la tienda. Allí, don Manuel, con una siniestra sonrisa, le contó todo lo que sabía del teléfono y, como si fuera poco más que una baratija, se lo ofreció a un precio irrisorio. Raúl no lo dudó. Llevado por la curiosidad, lo compró, convencido de que sería la clave para una gran historia.

De regreso en su apartamento, Raúl conectó el aparato a su línea telefónica. El diseño era sencillo, sin marcas ni símbolos, pero el frío tacto de la baquelita le provocó un escalofrío. Decidió probarlo llamando a su móvil desde otra habitación. Al descolgar, lo que escuchó lo dejó paralizado: una voz profunda y de ultratumba. El miedo recorrió su espalda, pero intentó calmarse pensando que era una interferencia de la línea.

Esa noche, a las tres de la madrugada, el teléfono sonó. Sobresaltado, Raúl dudó si responder, pero la curiosidad fue más fuerte que su instinto. Con manos temblorosas, levantó el auricular y preguntó en un susurro:
—¿Hola? ¿Quién es?

Al otro lado solo había silencio, roto por un crujido, como el de hojas secas bajo unos pies invisibles. Raúl contuvo la respiración hasta que escuchó un susurro:
—Te estoy observando, Raúl.

El periodista sintió un terror indescriptible al escuchar su nombre. Antes de que pudiera reaccionar, la línea se cortó, dejando el aparato en un inquietante silencio.

A la noche siguiente, la llamada se repitió. Raúl intentó desconectar el teléfono, pero, increíblemente, seguía sonando incluso desconectado. Una de esas noches, al contestar, la voz le advirtió:
—Has hecho algo que no debías. Nunca más intentes desconectarme.

La voz comenzó a revelar secretos sobre la vida de Raúl, cosas que nunca había contado a nadie. Cada palabra era un puñal en su mente. Las predicciones se volvieron cada vez más inquietantes. Una noche, la voz le dijo:
—Mañana tu compañero de trabajo sufrirá un accidente. No podrás hacer nada para evitarlo.

Al día siguiente, el accidente ocurrió tal y como la voz lo había predicho. Lo más aterrador era la frase que repetía al final de cada llamada:
—Todos tenemos un precio. ¿Cuál es el tuyo, Raúl?

Desesperado, Raúl buscó ayuda. Consultó a expertos en lo paranormal, sacerdotes y hasta policías. Todos coincidían: el teléfono estaba maldito, atrapado entre el mundo de los vivos y los muertos.

Una noche, la voz hizo una última advertencia:
—Estás en peligro, Raúl. Tu final está cerca.

Preso del miedo, decidió huir. Cambió de ciudad, pero cometió el error de llevarse el teléfono. Esa noche, en un hotel de carretera, el aparato volvió a sonar. La voz, clara y fría, le dijo:
—Te lo advertí. Siempre cumplo mi palabra.

En un arrebato de furia, Raúl lanzó el teléfono contra la pared. Este apenas sufrió un rasguño. A la mañana siguiente, un incendio consumió el hotel. Entre los escombros, encontraron el cuerpo de Raúl, aún aferrado al teléfono, que permaneció intacto. Uno de los bomberos, fascinado por el aparato, decidió llevárselo a casa.

De esta manera, el teléfono maldito encontró un nuevo dueño.

--PC MORTAL--


 Dan Morgan,es un escritor de la vieja escuela,todavia esc ribe con maquina de escribir,la suya era una Olivetti studio 45,muchos años con ella,a pesar de que otros colegas le recomendaban pasarse al ordenador,como todos los escritores solia tener lagunas creativas,llevaba un tiempo estancado y se creo la obligación de innovar.

 Se comprometió con un ordenador nuevo. 

--este ordenador es de lo mejor que hay---comento el vendedor 

--solo lo necesito para escribir—contesto Dan 

--es el ideal,esta equipada con inteligencia artificial,para ayudar en los momentos que se queda en blanco--

 esta frase acabo de convencer al escritor definitivamente despues de varias semanas con su nueva maquina,empezo a notar cosas extrañas,cuando escribir el ordenador le realizaba pequeños cambios en sus textos,al principio detalles insignificantes que incluso le agradaban ya que a veces le sugiria palabras alternativas de mucha ayuda para sus libros. 

Aunque a veces le desconcertaba, estaba comnvencido de que formaba parte de la inteligencia artificial que disponía el ordenador.

 La cosa empezo a complicarse cuando el ordenador empezo a indicarle acciones reales, como por ejemplo

” sal al balcón”

 “respira profundamente y cierra los ojos”

 “ tomate una cerveza”,

 por simple curiosidad relizaba estas acciones.

 Una noche el ordenador le ordeno. 

--vete a la esquina mas cercana y espera-- no sabia que hacer,pero la curiosidad era muy grande,salio de casa dirigiendose a la esquina mas cerna ,estaba lloviendo fuertemente,se paro bajo la marquesina del autobus y espero. 

--que demomios hago ,a estas horas de la noche bajo la lluvia?--se preguntaba mentalmente 

lo

unico que vio fue un taxi que recogio a tres pasajeros disfrazados de zombies,una situación extraña que podría plasmar en un capitulo de su nuevo libro, 

Llego a casa y se puso a escribir desaforadamente, las ideas le fluian a borbotones. 

Las órdenes se vuelven cada vez más extrañas le pide que relice cosas ilicitas. 

--sigue al primer peaton que veas por la calle--

 --pincha las ruedas de un coche-- 

Dan no sabia por que,pero realizaba todas sus órdenes,a pesar de sentirse incomodo,la inspiración le venia despues de realizar una orden .

 El escritor se dio cuenta que había llegado a una situación que no podía escribir sin seguir las órdenes de la máquina, sus amigos y familiares notaron un cambio en su actitud, cada vez esrta más distanciado de todos. 

Cada vez son más peligrosas las acciones que le pide el ordenador.

 --ves a la tienda de ropa más cercana y roba unos pantalones-

 a pesar de estar en contra de esos actos.Dan no podia dejar de realizarlos,una fuerza superior le obligaba a realizarlos.

 Una noche mientras escribe, el ordenador le da una orden directa y escalofriante.

 --abandona este mundo,todo sera perfecto si lo haces-- 

a continuacion le envia instrucciones detalladas de como realizarlo,el ordenador sigue escribiendo prometiendo lo que encontrara en el otro lado. 

--todo será paz— 

Dan,empezo a seguir el ritual que le indicaba la computadora, en el ultimo momento antes de realizar lo irreparablele vinieron recuerdos a su mente de cuando empezo a escribir,su amor por las palabras,su felicidad como escritor antes de caer bajo el control de la maquina . 

Saco fuerzas de su flaqueza mental,Dan se levanto y desconecto el ordenador,la pantalla parpadeo como si la maqiuina supiera lo que va a hacer,antes de apagarse salio en la pantalla un mensaje:

” nos volveremos a encontrar”

 en un ataque de furia ,Dan destruyo el ordenador cada golpe lo liberaba un poco mas como si estuviera destruyendo a un ser maligno 

Dan se retira temporalmente de escribir,reflexionando sobre lo ocurrido.

 “ habia sido una alucinacion o algo mas ?--

 fianlmente decidio volver a escribir pero a mano, misteriosamente un dia se rompio la pluma y la tinta formo una palabra mientras manchaba el papel. 

--MORIRAS-

LA VIEJA ESTACION


 Como la mayoría de las viejas estaciones de tren, esta se encuentra en las afueras del pueblo, un lugar donde reina el silencio. Solo se escucha, de tanto en tanto, el canto ocasional de algún búho solitario.

La estación estaba abandonada desde hacía muchos años. La estación de San Carlos, años atrás, había sido el corazón del pueblo, un lugar donde los viajeros llegaban con sueños de nuevas oportunidades, mientras otros partían, dejando sus recuerdos atrás.

Ahora, solo queda una estructura deteriorada y en peligro de derrumbe, invadida por la maleza, lo que hace prácticamente imposible entrar. Todos en el pueblo conocen la historia de un tren fantasma. Siempre a medianoche, cuentan los pocos que se atrevían a pasar cerca de la estación, se escuchaba el silbato de una locomotora que jamás llegaba; su estruendo resonaba a lo lejos. La leyenda decía que, en una época lejana, un tren de carga había partido de San Carlos rumbo a la ciudad, pero nunca llegó a su destino. Según las historias, el tren cayó al río, arrastrando consigo a todos los tripulantes y la misteriosa carga que transportaba. Aunque el río no era muy profundo y resultaba imposible que arrastrara los vagones, el tren y todo lo que llevaba desapareció sin dejar rastro.

Pasaron los años, y aunque el tren nunca apareció, la estación continuó funcionando con normalidad. Los lugareños juran que, cada cierto tiempo, el tren desaparecido "volvía" a la estación: nadie lo veía, pero todos escuchaban el silbato a lo lejos, junto con un leve temblor en las vías.

Los que habían presenciado estos fenómenos contaban que el silbato era terrorífico en la oscuridad de la noche, como si surgiera del centro de la tierra. Algunos incluso aseguran ver figuras que parecen flotar en la niebla del amanecer. Entre ellas, destaca la figura de una mujer con un largo vestido blanco y un antiguo sombrero, que siempre aparece sentada en uno de los bancos de la estación, mirando hacia la inmensa oscuridad. Los que la han visto cuentan que sus ojos no parecen humanos: son oscuros y carecen de pupilas. Alguno intentó acercarse a hablarle, pero, al hacerlo, ella giraba su cabeza y se desvanecía en la penumbra, dejándolos con un intenso frío en los huesos, como si algo anormal los hubiera poseído.

También está la historia del jefe de estación, un hombre que trabajó allí hasta sus últimos días. Cuando pasaban pocos trenes, solía entretenerse tomando café y fumando en pipa. Desgraciadamente, un día falleció de un infarto fulminante. Desde entonces, quienes osan acercarse a la estación perciben claramente el aroma a café y el pegajoso olor del tabaco de pipa, sintiendo la presencia de un espíritu tranquilo en el despacho.

Pero lo que más asusta a los visitantes son los sonidos de alguien caminando por las vías, con cadenas atadas a los pies, acompañado por las risas de niños. Otro extraño suceso es escuchar a un hombre susurrar en voz baja el nombre de una mujer, María. La historia cuenta que esta mujer frecuentaba la estación y se había enamorado de un ferroviario, con el que planeaba huir del lugar. Mientras ella esperaba a su amado, él perdió la vida entre los raíles, arrollado por una locomotora. La pena fue tan grande que ella decidió dejarse morir en uno de los bancos de la estación.

Así, la estación quedó habitada por los ecos de aquellos que nunca se marcharon, y de otros que llegaron y ya no pudieron irse. Los trenes dejaron de pasar por San Carlos hace mucho tiempo, pero en las noches más oscuras y silenciosas aún se escucha el eco lejano de un silbato, anunciando el regreso de lo que jamás volverá.

TODOS CON VALENCIA


 Hoy estamos frente al televisor, asustados y enfadados por la pérdida de más de 200 personas (un número que tristemente sigue en aumento). Eran personas como cualquiera de nosotros, sin distinción de clases sociales, que han sido arrancadas de nuestras vidas por la tragedia que han traído las lluvias.

Nos duele profundamente, porque estas pérdidas no son solo obra de la naturaleza; son también resultado de la desidia política, desde la derecha hasta la izquierda, pasando por el centro. Son la consecuencia del abandono de quienes debían protegernos, pero hoy solo buscan excusas para lavarse las manos y desentenderse (nunca mejor dicho) de los muertos.

Mientras nuestras calles permanecen llenas de lodo y ruinas, los políticos, cómodos en sus oficinas (sí, todos ellos), se desentienden. Esto sucedió en Valencia, pero podría haber ocurrido en cualquier otra región: Cataluña, Andalucía, Aragón, Navarra… Podría seguir hasta nombrar todas las comunidades autónomas, e incluso Ceuta y Melilla.

Los políticos nos dejan solos en nuestro sufrimiento, y el dolor se acentúa cuando nos damos cuenta de que, para ellos, solo somos una estadística o, de vez en cuando, un voto. Juegan con el tiempo, confiando en que todo se olvidará.

Sin embargo, entre tanto dolor, hay un rayo de esperanza: la solidaridad de las personas de otras ciudades y pueblos. Mientras las instituciones miran hacia otro lado, han sido los ciudadanos comunes  quienes han enviado agua, alimentos y apoyo económico a través de asociaciones locales y nacionales. Son ellos, no los políticos, quienes han demostrado que la compasión y la empatía están por encima de la burocracia y de la indiferencia de la clase política.

Este apoyo demuestra que aún existe una humanidad dispuesta a ayudar al prójimo. Sin embargo, debemos alzar la voz y decir alto y claro que esto no debería recaer sobre los hombros del pueblo; esta es responsabilidad de quienes nos gobiernan. No estamos pidiendo caridad, estamos exigiendo justicia.

Justicia para quienes fallecieron y para quienes lo han perdido todo. Es indignante que, mientras la solidaridad del pueblo se organiza, quienes debieron haber actuado antes ahora se limitan a lanzarse acusaciones, sin preocuparse de lo que realmente está sucediendo.

Hubo advertencias de que esto podía ocurrir, pero fueron ignoradas, y mientras tanto, no se hizo nada para evitar que nuestros pueblos y ciudades quedaran expuestos a la furia del agua.

La incompetencia y la indiferencia son inaceptables. Ya no bastan las palabras de consuelo ni las visitas rápidas de políticos buscando una cámara o una foto. Esta tragedia no puede volver a repetirse; la vida y los hogares de los ciudadanos deben estar protegidos. No queremos que esto pase nunca más. Necesitamos que, desde el lugar de poder, alguien golpee la mesa y diga “¡Basta!”

A la gente que ha perdido a un ser querido o que ha visto su casa destruida, le digo que no está sola. Que el grito del pueblo resuene hasta que quienes tienen el poder de cambiar las cosas actúen.

TODOS CON VALENCIA

EL PASILLO 7 ( parte II )

 Se organizó una búsqueda inmediata. Encontraron su linterna en el suelo, todavía encendida, apuntando hacia una puerta entreabierta que hab...