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"SANTA PAU" ( III )

René asintió con la cabeza. Sentía un fuerte dolor en el brazo derecho, probablemente un hueso roto. La tormenta había desaparecido; lo único que quedaba era el sonido del viento y, a lo lejos, el ruido de los truenos.

Los dos hombres se apoyaron mutuamente mientras observaban los restos del globo. Estaba completamente destrozado: la tela hecha jirones y la canasta totalmente dañada. No había manera de intentar arreglar nada.

—Hemos tenido suerte, René —dijo Alberto con un suspiro.

—Sí, podríamos estar muertos, Alberto.

Miraron a su alrededor, tratando de situarse. No se veían señales de vida ni caminos, ninguna indicación de que hubiera seres vivos en los alrededores. Estaban en un lugar remoto, heridos y sin ninguna forma de comunicarse con nadie. El sol empezaba a descender; pronto estarían perdidos y rodeados de oscuridad. Sabían que tenían que encontrar un refugio y, si era posible, algo de agua y comida.

—Tenemos que salir de aquí —dijo René.

—Sí, pero con mucho cuidado. No sabemos lo que podemos encontrarnos.

Recogieron lo que pudieron salvar de los restos del accidente, incluyendo un poco de agua y algo de comida que llevaban en el globo. Con pocas fuerzas, comenzaron a caminar, siguiendo el camino más visible, buscando una salida.

El avance fue lento y doloroso. René luchaba contra el dolor de su brazo, mientras Alberto cojeaba visiblemente. El camino parecía interminable, y la luz del día prácticamente había desaparecido. El silencio de antes ahora se transformaba en los sonidos de los animales nocturnos que despertaban.

Finalmente, encontraron un pequeño refugio en una de las paredes del cañón. Agotados, decidieron que ese podría ser el refugio que necesitaban para pasar la noche. A pesar de que todo estaba húmedo, lograron encontrar suficiente material seco en su escondite para encender una hoguera. Al menos tendrían luz y calor esa noche.

Llevaban un rato al calor del fuego cuando decidieron hablar.

—¿Crees que alguien nos estará buscando? —preguntó René en voz baja.

—Es posible, pero si el viento nos llevó tan lejos, pueden tardar en encontrarnos.

René asintió nuevamente. Habían sobrevivido a una fuerte tormenta y a un aterrizaje forzoso, pero ahora enfrentaban un desafío diferente: tenían que sobrevivir.

La noche fue larga y difícil. El frío era intenso, pero la hoguera les brindaba algo de alivio. No podían dormirse del todo, o el fuego se apagaría. El dolor en sus cuerpos les impidió descansar, y cuando lograban cerrar los ojos, los ruidos de los animales en el exterior del refugio los despertaban.

Al amanecer se sintieron un poco más animados. Los primeros rayos de sol trajeron esperanza e ilusión, y decidieron continuar su camino. A pesar del dolor, se levantaron y comenzaron a caminar nuevamente. A medida que avanzaban, el terreno se volvía cada vez más difícil de recorrer, y sus fuerzas comenzaban a flaquear.

Después de varias horas caminando, escucharon un sonido que estaban esperando: el sonido del agua. Aceleraron el paso, guiados por el ruido, y finalmente llegaron a un pequeño arroyo, pero lo suficientemente claro para beber de él. Bebieron ansiosamente, sintiendo cómo el agua fresca les devolvía algo de energía. Descansaron un poco junto al arroyo.

—Tenemos que seguir este riachuelo, nos llevará a algún lugar habitado —dijo René.

—Estoy de acuerdo, no tenemos otra opción.

El día pasó lentamente mientras avanzaban junto al arroyo. Lo que en días anteriores era frío, hoy se volvía en un calor sofocante. El terreno era complicado y el avance lento. Al final de la tarde, cuando el sol empezaba a descender, el camino se ensanchó y había más árboles, con aves sobrevolando el lugar.

Encontraron un nuevo refugio para pasar la noche. Durante la madrugada reflexionaron sobre lo que comenzó como una aventura, que ahora se había convertido en una misión: ¡sobrevivir!

A la mañana siguiente, mientras el sol se levantaba, René y Alberto escucharon un sonido distante. Era el zumbido de un motor en el cielo. Miraron hacia arriba y vieron un helicóptero. Agitaron los brazos con todas sus fuerzas.

¡Estaban salvados y vivos!

 

"SANTA PAU" ( II )


 Mientras continuaban a la deriva, el cielo comenzó a oscurecerse. Las nubes de tormenta se reunían rápidamente, transformando lo que había sido un día despejado en uno tormentoso. Alberto sabía que una tormenta era lo último que necesitaban en ese momento.

—Si nos engancha una tormenta aquí arriba, no saldremos vivos —Alberto lo tenía claro.

René sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Miró hacia el horizonte y vio cómo los relámpagos comenzaban a iluminar las negras nubes. El viento, que ya era fuerte, se intensificó aún más, empujando el globo hacia el corazón de la tormenta.

—¡Tenemos que descender ahora! —gritó René.

Pero Alberto ya se había adelantado y estaba en ello. El piloto abrió las válvulas para liberar aire caliente con la esperanza de bajar antes de que la tormenta los alcanzara, pero el viento era implacable. Cada vez que lograban descender un poco, una nueva ráfaga los levantaba nuevamente.

Los primeros truenos resonaban a lo lejos, seguidos de relámpagos que iluminaban el cielo de manera aterradora. René podía sentir la electricidad en el aire, convirtiendo el miedo en un nudo en el estómago. Sabía que si un rayo alcanzaba el globo, no tendrían ninguna oportunidad de sobrevivir.

De repente, una ráfaga de viento aún más fuerte los golpeó, lanzando el globo hacia un lado. La canasta se inclinó de forma peligrosa, y René sintió cómo su cuerpo se desplazaba. Estuvo a punto de caer al vacío, pero Alberto lo agarró en el último segundo, salvándole la vida.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Alberto.

Pero René no veía ninguna forma de escapar de aquel infierno. La tormenta estaba sobre ellos, y el globo se encontraba en el centro de un caos absoluto. Los relámpagos caían cada vez con más fuerza y el viento rugía como un animal furioso.

Alberto hacía todo lo posible para mantener el globo estable, pero cada movimiento se volvía más difícil. Finalmente, un rayo cayó peligrosamente cerca del globo, iluminando la canasta con una luz cegadora. El sonido del trueno fue ensordecedor, y René sintió que su corazón se detenía por un segundo. Estaban en una situación desesperada.

El rayo había dañado uno de los quemadores del globo. La pérdida de aire caliente hizo que empezaran a descender rápidamente. Alberto luchaba por mantener el control, pero era evidente que estaban cayendo en picado. René sentía cómo la adrenalina le aceleraba el corazón mientras veía cómo la tierra se acercaba cada vez más.

El viento los empujó hacia una montaña; el riesgo de estrellarse contra una ladera rocosa era inminente. Alberto intentó maniobrar el globo, pero cada vez era más difícil controlar la dirección. Faltaban escasos segundos para el impacto contra la ladera, cuando una ráfaga de viento cambió su dirección en el último momento, librándolos de un impacto seguro.

Sin embargo, el alivio fue breve. La pérdida de altura era rápida y constante, y sabían que tarde o temprano acabarían estrellándose. René se preparó para lo peor, agarrándose con todas sus fuerzas a la canasta. Su cerebro solo podía procesar ideas catastróficas; solo podía esperar el choque inevitable.

De repente, el suelo pareció desaparecer. Habían caído en una especie de cañón, un barranco profundo rodeado de paredes rocosas. La caída comenzó a ser más lenta, aunque solo fueron segundos. La canasta oscilaba violentamente, amenazando con estrellarse contra las paredes.

Alberto, a pesar de las circunstancias, mantenía la calma. Intentó estabilizar el globo; su idea era que el descenso fuera lo menos rápido y peligroso posible.

—¡Agárrate fuerte, René! —gritó Alberto.

René se aferró con todas sus fuerzas. Sus dedos quedaban blancos por el esfuerzo de agarrarse, y podía ver las paredes del cañón; casi podía tocarlas.

Finalmente, el fondo del cañón apareció bajo ellos. No se veían grandes obstáculos en el suelo. El globo chocó contra el suelo con una fuerza que sacudió la canasta, lanzando a René hacia un lado y volcando la canasta por completo, arrojando también a Alberto lejos del globo.

—¿Alberto, dónde estás? —gritó René.

El piloto estaba a unos metros de él, tirado en el suelo pero moviéndose. Con esfuerzo, Alberto se levantó, cojeando ligeramente. Tenía un corte en la frente del cual brotaba un pequeño hilo de sangre, pero parecía estar bien.

—Estoy bien, René. ¿Y tú? —respondió con un hilo de voz.

"SANTA PAU"


 La mañana amaneció con cielos claros, presagiando un día ideal para realizar la ilusión que René había albergado desde joven. Un hombre de mediana edad con una pasión inusitada por las aventuras, René había esperado este día durante meses: su sueño de surcar los cielos en un globo aerostático estaba a punto de hacerse realidad.

Desde muy joven, solía observar fascinado los globos que cruzaban el cielo de su pequeño pueblo. Las cúpulas de colores flotando sobre el horizonte parecían sacadas de un sueño. Hoy, finalmente, estaba a punto de hacer realidad esa fantasía.

René llegó al lugar del despegue, una amplia llanura en las afueras de la ciudad, justo cuando el sol comenzaba a asomarse por el horizonte. El globo, un magnífico artefacto con tonos vivos y coloridos, llevaba el nombre "Santa Pau". El piloto, un hombre mayor llamado Alberto, le dio las últimas instrucciones antes de partir.

—El viento está a nuestro favor hoy; si todo va bien, tendremos un vuelo tranquilo y sin complicaciones —dijo Alberto.

René asintió, emocionado y algo nervioso. Subió a la canasta, sintiendo un hormigueo en el estómago mientras el globo comenzaba a elevarse lentamente del suelo. El zumbido del quemador de propano llenó el aire y, pronto, la llanura comenzó a quedar cada vez más abajo.

Al principio, todo fue como lo había imaginado: los paisajes se extendían como un manto de colores bajo el globo, mientras el suave viento empujaba la aeronave hacia adelante con delicadeza. René se dejó llevar por la serenidad del momento, embriagado por la belleza del paisaje visto desde las alturas.

Pasadas unas horas, cuando el sol ya se encontraba en lo alto del cielo, René comenzó a notar algo extraño. El viento, que había sido un aliado amigable, empezó a volverse más fuerte y menos predecible. Alberto frunció el ceño mientras observaba el comportamiento del globo.

—Esto no me gusta, el viento está cambiando y no de manera favorable —comentó el piloto.

René miró a Alberto, esperando que tomara alguna medida, pero antes de que pudiera preguntar nada, una ráfaga repentina sacudió el globo, haciéndolo tambalear peligrosamente en el cielo. La canasta se inclinó y René tuvo que agarrarse fuertemente para no perder el equilibrio.

—¡Sujétate fuerte! —gritó Alberto, mientras intentaba estabilizar el globo.

Pero el viento tenía otros planes. Las ráfagas se volvieron más fuertes, lanzando el globo de un lado a otro como un juguete en manos de un niño. Alberto luchaba por mantener el control, aunque era evidente que el globo se había vuelto ingobernable.

—Esto no es normal, vamos a tener que hacer un aterrizaje de emergencia —dijo Alberto.

René asintió, aunque su corazón latía desbocado en su pecho. No era así como se había imaginado su aventura.

Miró hacia abajo y vio que el terreno estaba cambiando rápidamente. La llanura había quedado atrás y ahora se encontraban sobre un área montañosa, con picos afilados que se acercaban peligrosamente. Alberto intentó descender, pero el viento seguía jugando en su contra. Cada vez que lograba bajar unos metros, una nueva ráfaga los empujaba nuevamente hacia arriba o en una dirección inesperada. La situación estaba empeorando.

Después de un intento fallido de aterrizaje, el viento cambió de dirección de manera brusca, arrastrando el globo hacia una zona boscosa. Los árboles se alzaban como gigantes, igual que los molinos de viento a los que que enfrentaba Alonso Quijano (Don Quijote).

El peligro radicaba en las copas de los árboles; cualquier contacto con ellas podía ser fatal. Alberto maniobró con todas sus fuerzas, tratando de alejar el globo del bosque, pero la aeronave se resistía a obedecer. De repente, una fuerte sacudida hizo que la canasta se inclinara peligrosamente hacia un lado. René perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, pero logró agarrarse a la canasta en el último segundo.

—¡Vamos a estrellarnos! —gritó René, dominado por el pánico.

—¡No si puedo evitarlo! —contestó Alberto, aunque su voz también denotaba miedo.

El globo continuó su curso errático, descendiendo peligrosamente hacia las copas de los árboles. Las ramas más altas rozaron la canasta, y el sonido de la tela del globo desgarrándose aumentó el pánico entre los dos hombres.

René miró hacia arriba y vio cómo una de las cuerdas principales se había enredado en una rama, amenazando con derribarlos. Con un esfuerzo final, Alberto liberó la cuerda con un hábil movimiento. El globo volvió a elevarse, aunque de manera inestable. La situación era crítica: el viento seguía arrastrándolos hacia terrenos desconocidos, mientras el control que tenía Alberto sobre el globo era mínimo.

MISUFA


 La noche era oscura y tormentosa en la pequeña ciudad de Monras. Las calles estaban desiertas, y solo el sonido de la lluvia golpeando las aceras y tejados rompía el silencio.

En un pequeño taller en las afueras del pueblo, semioculto en un callejón, el inventor Jhon tenía su lugar de trabajo. Actualmente, estaba concentrado en su más reciente creación: un gato robot. La intención de Jhon no era precisamente diseñar un robot para brindar compañía en los hogares; su propósito era crear un gato robótico capaz de robar en ellos.

El gato, hecho de un brillante metal negro, tenía ojos resplandecientes que cegaban a la vista. Era una maravilla de la tecnología, dotado de una astucia que superaba con creces la de cualquier ser humano.

Jhon observaba su creación con orgullo.
—¿Estás preparado para actuar, Misufa? —preguntó Jhon al robot.
—Sí, maestro —respondió el gato con una voz metálica pero sorprendentemente realista, mientras sus ojos se iluminaban al recibir la orden.

Misufa se desplazó sigilosamente por las calles. Sus patas metálicas apenas tocaban el suelo. La primera casa en su lista era una mansión en la parte alta de la ciudad, donde vivía la gente más adinerada. Con una agilidad impresionante, trepó por las paredes hasta alcanzar una ventana en el segundo piso. Usando una pequeña herramienta insertada en su pata derecha, abrió la ventana sin dificultad y se deslizó al interior con sigilo.

Una vez dentro, Misufa se movió con precisión y silencio, evitando los sensores de alarma y las cámaras de seguridad. Encontró la caja fuerte en la oficina del dueño de la casa, y con otra herramienta, la abrió con facilidad. En su interior halló joyas, dinero y documentos importantes.
—Objetivo conseguido, regresando a la base —murmuró Misufa.

Pero justo cuando estaba a punto de salir, escuchó un ruido. El dueño de la casa se había despertado y estaba en el pasillo en ese preciso instante. Sin dudarlo, Misufa saltó hacia él con sus garras metálicas extendidas. Un grito desgarrador resonó en toda la casa, seguido de un silencio absoluto.

La noticia apareció en los periódicos, describiendo el suceso con detalle. Sin embargo, había un detalle que no pudieron informar: nadie sabía quién había sido el asesino que destrozó el cuello del fallecido. Nadie podía imaginar que un gato robot estaba detrás de ese crimen. Desde su taller, Jhon ajustaba los parámetros de Misufa, haciéndolo aún más fuerte y peligroso.

Una noche, Jhon envió a Misufa a la casa del detective Hernández, conocido por su habilidad para resolver casos complicados. Misufa se infiltró con su habitual precisión, pero Hernández estaba preparado.
—Te estaba esperando —dijo Hernández cuando Misufa entró en su despacho.
—No podrás detenerme —replicó el gato, con sus ojos brillantes.

El enfrentamiento fue feroz. El inspector estaba listo para enfrentar cualquier peligro, y finalmente logró dañar a Misufa. Sin embargo, el gato escapó con una parte de los documentos que había venido a robar.

Determinado a capturar a Misufa y al hombre que lo controlaba, Hernández investigó intensamente, y muchas pistas lo llevaron al taller de Jhon. Una noche, se preparó a conciencia para entrar en el lugar.
—Sabía que vendrías —dijo Jhon con una sonrisa siniestra.

A su lado, Misufa estaba desmantelado, aunque sus ojos seguían brillando.
—Este es el fin para ti y tu creación —declaró Hernández sin titubeos.

La pelea fue feroz, pero finalmente Hernández logró arrestar a Jhon. La noticia del arresto de Jhon y la destrucción de Misufa alivió a los habitantes de la ciudad.

El taller de Jhon fue visitado por mucha gente, pero nadie se dio cuenta de que entre los restos de sus creaciones, algo se movía. Unos ojos rojos se iluminaron brevemente antes de apagarse nuevamente. Lo que la gente no sabía era que, posiblemente, el terror del gato mecánico no había terminado para siempre. El montón de chatarra que sacaron del taller fue depositado en un depósito de chatarra en lo alto de la montaña, donde los vecinos juran que, durante las noches más oscuras, se ven unos ojos brillar en la distancia.

REBELIÓN EN LAS AULAS


 El Instituto de Educación Secundaria “El Roble” se encontraba en el noroeste del pueblo, cerca de la montaña más alta que rodeaba la ciudad. La fachada, revestida de granito gris con pequeñas piedras en relieve, daba la impresión de ser una prisión más que un lugar de aprendizaje debido a sus ventanas enrejadas.

Los estudiantes bromeaban diciendo que solo faltaban los guardias armados para que definitivamente pareciera un centro penitenciario. La dirección del instituto era conocida por su mano dura en el cumplimiento de las normas: los teléfonos y otros dispositivos electrónicos estaban estrictamente prohibidos, al igual que fumar. Todos los profesores estaban completamente de acuerdo con estas medidas.

Entre los estudiantes, el malestar crecía día a día. Las normas eran vistas como injustas y opresivas, comparadas con grilletes para los presos. En la clase 12C, esta opresión se convirtió en la chispa que encendió la llama de la rebelión. Abel, un alumno delgado y espigado, con una mirada intensa y mucho carácter, se convirtió en el líder de un grupo de estudiantes que decidió que ya era suficiente.

—Este es nuestro momento, basta ya de dictadura en la enseñanza —proclamaba Abel.

Abel tenía una habilidad innata para negar evidencias y manipular a sus compañeros para conseguir sus objetivos.

—Nos controlan para evitar que pensemos por nosotros mismos. No nos quieren dejar ver la realidad —decía mientras organizaba reuniones clandestinas entre clases.

—Es hora de recuperar nuestra libertad.

Todo comenzó un viernes, cuando el profesor de Matemáticas, el señor Martínez, confiscó el teléfono de una estudiante durante una pausa entre clases. La chica, llorando, justificaba su acción.

—Estoy preguntando por mi madre, que está enferma.

El profesor no cedió, confiscó el teléfono y lo envió a la oficina del director, donde quedaría hasta que los padres de la estudiante pudieran recogerlo. Este suceso fue el desencadenante que Abel y su grupo estaban esperando. En una reunión improvisada en los baños de los chicos, Abel propuso un plan que dejó a todos helados por el riesgo que suponía.

—Tomaremos el control de “El Roble”. Haremos que nos escuchen, aunque para eso tengamos que usar la fuerza.

El lunes, el grupo llegó temprano, mucho antes de que sonara el timbre de entrada. Se aseguraron de que todas las puertas de las clases estuvieran cerradas con llave. Luego se dirigieron al salón de profesores, donde los docentes preparaban el día. Los cinco que se encontraban en ese momento fueron encerrados y amordazados en el gimnasio. Todo estaba calculado.

Cuando los demás estudiantes llegaron, se encontraron con las puertas cerradas y sin entender qué sucedía. En ese momento, Abel tomó uno de los altavoces del instituto.

—Atención estudiantes, esta es una toma del instituto “El Roble”. No se alarmen, los profesores están retenidos y no serán liberados hasta que se cumplan nuestras demandas.

—¿Cuáles son nuestras demandas? —preguntó un alumno.

—Queremos el fin de las restricciones sobre dispositivos electrónicos y un trato más humano y justo.

Los estudiantes murmuraban entre ellos, algunos emocionados por el plan, otros visiblemente asustados. Los primeros minutos fueron de confusión. Los estudiantes intentaban comprender qué pasaba. Un pequeño grupo intentó forzar la puerta del gimnasio para liberar a los profesores, pero Abel y sus amigos, con sentido común, lo impidieron.

Los profesores, inicialmente incrédulos, empezaron a darse cuenta de la situación. Atados y amordazados, podían ver cómo los estudiantes tomaban posiciones de vigilancia. Los dispositivos electrónicos confiscados fueron amontonados en una mesa frente a los docentes. Abel, en una demostración de fuerza, rompió en pedazos el móvil del director del colegio.

—Ellos nos quieren destruir, nosotros destruiremos sus pertenencias.

Algunos estudiantes trajeron alcohol, y el consumo temprano empezó a hacer efecto. Uno de ellos, con una navaja en la mano, amenazaba a los profesores con matarlos si lo miraban a la cara. Abel se estaba dando cuenta de que la situación se le escapaba de las manos.

En el exterior, la policía y los padres se habían reunido rápidamente. Se pidió un grupo de GEOS para controlar la situación. Dentro del instituto, los que tomaban alcohol complicaban todo. Finalmente, la policía irrumpió en el interior, avanzando cautelosamente por los pasillos. Con un megáfono, intentaron negociar con los alumnos. La negociación duró poco tiempo. El alumno con la navaja realizó un corte superficial en el cuello del director.

Los GEOS finalmente intervinieron, neutralizando en pocos momentos a los alumnos y liberando a los profesores, mientras los médicos atendían a los heridos.

 Desde ese día, el gobierno comenzó a crear una ley para prohibir cualquier aparato electrónico en las aulas.

TELEFONO MALDITO

 En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imagina...