A primera vista, Alberto Vilaseca parecía un barcelonés cualquiera: cuarenta años, pelo engominado, modales correctos. Dueño de un estudio de interiorismo en el Eixample, entregaba a sus clientes una tarjeta de visita elegante y minimalista. Siempre repetía la misma frase:
—Yo no solo decoro casas, las convierto en escenarios de vida.
Lo que nunca decía era que esos escenarios quedaban bajo su control. En cada proyecto, en cada reforma, Alberto instalaba discretas cámaras ocultas: su sello invisible.
Todo empezó con un piso en el Born. Mientras colocaba luces halógenas, se dio cuenta de lo sencillo que era esconder microdispositivos en la rejilla del aire acondicionado. Lo probó y, esa misma noche, desde su despacho en el Passeig de Gràcia, observó a los inquilinos en la intimidad de su salón.
La excitación pronto se transformó en poder. Alberto perfeccionó la técnica: cámaras diminutas en marcos, lámparas, falsos techos. Nadie lo notaba. Y cuando descubría algo turbio —un amante, drogas, conversaciones comprometidas— lo usaba en su beneficio.
El primer chantaje fue casi un juego: un empresario casado, sorprendido con una joven en su ático de la Barceloneta. Un correo anónimo con una captura y una cifra. Al día siguiente, el dinero ya estaba transferido.
Después llegaron más: un concejal del Ayuntamiento, un galerista del Raval, una doctora del Clínic. Alberto se volvió maestro en el arte de apretar sin ahogar. Nunca pedía demasiado, siempre lo justo para que sus víctimas aceptaran el silencio. Barcelona era su tablero, y él, el jugador.
Un encargo distinto lo cambió todo. Daniel Roca, ingeniero informático recién divorciado, lo contrató para redecorar su piso en Poblenou. Quería transformar la vivienda en un espacio luminoso, un lugar para empezar de nuevo.
Alberto instaló tres cámaras: en el salón, en el dormitorio y en la cocina. Como siempre, comenzó a revisar las grabaciones. Pero Daniel no tenía amantes ni secretos escandalosos. Lo único llamativo era que hablaba solo: confesaba frustraciones, insultaba a su exmujer, reía de su soledad.
Alberto decidió arriesgarse. Le envió un mensaje anónimo con un vídeo donde Daniel lloraba frente al espejo, pidiendo una suma moderada. No obtuvo respuesta. Mandó otro correo, esta vez más duro, acompañado de un audio humillante. Una semana después, finalmente recibió un mensaje:
—Sé quién eres.
La seguridad de Alberto empezó a resquebrajarse. Estaba acostumbrado a clientes asustados, nunca a alguien que lo desafiara. Pero pensó que era un farol.
Entonces comenzaron los detalles inquietantes. Una noche, en el aparcamiento subterráneo de su edificio del Eixample, notó un coche siguiéndolo hasta la Diagonal. Al detenerse en un semáforo, desapareció.
Su portátil, siempre protegido con antivirus, mostró un pantallazo imposible: un vídeo suyo, en su propio estudio, sentado frente al ordenador. Solo él tenía acceso a esas grabaciones.
A las tres de la mañana sonó el teléfono. Al descolgar, escuchó su propia voz repetida desde las grabaciones del piso de Daniel.
Alberto comprendió: el ingeniero lo había localizado y le estaba devolviendo el juego.
Daniel observó la rutina de Alberto durante semanas. Descubrió que cada jueves por la noche acudía a un bar discreto en el Raval, donde siempre pedía lo mismo: un whisky doble, antes de volver a su Audi. Siempre el mismo horario, siempre el mismo asiento.
Daniel no quería ruido ni violencia. Planeó algo sutil: un veneno cardiotóxico, indetectable en un examen superficial. Una dosis mínima bastaría para provocar un infarto fulminante en cuestión de segundos.
El jueves esperado entró en el local antes que Alberto. Se mezcló entre los clientes y, en un descuido del camarero, vertió el líquido en el vaso preparado. Luego se marchó sin ser visto.
Alberto llegó puntual, como siempre. Saludó con un gesto, ocupó su mesa y bebió el whisky sin sospechar nada.
Al salir del bar, la Rambla del Raval estaba tranquila, húmeda por la lluvia reciente. Caminó hacia el coche, abrió la puerta y encendió el motor. De repente, un dolor agudo le atravesó el pecho; el corazón se le comprimió como si lo estrangularan desde dentro. Intentó abrir la puerta, pero la mano le temblaba. La visión se le nubló. El pitido del cinturón sin abrochar fue lo último que escuchó antes de desplomarse sobre el volante.
A la mañana siguiente, un guardia de seguridad encontró el Audi con el motor encendido y el cuerpo inerte de Alberto. El parte oficial habló de un infarto repentino. Nadie investigó más.
Daniel leyó la noticia en un diario digital mientras desayunaba en su piso.
—Un conocido decorador hallado muerto en su vehículo.
No sonrió ni suspiró de alivio. Simplemente apagó la pantalla y volvió a su café.
Los pisos que Alberto había decorado quedaron llenos de cámaras mudas, enviando señales a servidores que pronto dejaron de funcionar. En su estudio vacío, un monitor permanecía encendido, mostrando en bucle una grabación olvidada que ya nadie volvería a ver.
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