En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imaginar. Su nombre, “Malditos Recuerdos”, ya era un siniestro preludio de lo que aguardaba en su interior. Poca gente se aventuraba a entrar, pero quienes lo hacían eran recibidos por un ambiente de total abandono: estanterías cubiertas de polvo, telarañas en cada rincón y un aire de decadencia que envolvía todo el lugar.
El dueño, el señor Manuel, era un anciano curtido por los años de trabajo bajo el sol. Su piel reseca y sus pequeños ojos achinados y expresivos añadían un halo de misterio a su figura. En el pueblo se rumoreaba que en su tienda había objetos malditos. Uno de ellos era un viejo teléfono de baquelita que descansaba, olvidado, en una estantería apartada, cubierto de telarañas y rodeado de libros de brujería. Negro, pesado y desgastado por el tiempo, a simple vista parecía solo una antigüedad más. Sin embargo, los rumores decían que estaba embrujado.
Cuando alguien preguntaba por el teléfono, don Manuel siempre contaba la misma historia. Perteneció a una médium llamada Lucía, quien aseguraba estar en contacto con otros mundos. Según decía, durante años recibió llamadas a altas horas de la madrugada. Aunque muchos pensaban que eran bromas o voces de desconocidos, ella afirmaba que esas voces no provenían de este mundo.
El día que encontraron a Lucía muerta, el teléfono estaba junto a ella, con el auricular colgando y la línea abierta. Quienes se atrevieron a levantar el auricular juraban haber escuchado susurros escalofriantes que les helaban la sangre.
Esta historia llegó a oídos de Raúl, un joven periodista apasionado por el misterio. Intrigado, decidió investigar y visitó la tienda. Allí, don Manuel, con una siniestra sonrisa, le contó todo lo que sabía del teléfono y, como si fuera poco más que una baratija, se lo ofreció a un precio irrisorio. Raúl no lo dudó. Llevado por la curiosidad, lo compró, convencido de que sería la clave para una gran historia.
De regreso en su apartamento, Raúl conectó el aparato a su línea telefónica. El diseño era sencillo, sin marcas ni símbolos, pero el frío tacto de la baquelita le provocó un escalofrío. Decidió probarlo llamando a su móvil desde otra habitación. Al descolgar, lo que escuchó lo dejó paralizado: una voz profunda y de ultratumba. El miedo recorrió su espalda, pero intentó calmarse pensando que era una interferencia de la línea.
Esa noche, a las tres de la madrugada, el teléfono sonó. Sobresaltado, Raúl dudó si responder, pero la curiosidad fue más fuerte que su instinto. Con manos temblorosas, levantó el auricular y preguntó en un susurro:
—¿Hola? ¿Quién es?
Al otro lado solo había silencio, roto por un crujido, como el de hojas secas bajo unos pies invisibles. Raúl contuvo la respiración hasta que escuchó un susurro:
—Te estoy observando, Raúl.
El periodista sintió un terror indescriptible al escuchar su nombre. Antes de que pudiera reaccionar, la línea se cortó, dejando el aparato en un inquietante silencio.
A la noche siguiente, la llamada se repitió. Raúl intentó desconectar el teléfono, pero, increíblemente, seguía sonando incluso desconectado. Una de esas noches, al contestar, la voz le advirtió:
—Has hecho algo que no debías. Nunca más intentes desconectarme.
La voz comenzó a revelar secretos sobre la vida de Raúl, cosas que nunca había contado a nadie. Cada palabra era un puñal en su mente. Las predicciones se volvieron cada vez más inquietantes. Una noche, la voz le dijo:
—Mañana tu compañero de trabajo sufrirá un accidente. No podrás hacer nada para evitarlo.
Al día siguiente, el accidente ocurrió tal y como la voz lo había predicho. Lo más aterrador era la frase que repetía al final de cada llamada:
—Todos tenemos un precio. ¿Cuál es el tuyo, Raúl?
Desesperado, Raúl buscó ayuda. Consultó a expertos en lo paranormal, sacerdotes y hasta policías. Todos coincidían: el teléfono estaba maldito, atrapado entre el mundo de los vivos y los muertos.
Una noche, la voz hizo una última advertencia:
—Estás en peligro, Raúl. Tu final está cerca.
Preso del miedo, decidió huir. Cambió de ciudad, pero cometió el error de llevarse el teléfono. Esa noche, en un hotel de carretera, el aparato volvió a sonar. La voz, clara y fría, le dijo:
—Te lo advertí. Siempre cumplo mi palabra.
En un arrebato de furia, Raúl lanzó el teléfono contra la pared. Este apenas sufrió un rasguño. A la mañana siguiente, un incendio consumió el hotel. Entre los escombros, encontraron el cuerpo de Raúl, aún aferrado al teléfono, que permaneció intacto. Uno de los bomberos, fascinado por el aparato, decidió llevárselo a casa.
De esta manera, el teléfono maldito encontró un nuevo dueño.