visitas

TELEFONO MALDITO


 En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imaginar. Su nombre, “Malditos Recuerdos”, ya era un siniestro preludio de lo que aguardaba en su interior. Poca gente se aventuraba a entrar, pero quienes lo hacían eran recibidos por un ambiente de total abandono: estanterías cubiertas de polvo, telarañas en cada rincón y un aire de decadencia que envolvía todo el lugar.

El dueño, el señor Manuel, era un anciano curtido por los años de trabajo bajo el sol. Su piel reseca y sus pequeños ojos achinados y expresivos añadían un halo de misterio a su figura. En el pueblo se rumoreaba que en su tienda había objetos malditos. Uno de ellos era un viejo teléfono de baquelita que descansaba, olvidado, en una estantería apartada, cubierto de telarañas y rodeado de libros de brujería. Negro, pesado y desgastado por el tiempo, a simple vista parecía solo una antigüedad más. Sin embargo, los rumores decían que estaba embrujado.

Cuando alguien preguntaba por el teléfono, don Manuel siempre contaba la misma historia. Perteneció a una médium llamada Lucía, quien aseguraba estar en contacto con otros mundos. Según decía, durante años recibió llamadas a altas horas de la madrugada. Aunque muchos pensaban que eran bromas o voces de desconocidos, ella afirmaba que esas voces no provenían de este mundo.

El día que encontraron a Lucía muerta, el teléfono estaba junto a ella, con el auricular colgando y la línea abierta. Quienes se atrevieron a levantar el auricular juraban haber escuchado susurros escalofriantes que les helaban la sangre.

Esta historia llegó a oídos de Raúl, un joven periodista apasionado por el misterio. Intrigado, decidió investigar y visitó la tienda. Allí, don Manuel, con una siniestra sonrisa, le contó todo lo que sabía del teléfono y, como si fuera poco más que una baratija, se lo ofreció a un precio irrisorio. Raúl no lo dudó. Llevado por la curiosidad, lo compró, convencido de que sería la clave para una gran historia.

De regreso en su apartamento, Raúl conectó el aparato a su línea telefónica. El diseño era sencillo, sin marcas ni símbolos, pero el frío tacto de la baquelita le provocó un escalofrío. Decidió probarlo llamando a su móvil desde otra habitación. Al descolgar, lo que escuchó lo dejó paralizado: una voz profunda y de ultratumba. El miedo recorrió su espalda, pero intentó calmarse pensando que era una interferencia de la línea.

Esa noche, a las tres de la madrugada, el teléfono sonó. Sobresaltado, Raúl dudó si responder, pero la curiosidad fue más fuerte que su instinto. Con manos temblorosas, levantó el auricular y preguntó en un susurro:
—¿Hola? ¿Quién es?

Al otro lado solo había silencio, roto por un crujido, como el de hojas secas bajo unos pies invisibles. Raúl contuvo la respiración hasta que escuchó un susurro:
—Te estoy observando, Raúl.

El periodista sintió un terror indescriptible al escuchar su nombre. Antes de que pudiera reaccionar, la línea se cortó, dejando el aparato en un inquietante silencio.

A la noche siguiente, la llamada se repitió. Raúl intentó desconectar el teléfono, pero, increíblemente, seguía sonando incluso desconectado. Una de esas noches, al contestar, la voz le advirtió:
—Has hecho algo que no debías. Nunca más intentes desconectarme.

La voz comenzó a revelar secretos sobre la vida de Raúl, cosas que nunca había contado a nadie. Cada palabra era un puñal en su mente. Las predicciones se volvieron cada vez más inquietantes. Una noche, la voz le dijo:
—Mañana tu compañero de trabajo sufrirá un accidente. No podrás hacer nada para evitarlo.

Al día siguiente, el accidente ocurrió tal y como la voz lo había predicho. Lo más aterrador era la frase que repetía al final de cada llamada:
—Todos tenemos un precio. ¿Cuál es el tuyo, Raúl?

Desesperado, Raúl buscó ayuda. Consultó a expertos en lo paranormal, sacerdotes y hasta policías. Todos coincidían: el teléfono estaba maldito, atrapado entre el mundo de los vivos y los muertos.

Una noche, la voz hizo una última advertencia:
—Estás en peligro, Raúl. Tu final está cerca.

Preso del miedo, decidió huir. Cambió de ciudad, pero cometió el error de llevarse el teléfono. Esa noche, en un hotel de carretera, el aparato volvió a sonar. La voz, clara y fría, le dijo:
—Te lo advertí. Siempre cumplo mi palabra.

En un arrebato de furia, Raúl lanzó el teléfono contra la pared. Este apenas sufrió un rasguño. A la mañana siguiente, un incendio consumió el hotel. Entre los escombros, encontraron el cuerpo de Raúl, aún aferrado al teléfono, que permaneció intacto. Uno de los bomberos, fascinado por el aparato, decidió llevárselo a casa.

De esta manera, el teléfono maldito encontró un nuevo dueño.

--PC MORTAL--


 Dan Morgan,es un escritor de la vieja escuela,todavia esc ribe con maquina de escribir,la suya era una Olivetti studio 45,muchos años con ella,a pesar de que otros colegas le recomendaban pasarse al ordenador,como todos los escritores solia tener lagunas creativas,llevaba un tiempo estancado y se creo la obligación de innovar.

 Se comprometió con un ordenador nuevo. 

--este ordenador es de lo mejor que hay---comento el vendedor 

--solo lo necesito para escribir—contesto Dan 

--es el ideal,esta equipada con inteligencia artificial,para ayudar en los momentos que se queda en blanco--

 esta frase acabo de convencer al escritor definitivamente despues de varias semanas con su nueva maquina,empezo a notar cosas extrañas,cuando escribir el ordenador le realizaba pequeños cambios en sus textos,al principio detalles insignificantes que incluso le agradaban ya que a veces le sugiria palabras alternativas de mucha ayuda para sus libros. 

Aunque a veces le desconcertaba, estaba comnvencido de que formaba parte de la inteligencia artificial que disponía el ordenador.

 La cosa empezo a complicarse cuando el ordenador empezo a indicarle acciones reales, como por ejemplo

” sal al balcón”

 “respira profundamente y cierra los ojos”

 “ tomate una cerveza”,

 por simple curiosidad relizaba estas acciones.

 Una noche el ordenador le ordeno. 

--vete a la esquina mas cercana y espera-- no sabia que hacer,pero la curiosidad era muy grande,salio de casa dirigiendose a la esquina mas cerna ,estaba lloviendo fuertemente,se paro bajo la marquesina del autobus y espero. 

--que demomios hago ,a estas horas de la noche bajo la lluvia?--se preguntaba mentalmente 

lo

unico que vio fue un taxi que recogio a tres pasajeros disfrazados de zombies,una situación extraña que podría plasmar en un capitulo de su nuevo libro, 

Llego a casa y se puso a escribir desaforadamente, las ideas le fluian a borbotones. 

Las órdenes se vuelven cada vez más extrañas le pide que relice cosas ilicitas. 

--sigue al primer peaton que veas por la calle--

 --pincha las ruedas de un coche-- 

Dan no sabia por que,pero realizaba todas sus órdenes,a pesar de sentirse incomodo,la inspiración le venia despues de realizar una orden .

 El escritor se dio cuenta que había llegado a una situación que no podía escribir sin seguir las órdenes de la máquina, sus amigos y familiares notaron un cambio en su actitud, cada vez esrta más distanciado de todos. 

Cada vez son más peligrosas las acciones que le pide el ordenador.

 --ves a la tienda de ropa más cercana y roba unos pantalones-

 a pesar de estar en contra de esos actos.Dan no podia dejar de realizarlos,una fuerza superior le obligaba a realizarlos.

 Una noche mientras escribe, el ordenador le da una orden directa y escalofriante.

 --abandona este mundo,todo sera perfecto si lo haces-- 

a continuacion le envia instrucciones detalladas de como realizarlo,el ordenador sigue escribiendo prometiendo lo que encontrara en el otro lado. 

--todo será paz— 

Dan,empezo a seguir el ritual que le indicaba la computadora, en el ultimo momento antes de realizar lo irreparablele vinieron recuerdos a su mente de cuando empezo a escribir,su amor por las palabras,su felicidad como escritor antes de caer bajo el control de la maquina . 

Saco fuerzas de su flaqueza mental,Dan se levanto y desconecto el ordenador,la pantalla parpadeo como si la maqiuina supiera lo que va a hacer,antes de apagarse salio en la pantalla un mensaje:

” nos volveremos a encontrar”

 en un ataque de furia ,Dan destruyo el ordenador cada golpe lo liberaba un poco mas como si estuviera destruyendo a un ser maligno 

Dan se retira temporalmente de escribir,reflexionando sobre lo ocurrido.

 “ habia sido una alucinacion o algo mas ?--

 fianlmente decidio volver a escribir pero a mano, misteriosamente un dia se rompio la pluma y la tinta formo una palabra mientras manchaba el papel. 

--MORIRAS-

LA VIEJA ESTACION


 Como la mayoría de las viejas estaciones de tren, esta se encuentra en las afueras del pueblo, un lugar donde reina el silencio. Solo se escucha, de tanto en tanto, el canto ocasional de algún búho solitario.

La estación estaba abandonada desde hacía muchos años. La estación de San Carlos, años atrás, había sido el corazón del pueblo, un lugar donde los viajeros llegaban con sueños de nuevas oportunidades, mientras otros partían, dejando sus recuerdos atrás.

Ahora, solo queda una estructura deteriorada y en peligro de derrumbe, invadida por la maleza, lo que hace prácticamente imposible entrar. Todos en el pueblo conocen la historia de un tren fantasma. Siempre a medianoche, cuentan los pocos que se atrevían a pasar cerca de la estación, se escuchaba el silbato de una locomotora que jamás llegaba; su estruendo resonaba a lo lejos. La leyenda decía que, en una época lejana, un tren de carga había partido de San Carlos rumbo a la ciudad, pero nunca llegó a su destino. Según las historias, el tren cayó al río, arrastrando consigo a todos los tripulantes y la misteriosa carga que transportaba. Aunque el río no era muy profundo y resultaba imposible que arrastrara los vagones, el tren y todo lo que llevaba desapareció sin dejar rastro.

Pasaron los años, y aunque el tren nunca apareció, la estación continuó funcionando con normalidad. Los lugareños juran que, cada cierto tiempo, el tren desaparecido "volvía" a la estación: nadie lo veía, pero todos escuchaban el silbato a lo lejos, junto con un leve temblor en las vías.

Los que habían presenciado estos fenómenos contaban que el silbato era terrorífico en la oscuridad de la noche, como si surgiera del centro de la tierra. Algunos incluso aseguran ver figuras que parecen flotar en la niebla del amanecer. Entre ellas, destaca la figura de una mujer con un largo vestido blanco y un antiguo sombrero, que siempre aparece sentada en uno de los bancos de la estación, mirando hacia la inmensa oscuridad. Los que la han visto cuentan que sus ojos no parecen humanos: son oscuros y carecen de pupilas. Alguno intentó acercarse a hablarle, pero, al hacerlo, ella giraba su cabeza y se desvanecía en la penumbra, dejándolos con un intenso frío en los huesos, como si algo anormal los hubiera poseído.

También está la historia del jefe de estación, un hombre que trabajó allí hasta sus últimos días. Cuando pasaban pocos trenes, solía entretenerse tomando café y fumando en pipa. Desgraciadamente, un día falleció de un infarto fulminante. Desde entonces, quienes osan acercarse a la estación perciben claramente el aroma a café y el pegajoso olor del tabaco de pipa, sintiendo la presencia de un espíritu tranquilo en el despacho.

Pero lo que más asusta a los visitantes son los sonidos de alguien caminando por las vías, con cadenas atadas a los pies, acompañado por las risas de niños. Otro extraño suceso es escuchar a un hombre susurrar en voz baja el nombre de una mujer, María. La historia cuenta que esta mujer frecuentaba la estación y se había enamorado de un ferroviario, con el que planeaba huir del lugar. Mientras ella esperaba a su amado, él perdió la vida entre los raíles, arrollado por una locomotora. La pena fue tan grande que ella decidió dejarse morir en uno de los bancos de la estación.

Así, la estación quedó habitada por los ecos de aquellos que nunca se marcharon, y de otros que llegaron y ya no pudieron irse. Los trenes dejaron de pasar por San Carlos hace mucho tiempo, pero en las noches más oscuras y silenciosas aún se escucha el eco lejano de un silbato, anunciando el regreso de lo que jamás volverá.

TODOS CON VALENCIA


 Hoy estamos frente al televisor, asustados y enfadados por la pérdida de más de 200 personas (un número que tristemente sigue en aumento). Eran personas como cualquiera de nosotros, sin distinción de clases sociales, que han sido arrancadas de nuestras vidas por la tragedia que han traído las lluvias.

Nos duele profundamente, porque estas pérdidas no son solo obra de la naturaleza; son también resultado de la desidia política, desde la derecha hasta la izquierda, pasando por el centro. Son la consecuencia del abandono de quienes debían protegernos, pero hoy solo buscan excusas para lavarse las manos y desentenderse (nunca mejor dicho) de los muertos.

Mientras nuestras calles permanecen llenas de lodo y ruinas, los políticos, cómodos en sus oficinas (sí, todos ellos), se desentienden. Esto sucedió en Valencia, pero podría haber ocurrido en cualquier otra región: Cataluña, Andalucía, Aragón, Navarra… Podría seguir hasta nombrar todas las comunidades autónomas, e incluso Ceuta y Melilla.

Los políticos nos dejan solos en nuestro sufrimiento, y el dolor se acentúa cuando nos damos cuenta de que, para ellos, solo somos una estadística o, de vez en cuando, un voto. Juegan con el tiempo, confiando en que todo se olvidará.

Sin embargo, entre tanto dolor, hay un rayo de esperanza: la solidaridad de las personas de otras ciudades y pueblos. Mientras las instituciones miran hacia otro lado, han sido los ciudadanos comunes  quienes han enviado agua, alimentos y apoyo económico a través de asociaciones locales y nacionales. Son ellos, no los políticos, quienes han demostrado que la compasión y la empatía están por encima de la burocracia y de la indiferencia de la clase política.

Este apoyo demuestra que aún existe una humanidad dispuesta a ayudar al prójimo. Sin embargo, debemos alzar la voz y decir alto y claro que esto no debería recaer sobre los hombros del pueblo; esta es responsabilidad de quienes nos gobiernan. No estamos pidiendo caridad, estamos exigiendo justicia.

Justicia para quienes fallecieron y para quienes lo han perdido todo. Es indignante que, mientras la solidaridad del pueblo se organiza, quienes debieron haber actuado antes ahora se limitan a lanzarse acusaciones, sin preocuparse de lo que realmente está sucediendo.

Hubo advertencias de que esto podía ocurrir, pero fueron ignoradas, y mientras tanto, no se hizo nada para evitar que nuestros pueblos y ciudades quedaran expuestos a la furia del agua.

La incompetencia y la indiferencia son inaceptables. Ya no bastan las palabras de consuelo ni las visitas rápidas de políticos buscando una cámara o una foto. Esta tragedia no puede volver a repetirse; la vida y los hogares de los ciudadanos deben estar protegidos. No queremos que esto pase nunca más. Necesitamos que, desde el lugar de poder, alguien golpee la mesa y diga “¡Basta!”

A la gente que ha perdido a un ser querido o que ha visto su casa destruida, le digo que no está sola. Que el grito del pueblo resuene hasta que quienes tienen el poder de cambiar las cosas actúen.

TODOS CON VALENCIA

EL BARBERO SILENCIOSO


 Giovanni era el barbero de un pequeño pueblo italiano, conocido por todos por su habilidad con las tijeras. Sin embargo, lo que sus clientes más apreciaban era su discreción, a pesar de su oído agudo y atento.

La barbería de Giovanni era un lugar donde los hombres del pueblo se reunían para charlar sobre los asuntos del día, compartir rumores y hablar de sus vidas. Giovanni siempre escuchaba en silencio; nunca intervenía en las conversaciones de sus clientes, y se limitaba a asentir o negar con la cabeza mientras continuaba con su trabajo.

Todo cambió un día lluvioso y tranquilo en la barbería. Giovanni limpiaba sus navajas cuando entró Francisco, un hombre de aspecto sombrío que había visitado el negocio en algunas ocasiones. Francisco se sentó en la silla y le pidió a Giovanni que le cortara el cabello, como siempre. El barbero comenzó su trabajo, pero llevaba apenas unos minutos cuando Francisco sacó un teléfono del bolsillo y empezó a hablar en voz baja. Giovanni, sin querer, escuchó el nombre de Mario y percibió un escalofrío al oír el tema de la conversación: Francisco hablaba de un plan para acabar con la vida de Mario.

Con los nervios, Giovanni cortó un poco más de lo debido, y Francisco le lanzó una mirada de enfado. El barbero se disculpó por su torpeza, aunque algo en su interior le decía que debía hacer algo más al respecto.

Esa noche, Giovanni no pudo dormir. Sabía que Mario era un joven trabajador que había llegado al pueblo unos meses antes, sin enemigos aparentes. Entendió que no podía ignorar lo que había escuchado, así que, después de darle vueltas al asunto, ideó un plan para evitar la muerte de Mario.

Al día siguiente, Giovanni cerró la barbería y fue en busca de Mario, a quien encontró en la plaza del pueblo, charlando con unos amigos. Discretamente, lo apartó de ellos y le contó lo que había escuchado, sin revelar nombres. Mario, al principio, pensó que era una broma; pero, al ver la gravedad en el rostro de Giovanni, comprendió la seriedad del asunto.

Juntos planearon engañar a Francisco y a sus cómplices. Mario fingiría abandonar el pueblo, dejando pistas falsas para despistarlos. Mientras tanto, Giovanni seguiría escuchando en la barbería, intentando obtener más información.

Pasaron los días y Francisco, al ver que Mario parecía haber desaparecido, comenzó a enfadarse. Un día llegó a la barbería maldiciendo, visiblemente molesto. Giovanni, observando su nerviosismo, le ofreció una copa de vino además del corte de cabello. Entre el efecto del alcohol y su enojo, Francisco terminó contando sus intenciones hacia Mario, revelando el lugar y la forma en que pensaban acabar con él.

Esa misma noche, Giovanni se dirigió a la policía y les informó de todo lo que sabía, incluyendo el lugar y el plan que Francisco había mencionado. La policía contactó con Mario y organizó un regreso simulado. Cuando Francisco y sus secuaces aparecieron para emboscarlo, la policía estaba esperando para detenerlos.

Gracias a Giovanni, no solo se evitó el asesinato de Mario, sino que también se descubrió que Francisco estaba involucrado en otros crímenes en pueblos cercanos.

Desde entonces, Giovanni continuó cortando el cabello de los habitantes del pueblo, siempre en silencio. Meses después, todos conocieron los detalles del incidente, aunque solo Mario sabía realmente por qué querían acabar con él.

 Misteriosamente, Mario desapareció del pueblo el mismo día en que robaron la caja fuerte del banco. Nadie volvió a verlo, ni sabía dónde se encontraba, aunque cada mes ingresaba una suma de dinero en la cuenta del barbero, en forma de transferencia.

NUNCA COMPARTAS UN COCHE DE ALQUILER


 Era una mañana cálida en Barcelona. Cuatro desconocidos se preparaban para compartir coche en un viaje hacia Madrid. Todos habían contactado a través de una aplicación de viajes compartidos, algo bastante común últimamente para reducir los gastos en trayectos largos, como el de 600 kilómetros que les esperaban.

El punto de encuentro era una gasolina en las afueras, cerca de la salida de la autopista. Jaime, el dueño del coche, fue el primero en llegar (nunca le gustaba llegar tarde a ningún sitio). Era un hombre tranquilo que trabajaba como informático, y la idea de compartir los gastos del viaje le parecía fantástica.

Minutos después llegó Marta, una estudiante de Derecho. Saludó con una sonrisa y dejó su gran bolso en el maletero. El siguiente en llegar fue Héctor, que apenas prestó atención a los demás. Se limitó a decir un seco:

—Hola.

Y, sin más, se acomodó en el asiento trasero, poniéndose los auriculares de inmediato. Pocos minutos después apareció Carlos. Su mirada era esquiva y sus nervios evidentes; no dejaba de revisar el móvil. Era mayor que los demás, y llevaba una maleta negra que insistió en guardarlo el mismo en el maletero.

Jaime arrancó el coche y comenzó el trayecto. Al principio, todo fue silencio. Marta fue la primera en romperlo.

— ¿Cuál es el motivo de vuestro viaje? —preguntó, intentando suavizar el ambiente.

—Una conferencia de tecnología —contestó Jaime sin apartar la vista de la carretera.

—Voy a visitar a unos amigos —dijo Héctor, quitándose un auricular momentáneamente.

—Por trabajo —respondió Carlos de forma escueta.

El trayecto estuvo marcado por conversaciones pequeñas entre algunos de ellos. Sin embargo, Carlos permanecía callado y no dejaba de mirar hacia el maletero desde el interior del coche. Cada vez que hacían una parada, Carlos se acercaba al maletero, lo abría y revisaba que todo estaba en orden. Héctor, a pesar de mantenerse al margen en las charlas, no podía evitar notar la extraña actitud de Carlos, pero prefirió no hacer comentarios.

Un poco después de haber recorrido la mitad del trayecto, se encontraron con algo inesperado: una larga fila de coches detenidos. Un cartel más adelante avisaba: “Control de drogas” .

El ambiente dentro del coche cambió por completo. Carlos comenzó a sudar, mirando nervioso por las ventanillas. Marta se movía incómoda en su asiento, y el más explícito fue Jaime:

—Maldita sea...

El coche avanzaba lentamente hasta que llegaron frente a uno de los agentes. Este les indicó que bajaran del coche y abrieran el maletero. En ese momento, Carlos palideció. Héctor, observando la situación, comenzó a atar cabos mentalmente.

Cuando la policía comenzó a inspeccionar el maletero, Héctor se acercó al agente y susurró:

—Oiga, agente. El dueño de esa maleta negra es muy raro. Seguro que lleva algo más que ropa.

De repente, los perros empezaron a ladrar, pero en otra dirección, hacia otro coche en la fila. Ante la convicción de haber encontrado algo allí, al agente les ordenó continuar su marcha.

—Parece que encontraron lo que buscaban —comentó Jaime con alivio mientras reanudaban el viaje.

Al llegar a las afueras de Madrid, Héctor sugirió hacer una última parada antes de entrar en la ciudad. Bajaron del coche Jaime, Héctor y Marta, mientras Carlos los observaba desde el asiento trasero, con desconfianza en la mirada.

—Ese tipo es muy raro —dijo Héctor en voz baja—. Estoy seguro de que lleva algo ilegal en la maleta.

Jaime y Marta intercambiaron miradas. Sabían que Héctor tenía razón.

—Podríamos denunciarlo... o aprovechar esta oportunidad, ¿no os parece? —añadió Héctor con una sonrisa maliciosa.

—Estás loco —exclamó Jaime, aunque sus palabras sonaban menos convencidas de lo que pretendía.

Marta se movió en silencio, esbozando una ligera sonrisa.

Carlos, desde dentro del vehículo, comenzó a sospechar de las intenciones de sus compañeros. Se bajo rápidamente e intentó abrir el maletero para coger su maleta, pero lo siguiente ocurrió en cuestión de segundos: Héctor lo golpeó en la cabeza, y Carlos se desplomó al suelo como un muñeco roto.

Los tres abrieron la maleta del herido, y lo que encontraron les dejaron sin aliento: paquetes de droga envueltos en plástico.

El destino final ya no era Madrid. En lugar de continuar hacia la ciudad, tomaron una carretera secundaria. En un barranco remoto, el cuerpo de Carlos desapareció para siempre. Cada uno de los tres ocupantes del coche se llevó su parte del botin.

Madrid, con sus brillantes luces y su vida ajetreada, esperaba a tres personas que nunca volverían a ser las mismas que al inicio de aquel viaje.

LA CASA DEL FIN DEL MUNDO


 Por la pequeña avenida, justo al final del camino, se podía ver entre los árboles la silueta de la vieja casa. Una casa de dos plantas que aún resistía, a pesar del paso de los años. Los pocos vecinos que se atrevían a acercarse la llamaban "La casa del fin del mundo", siempre envuelta en una espesa niebla que parecía intentar ocultarla.

Era evidente que la casa tenía una gran antigüedad. Sus ventanas, casi todas rotas, colgaban peligrosamente, a punto de caer al suelo. Nadie sabía cuántos años tenía, pero todos coincidían en una cosa: esa casa era inhabitable.

Durante años, se contaron extrañas historias, pasadas de boca en boca, cada una más terrorífica que la anterior. Los relatos hablaban de sombras moviéndose detrás de las ventanas, luces que parpadeaban en el interior a pesar de que hacía décadas que no había electricidad, y, sobre todo, los gritos que resonaban en las noches de mal tiempo. La casa llevaba muchos años deshabitada, y aunque nadie quería acercarse, la curiosidad atraía a algunos.

Una noche de otoño, cuatro jóvenes decidieron desafiar las leyendas. Estaban decididos a pasar la noche en la casa. Jesús, Carmen, Sergio y Laura habían escuchado las historias desde pequeños, pero como muchos otros, pensaban que eran supersticiones de abuelos.

Decidieron que pasarían la noche en "La casa del fin del mundo" para demostrar que no había nada que temer.

El camino hacia la casa era fangoso y serpenteante. Cuanto más avanzaban, más pesado se volvía el aire. La niebla que durante el día envolvía la casa como un leve velo, se tornaba espesa y opresiva al caer la noche.

El sonido del bosque se apagó. Solo quedaba el crujido de las hojas bajo sus pies, y podían escuchar la respiración acelerada del grupo. Ninguno lo expresó en voz alta, pero todos comenzaron a sentir miedo. Aun así, continuaron, guiados por las luces de sus linternas, intentando no demostrar su temor.

Cuando finalmente llegaron a la casa, una ráfaga de viento frío les erizó la piel. La puerta principal estaba entreabierta, como si los invitara a entrar. Se miraron entre ellos, sin que nadie quisiera ser el primero en retroceder. Jesús, el más valiente del grupo, empujó la puerta, y los cuatro entraron.

El interior de la casa era tan lúgubre como el exterior. El olor a moho y madera podrida casi les hizo vomitar. Los muebles estaban cubiertos de polvo y telarañas, y un tapiz en la pared se desprendía en tiras. El silencio dentro de la casa era absoluto, como si las paredes absorbieran los sonidos. A pesar de la oscuridad, Carmen notó algo extraño: aunque parecía abandonada, la casa no estaba del todo vacía. Había huellas, como si alguien hubiera estado allí no hacía mucho. La idea la estremeció, pero no dijo nada para no parecer paranoica.

De repente, escucharon pasos en el piso de arriba. Con miedo, se dirigieron a las escaleras y subieron. Lo que encontraron en una de las habitaciones los paralizó de terror: Laura estaba de pie en el centro de la habitación, su cuerpo completamente rígido. Frente a ella estaba Jesús, sosteniendo un libro antiguo, lleno de extraños símbolos. Ambos tenían los ojos completamente en blanco.

Antes de que pudieran reaccionar, las puertas de la habitación se cerraron de golpe con un estruendo, y la temperatura bajó bruscamente. Las luces de las linternas comenzaron a parpadear y a fallar. Una figura oscura apareció en el centro de la habitación, avanzando hacia ellos. Sergio y Carmen comenzaron a gritar, golpeando la puerta, intentando derribarla, pero era inútil.

El aire se llenó de susurros, palabras ininteligibles que aumentaban el terror. Justo cuando la oscuridad parecía consumirlo todo, Jesús dejó caer el libro con un grito desgarrador y cayó al suelo.

El silencio volvió a apoderarse de la casa. El frío mortal que los envolvía empezó a desvanecerse. "La casa del fin del mundo" quedó en silencio una vez más. Pero no tuvieron tiempo de gritar ni de correr. El techo se desplomó sobre ellos, golpeándolos mortalmente. Lo último que escucharon fue una voz susurrante que decía:

—Nunca debieron haber venido.

"EL FABRICANTE DE JUGUETES"


 Nadie en el pueblo sabía exactamente cuándo llegó; Apareció como un fantasma, deambulando por las calles estrechas. El viejo vagabundo vestía harapos y, sobre ellos, una capa desgastada. Era un personaje enigmático. Nadie conocía su nombre, aunque los niños lo llamaban "El fabricante de juguetes"

Lo que más intrigaba a la gente no era su aspecto, ni siquiera los trapos con los que se vestía. Tampoco sorprendía su costumbre de desaparecer durante días. Lo que más llamaba la atención era su habilidad para fabricar pequeños juguetes, que luego regalaba a los niños.

No eran juguetes comunes. Se decía en el pueblo que nunca se rompían, y lo más extraño era que, si un niño jugaba con ellos, nunca enfermaba.

David, un niño inquieto y curioso de diez años, como muchos de su edad, había escuchado las historias sobre el vagabundo. Una tarde, mientras regresaba de la escuela, vio al anciano sentado junto a una fuente, tallando algo con sus manos

—¿Qué haces? —preguntó David con su tímida voz

El "fabricante de juguetes" levantó la vista. Sus ojos grises brillaban con una intensidad inquieta.

—Hago lo que sé hacer. ¿Te gustan los juguetes? —respondió el vagabundo.

David se acercó en silencio, y el anciano le ofreció una pequeña figura de madera en forma de caballo.

—Para ti —dijo el vagabundo mientras se lo tendía

David tomó el juguete, sorprendido por su perfección. Una vez en su habitación, lo observó bajo la luz de la mesita de noche, y le pareció aún más perfecta.

A la mañana siguiente, cuando salió de su casa, notó algo extraño. Durante las últimas semanas, una tos persistente lo había acompañado, pero ese día no sintió nada. Se sintió más fuerte, más lleno de energía. Sin entender por qué, presionó el caballo contra su pecho y corrió hacia la escuela.

Con el tiempo, otros niños también empezaron a recibir juguetes del vagabundo: una muñeca para Isabel, un coche de madera para Bernardo. Todos estos juguetes compartían la misma calidad: no se rompían, sin importar lo que hicieran con ellos. Pero lo más impactante era que los niños que los poseían no enfermaban; incluso algunos con enfermedades crónicas mejoraban.

Pronto, la historia del vagabundo y sus juguetes se expande por los pueblos de alrededor.

— ¿Qué clase de truco o magia los mantiene intactos? —se preguntaban.

Una noche, los adultos del pueblo se reunieron en el bar del pueblo.

—Algo no está bien. Nadie sabe de dónde viene ni por qué hace esto. ¿Y si estás usando brujería? —comentó el alcalde

—Pero no ha hecho nada malo —responde una mujer

—Desde que mi hija tiene esa muñeca, ha dejado de toser —intervino otra mujer.

Nadie tenía respuestas para tantas preguntas.

Pasaron los meses y David no podía dejar de pensar en el vagabundo. Una tarde, decidió salir en su búsqueda. Recorrió las calles del pueblo, preguntando a todos, pero nadie lo había visto. Finalmente, David decidió mirar en las afueras del pueblo, cerca de una vieja cabaña junto al río.

La cabaña estaba vacía, pero en una esquina había una mesa llena de herramientas y juguetes a medio terminar. Mientras observaba todo, escuchó un crujido detrás de él. Se giró y vio al vagabundo, que lo miraba fijamente.

—No deberías estar aquí, muchacho —dijo

—Quiero saber quién eres y por qué fabricas estos juguetes —contestó David, tragando saliva.

El anciano suspiro mientras se sentaba en una silla.

—Hace mucho tiempo, cuando era joven, fui un gran fabricante de juguetes. Todo el mundo deseaba mis creaciones, pero había un problema que no pude solucionar —dijo con melancolía.

—¿Cuál era el problema? —preguntó

—Los niños enfermaban. Al principio no entendía por qué. Luego descubrió que los materiales que usaban —metales, pinturas, barnices— eran tóxicos. Desesperado, busqué una solución.

—Muy interesante —dijo el chico

—En mi búsqueda, encontré una especie de magia o conocimiento perdido. Aprendí a fabricar juguetes que no solo eran perfectos, sino que curaban a los niños enfermos. Pero todo tiene un precio.

— ¿Qué precio? —preguntó el

—Cada vez que doy un juguete a un niño, pierdo una parte de mi vitalidad. Mi energía se transfiere a los juguetes. Estoy sacrificando lo que me queda de vida por ellos.

David permaneció en silencio, tratando de comprender todo lo que acababa de oír.

—¿Por qué sigues haciendolo? —preguntó el chico.

—Porque es lo único que sé hacer, y si dejo de hacerlo, los niños volverán a enfermar

David miró el caballo de madera que aún llevaba consigo

— ¿Me puedes enseñar? —preguntó

—¿Por qué querrías eso? —preguntó el anciano.

—Porque quiero ayudar. Si me enseñas, quizás tú puedas descansar.

El vagabundo lo observó en silencio durante unos instantes y, finalmente, respondió

—Muy bien, te enseñaré

Desde ese día, David comenzó a pasar las tardes con el vagabundo, aprendiendo. Cada día que pasaba, el viejo envejecía más rápidamente, y cada juguete que hacía lo consumía un poco mas.

Una tarde fría, el anciano se despidió de el niño.

—Es tu turno. Cuida de los juguetes y de los niños —dijo, cerrando los ojos para no volver a abrirlos nunca mas.

" CHICLETS"


 La ciudad era industrial, y la fábrica más importante era la famosa "Don Gum", conocida por su especialidad: los chicles "Tartar", los mejores del mercado. Su inconfundible aroma a menta o fresa, junto con otros sabores, la hacían la más importante del país

Todo cambió hace algunos meses, cuando muertes arrepentidas comenzaron a azotar la nación, todas las relacionadas con uno de sus productos. Las personas caían fulminadas pocos minutos después de masticar un chicle, y sus corazones se detenían sin previo aviso.

En un principio, los médicos atribuyeron las muertes a ataques cardíacos, pero pronto comenzaron a notar que los casos eran inusualmente frecuentes y afectaban a personas de todas las edades. La policía, bajo la dirección del inspector Gabriel Marín, comenzó a recibir informes de los laboratorios que señalaban una coincidencia alarmante: todas las muertes estaban vinculadas con el consumo de los chicles "Tartar". La noticia se extendió rápidamente, y la gente evitaba los productos de la fábrica. Las ventas cayeron en picado, lo que amenazaba con llevar a la empresa a la ruina.

El inspector Marín descubrió algo aún más inquietante: alguien desde dentro de la fábrica estaba envenenando los chicles. Un análisis forense reveló que un compuesto altamente tóxico en pequeñas cantidades era el responsable de las muertes. El veneno era tan letal que solo una dosis mínima bastaba para detener el corazón de los consumidores. No se trata de un accidente ni de una contaminación involuntaria, sino de un acto premeditado. Alguien con acceso total a la planta

Decidido a resolver el caso antes de que más personas murieran, el inspector Marín  infiltró a uno de sus mejores agentes, el oficial Sánchez, como trabajador en la fábrica. Durante dos semanas, Sánchez se mezcló con los empleados, observando cuidadosamente sus rutinas. El proceso de fabricación era simple pero repetitivo: las máquinas procesaban la goma base, luego la mezclaban con los sabores y otros ingredientes antes de cortarla en pequeños cuadrados que se empaquetaban en porciones individuales.

Con el tiempo, Sánchez notó que un hombre destacaba entre los demás: Roberto, un operario veterano que llevaba más de veinte años en la fábrica. Era un hombre reservado, siempre con una mirada tensa. Mientras que los demás empleados interactuaban entre sí, Roberto evitaba cualquier tipo de contacto. Trabajaba con una precisión impecable, especialmente al manejar los ingredientes.

Un día, Sánchez vio a Roberto manipular pequeños frascos que no correspondían a los ingredientes habituales. Lo lanzo al cubo de basura una vez acabado. Intrigado, Sánchez reconogió el frasco y lo olió discretamente: era el químico tóxico que había estado matando a

A partir de ese momento, Sánchez decidió investigar el pasado de Roberto. Lo que descubrió fue inquietante: hacía diez años, Roberto había sufrido una tragedia personal que casi nadie conocía. Su hijo, de apenas ocho años, había muerto en circunstancias extrañas, aparentemente un accidente. El niño solía jugar cerca de la fábrica mientras su padre trabajaba largas horas. Un día, el pequeño encontró uno de los chicles defectuosos que había sido desechado por la fábrica. Inocentemente, lo masticó, sin que nadie imaginara que uno de los ingredientes le provocaría una severa reacción alérgica que acabaría con su vida.

La fábrica negó toda responsabilidad, y el caso fue archivado como un desafortunado accidente. Nadie pagó por lo sucedido, y la injusticia se fue clavando cada vez más profundamente en el corazón de Roberto. Día tras día, mientras trabajaba entre las máquinas, su rencor creció, transformándose en un odio implacable. Decidió vengarse de la empresa de la única manera que sabía: envenenando sus productos. Su objetivo no era matar indiscriminadamente, sino destruir la reputación de la fábrica y llevarla a la ruina.

Durante el turno de noche, cuando apenas había empleados, Roberto introdujo pequeñas cantidades de veneno en los ingredientes. Para él, cada chicle contaminado era una pequeña victoria en su guerra personal. Los jefes y encargados nunca sospecharon del reservado y veterano trabajador.

Después de semanas observando, Sánchez sabía que era momento de actuar. Había visto a Roberto mezclar el veneno en varios lotes de chicles y decidió enfrentarlo. Lo siguío hasta el pequeño cuarto donde practicaba sus mortales mezclas. Cuando Roberto entró, se sorprendió al ver a Sánchez esperandole.

—Sabes que te he descubierto, ¿verdad? —dijo Sánchez,

Roberto no mostró sorpresa. Había algo en su mirada que indicaba que había estado esperando este momento desde hacía tiempo.

—Y ¿qué vas a hacer? —preguntó

—Lo que estás haciendo no devolverá la vida a tu hijo —replicó Sánchez

Al escuchar estas palabras, Roberto dio un paso atrás. Con una expresión resignada, tomó un frasco del veneno letal y lo llevó a sus labios. En cuestión de segundos, cayó fulminado a los pies del inspector.

EL CARPINTERO


 El pueblo era famoso por el vasto y frondoso bosque que lo rodeaba. En él vivía Henry, un carpintero conocido en toda la región por los muebles rústicos que fabricaba. Sus manos, ásperas por los años de trabajo, podían transformar un simple tronco en una obra de arte. Desde joven, Henry había desarrollado una conexión especial con los árboles; estaba convencido de que cada uno de ellos tenía una historia que contar, y su arte consistía en hacerlas visibles en sus creaciones.

Henry vivía en una pequeña cabaña en las afueras del pueblo, justo donde comenzaba el bosque. Cada semana se adentraba en él, buscando los árboles más débiles, aquellos que ya no tenían mucho tiempo de vida. Creía que así respetaba el ciclo natural, cortando solo los que estaban destinados a morir pronto. Sin embargo, con el tiempo, la demanda de sus muebles aumentó, y sin darse cuenta, comenzó a talar más árboles de los que el bosque podía regenerar.

Y fue entonces cuando algo extraño empezó a suceder.

Una gris mañana de otoño, Henry se encontraba solo en lo más profundo del bosque. El único sonido que rompía la tranquilidad era el golpe seco de su hacha contra un roble imponente. Estaba a punto de derribarlo cuando el suelo bajo sus pies comenzó a vibrar. Al principio, pensó que se trataba de un leve temblor de tierra, pero cuando levantó la vista, notó que el cielo, cubierto de nubes, había adquirido un extraño tono verdoso.

El aire se tornó pesado, como si la atmósfera misma hubiera ganado densidad. Respirar se volvió más difícil, y Henry sintió que una energía desconocida lo rodeaba, algo que jamás había experimentado. De repente, un zumbido agudo estalló en sus oídos, forzándolo a caer de rodillas. Se llevó las manos a la cabeza, intentando mitigar el dolor. Cuando levantó la vista, vio cómo de la luz que atravesaba las nubes se formaban figuras difusas, humanoides, pero claramente no humanas.

—No más —escuchó una voz profunda 

—. El tiempo se acaba.

Henry se quedó paralizado, su hacha cayó al suelo con un golpe seco. Las figuras eran altas, delgadas, con ojos profundos que lo observaban con intensidad. Aunque tenían forma humana, estaba seguro de que no pertenecían a este mundo.

—¿Quiénes sois? —preguntó, con la voz temblorosa.

—Somos los guardianes —respondió una de las figuras, su voz resonando en todas direcciones

— Los protectores del equilibrio natural.

Henry intentó ponerse en pie, pero la fuerza de las voces lo mantenía postrado en el suelo.

—La Tierra ha hablado —continuaron las figuras

— Y tú, carpintero, debes advertir al mundo. Si no detenéis el abuso, la invasión comenzará.

—¿Invasión? —preguntó Henry, incrédulo.

—Vendremos y tomaremos el control. El precio por vuestra negligencia será vuestra propia destrucción.

El mensaje fue claro. Antes de que Henry pudiera responder, las figuras se desvanecieron en el cielo, y el zumbido cesó. El cielo volvió a su tonalidad habitual, como si nada hubiera ocurrido.

Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, Henry volvió al pueblo. Tenía que advertirles. Se dirigió directamente a la taberna, donde varios vecinos jugaban a las cartas y al dominó, como solían hacer a diario. Entró con paso decidido y se colocó en el centro de la sala, llamando la atención de todos.

—He visto algo importante —dijo, con la voz firme pero angustiada

— Los árboles están conectados con seres de otro mundo. Me han dado una advertencia: si no dejamos de destruir la naturaleza, nos invadirán.

La taberna quedó en silencio por un instante, y luego estalló en carcajadas.

—¡Henry, hombre! Sabemos que amas los árboles, pero ¿extraterrestres? —dijo uno de los vecinos entre risas.

—¡No estoy bromeando! —gritó Henry

—Si no detenemos la tala, vendrán por nosotros. ¡Nos lo han advertido!

Pero nadie lo tomó en serio. Pensaron que su mente, agotada por los años de trabajo en solitario, le estaba jugando malas pasadas. Poco a poco, la reputación de Henry comenzó a deteriorarse. Los carpinteros siguieron cortando árboles sin medida, y él, al ver que sus advertencias eran ignoradas, decidió dejar de trabajar.

Los meses pasaron y la vida en el pueblo continuó como siempre.

En una madrugada silenciosa, el cielo sobre el pueblo adquirió el mismo extraño color verdoso que Henry había visto en el bosque. Esta vez, el zumbido no solo retumbaba en su cabeza, sino que todo el pueblo lo podía escuchar. La tierra empezó a temblar bajo los pies de los aldeanos. Las figuras que Henry había visto descendían del cielo, flotando sobre el pueblo como sombras amenazantes.

Los aldeanos, aterrorizados, salieron de sus casas, gritando y buscando refugio. Las figuras avanzaban en silencio, y con cada paso, la naturaleza se rebelaba: las raíces de los árboles emergían del suelo, destruyendo todo lo que los humanos habían construido.

—Os dimos una oportunidad —la misma voz resonó en el aire

— Tú, Henry, debes ser el puente entre los humanos y nosotros. Si no te escuchan esta vez, todo será destruido.

Henry, sabiendo que esta era su última oportunidad, corrió hacia el bosque, con el miedo latiendo en su pecho. Se arrodilló junto a un gran roble, cerró los ojos y colocó una mano sobre el árbol y la otra sobre el suelo. La conexión fue inmediata. El zumbido cesó, y el color verdoso del cielo comenzó a desvanecerse.

Los aldeanos, atónitos, observaron cómo el caos se disipaba tan rápido como había comenzado. Los seres extraterrestres desaparecieron, y la tierra volvió a la calma.

Desde aquel día, los carpinteros del pueblo dejaron de talar árboles indiscriminadamente. Comenzaron a utilizar materiales reciclados o a replantar lo que extraían del bosque. La naturaleza y los humanos aprendieron a coexistir en equilibrio.

Henry volvió a trabajar, pero ahora con un respeto aún mayor por los árboles. Los aldeanos, que una vez lo habían ridiculizado, ahora lo respetaban y lo escuchaban. A veces, cuando las tormentas se acercaban y el cielo se teñía de gris, los recuerdos de aquella noche volvían, y el temor se instalaba en sus mentes.

LOS PEATONES


 Era una mañana fría de enero cuando salió al aire por primera vez en Radio Window, la emisora local más escuchada en todo el país. Eran las 6 de la mañana y el locutor estrella, Diego Márquez, comenzaba su programa como de costumbre.

Su voz grave atraía a los oyentes. Todos estaban familiarizados con los comentarios de Diego; algunos los consideraban entretenidos, mientras que otros los encontraban irritantes. Diego tenía la fama de ser el locutor más provocador de la radio; cualquier tema lo criticaba ferozmente. Pero había un asunto que lo obsesionaba por completo: los peatones.

Desde su cabina, lanzaba constantes ataques contra las personas que caminaban por la calle.
—Es increíble —decía Diego—, la calle está infestada de peatones que no saben caminar, que no respetan las normas, que se creen dueños de las aceras. ¡Esos parásitos urbanos no hacen más que molestar!

Cualquier ocasión era válida para iniciar una retahíla de insultos dirigidos a los peatones. Si había algún accidente en el que estuviera involucrado un peatón, Diego aprovechaba la noticia para lanzar veneno contra ellos. Para él, eran los auténticos culpables de todos los problemas de tráfico y del caos que asolaba la ciudad.

Los oyentes ya estaban acostumbrados a sus comentarios. Aunque algunos llamaban para apoyarlo, la mayoría lo hacía para enfrentarse a él. Uno de los incidentes más sonados fue con una mujer llamada Isabel. Ella llamó después de que Diego criticara duramente a un grupo de peatones que, según él, "se paseaban sin rumbo fijo, entorpeciendo la vida de los demás".

—Hola, Diego —dijo Isabel—. Te llamo para hacerte una pregunta: ¿por qué odias tanto a los peatones?

Diego soltó una risa sarcástica.
—Jajajaja. No es que los odie, Isabel, simplemente no soporto su inutilidad. Son una lacra a extinguir, gente sin respeto por el orden, por el espacio público y mucho menos por los conductores. Seguro que tú eres una de esas personas que camina por donde le da la gana sin preocuparse por los demás, ¿verdad?

Isabel intentó mantener la calma.
—Caminar es una necesidad, Diego. No todos pueden o quieren usar el coche. Además, los peatones también tienen derechos.

—¿Derechos? Claro, tienen el derecho a hacer que todos lleguemos tarde al trabajo, a invadir los pasos de cebra cuando no deben, a cruzar las calles sin mirar. ¡Eso es lo que tienen! No me hagas reír —replicó Diego.

—Pero… —intentó contestar Isabel.

—Mira, te lo voy a dejar claro: el mundo estaría mejor sin peatones. Seríamos más rápidos, con una vida más ordenada. Ya basta de proteger a los inútiles que no hacen nada más que caminar de un lado a otro, como si no existiera nada más en el mundo —y, acto seguido, cortó la comunicación. Era su estilo; siempre decía la última palabra.

Con el tiempo, las críticas a los peatones se convirtieron en el eje central de su programa. Nadie entendía el odio que sentía por ellos. Las semanas pasaban y las frases de Diego escandalizaban a todos.

—Los peatones están fuera de control. Cruzan las calles sin mirar, se lanzan frente a los coches y luego tienen el descaro de culpar a los conductores. ¿Por qué respetar a alguien que no se respeta a sí mismo? —insistía.

Una mañana, Diego no salió al aire. Fue la primera vez en más de 10 años que su programa no se emitía. Pasaron varios días sin noticias de él, hasta que finalmente la emisora anunció algo inesperado: Diego había fallecido.

La noticia causó conmoción, no tanto por su muerte, sino por el misterio que rodeaba su vida privada. Nadie sabía nada de él fuera de la radio. Unos días después de su muerte, empezaron a surgir detalles.

El mayor de sus secretos salió a la luz: el locutor que tanto odiaba a los peatones nunca había caminado en su vida adulta. Sufría de paraplejía desde joven, producto de un accidente provocado por un peatón. Este se lanzó delante del vehículo que conducía su padre, causando un accidente en el que su padre murió y Diego quedó en una silla de ruedas para siempre.

Se supo que, desde el accidente, Diego había vivido recluido en su casa, donde había instalado un estudio de radio que le permitía emitir sin tener que salir. Finalmente, todos entendieron por qué odiaba tanto a los peatones.

DONAMERCA ( el secreto de la piña invertida )

En muchos lugares del país, comenzó a correr la noticia de lo sucedido en los supermercados, especialmente en uno de ellos: Donamerca. A finales de septiembre, los rumores empezaron a circular en las redes sociales.

Donamerca era el lugar al que la mayoría de la gente acudía para hacer sus compras diarias. Era conocido por su gran variedad de productos, precios bajos y trato amable. Sin embargo, en ese mes, algo extraño comenzó a suceder. Muchas personas juraban haber visto, entre las 19:00 y las 20:00 horas, a clientes gesticulando de manera extraña en el pasillo de las carnes, usando un lenguaje de signos que nadie comprendía.

La historia se difundió como la pólvora. Se decía que, si alguien lograba interpretar esos signos y compraba ciertos productos, se abriría una puerta a un mundo paralelo donde se concedían deseos de toda índole.

Al principio, muchos pensaron que era una simple broma sin fundamento, pero entonces empezaron a suceder cosas extrañas: la gente desaparecía, dejando los carritos abandonados en los pasillos.

La primera persona en desaparecer fue Carla Rodríguez, una mujer de 45 años, muy charlatana y risueña. Carla había ido a Donamerca una tarde para hacer la compra semanal. Nunca regresó a su casa. Su esposo alertó a la policía, pero no se encontró ni rastro de ella, solo su carrito abandonado en el pasillo de la carne.

Varios días después, se informó de la desaparición de Daniel Luz, quien había ido a Donamerca a comprar todo lo necesario para una cena romántica que había planeado con su novia. Su carrito también fue encontrado en el pasillo de la carne, lleno de productos que no coincidían con su lista de compras, entre ellos una piña boca abajo.

El pánico comenzó a extenderse por todo el país. ¿Qué estaba sucediendo en Donamerca?

Las personas dejaron de ir al supermercado; sin embargo, el morbo y la curiosidad empujaron a otros a investigar lo que sucedía. Una de ellas fue Ana Ramírez, una joven periodista que siempre buscaba una historia que contar. Ana había escuchado la historia y le llamó la atención por las desapariciones.

Decidió investigar lo que sucedía y acudió a la hora en que ocurrían los extraños eventos para descubrir la verdad. Llegó a Donamerca un miércoles a las 6:45, equipada con una cámara oculta y una grabadora de audio. Paseó por los pasillos fingiendo interés en los productos; incluso colocó en su carrito una piña boca abajo, como lo habían hecho los desaparecidos. Desde el momento en que llegó, notó una atmósfera extraña en el lugar: la iluminación parecía más tenue y el aire estaba frío, casi helado.

Observó a las personas a su alrededor; algunos clientes movían sus manos en el aire con extraños gestos. Un hombre alto, con una camiseta veraniega, hacía un movimiento circular con su mano derecha, mientras una mujer mayor respondía tocándose la nariz y luego levantando los dedos. Era un lenguaje que Ana no entendía.

De repente, sintió una presencia detrás de ella. Giró rápidamente y vio a un hombre de mediana edad, con una gorra de béisbol y una mirada intensa, observándola fijamente.

—¿Buscas algo en particular? —le preguntó con voz firme.

—Oh, no, solo estoy mirando —respondió Ana.

El hombre sonrió y se alejó, pero Ana no podía dejar de sentir su mirada sobre ella. Continuó observando todo a su alrededor, intentando comprender lo que sucedía. De repente, las luces parpadearon y se apagaron durante unos segundos. Cuando volvieron a encenderse, varios clientes habían desaparecido, dejando solo sus carritos vacíos en los pasillos.

Ana se quedó paralizada, pero rápidamente salió corriendo del supermercado.

Durante los días siguientes, investigó las desapariciones y los productos abandonados en los carritos. Descubrió que todos los carritos contenían una extraña variedad de carnes; algunas de ellas no estaban etiquetadas correctamente. Decidió tomar una muestra de cada producto y llevarlas a un laboratorio para que las analizaran.

Los resultados llegaron en pocos días, y lo que revelaron la dejó helada. Los análisis confirmaban que los productos contenían ADN humano.

Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, Ana llamó a la policía y les informó de su hallazgo. Aunque al principio no la creyeron, los resultados del laboratorio eran concluyentes. La policía ordenó una inspección sanitaria en el supermercado.

El día de la inspección, cerraron Donamerca y comenzaron a revisar todo el establecimiento. En el sótano, detrás de una puerta con llave, encontraron una habitación que olía a sangre y descomposición. En el centro de la habitación había una mesa de metal con herramientas afiladas y manchas de sangre seca.

Mientras seguían registrando el lugar, encontraron restos humanos, algunos parcialmente descompuestos y otros claramente frescos. Era un matadero humano clandestino. Nadie podía creer lo que sucedía en el supermercado, justo delante de ellos.

Las visitas a Donamerca cesaron entre las 19:00 y las 20:00 horas. La gente volvió a su rutina. El supermercado fue cerrado y reabierto meses después con otro nombre. Lo curioso es que en el nuevo supermercado nunca vendían piñas.

 

"SANTA PAU" ( III )

René asintió con la cabeza. Sentía un fuerte dolor en el brazo derecho, probablemente un hueso roto. La tormenta había desaparecido; lo único que quedaba era el sonido del viento y, a lo lejos, el ruido de los truenos.

Los dos hombres se apoyaron mutuamente mientras observaban los restos del globo. Estaba completamente destrozado: la tela hecha jirones y la canasta totalmente dañada. No había manera de intentar arreglar nada.

—Hemos tenido suerte, René —dijo Alberto con un suspiro.

—Sí, podríamos estar muertos, Alberto.

Miraron a su alrededor, tratando de situarse. No se veían señales de vida ni caminos, ninguna indicación de que hubiera seres vivos en los alrededores. Estaban en un lugar remoto, heridos y sin ninguna forma de comunicarse con nadie. El sol empezaba a descender; pronto estarían perdidos y rodeados de oscuridad. Sabían que tenían que encontrar un refugio y, si era posible, algo de agua y comida.

—Tenemos que salir de aquí —dijo René.

—Sí, pero con mucho cuidado. No sabemos lo que podemos encontrarnos.

Recogieron lo que pudieron salvar de los restos del accidente, incluyendo un poco de agua y algo de comida que llevaban en el globo. Con pocas fuerzas, comenzaron a caminar, siguiendo el camino más visible, buscando una salida.

El avance fue lento y doloroso. René luchaba contra el dolor de su brazo, mientras Alberto cojeaba visiblemente. El camino parecía interminable, y la luz del día prácticamente había desaparecido. El silencio de antes ahora se transformaba en los sonidos de los animales nocturnos que despertaban.

Finalmente, encontraron un pequeño refugio en una de las paredes del cañón. Agotados, decidieron que ese podría ser el refugio que necesitaban para pasar la noche. A pesar de que todo estaba húmedo, lograron encontrar suficiente material seco en su escondite para encender una hoguera. Al menos tendrían luz y calor esa noche.

Llevaban un rato al calor del fuego cuando decidieron hablar.

—¿Crees que alguien nos estará buscando? —preguntó René en voz baja.

—Es posible, pero si el viento nos llevó tan lejos, pueden tardar en encontrarnos.

René asintió nuevamente. Habían sobrevivido a una fuerte tormenta y a un aterrizaje forzoso, pero ahora enfrentaban un desafío diferente: tenían que sobrevivir.

La noche fue larga y difícil. El frío era intenso, pero la hoguera les brindaba algo de alivio. No podían dormirse del todo, o el fuego se apagaría. El dolor en sus cuerpos les impidió descansar, y cuando lograban cerrar los ojos, los ruidos de los animales en el exterior del refugio los despertaban.

Al amanecer se sintieron un poco más animados. Los primeros rayos de sol trajeron esperanza e ilusión, y decidieron continuar su camino. A pesar del dolor, se levantaron y comenzaron a caminar nuevamente. A medida que avanzaban, el terreno se volvía cada vez más difícil de recorrer, y sus fuerzas comenzaban a flaquear.

Después de varias horas caminando, escucharon un sonido que estaban esperando: el sonido del agua. Aceleraron el paso, guiados por el ruido, y finalmente llegaron a un pequeño arroyo, pero lo suficientemente claro para beber de él. Bebieron ansiosamente, sintiendo cómo el agua fresca les devolvía algo de energía. Descansaron un poco junto al arroyo.

—Tenemos que seguir este riachuelo, nos llevará a algún lugar habitado —dijo René.

—Estoy de acuerdo, no tenemos otra opción.

El día pasó lentamente mientras avanzaban junto al arroyo. Lo que en días anteriores era frío, hoy se volvía en un calor sofocante. El terreno era complicado y el avance lento. Al final de la tarde, cuando el sol empezaba a descender, el camino se ensanchó y había más árboles, con aves sobrevolando el lugar.

Encontraron un nuevo refugio para pasar la noche. Durante la madrugada reflexionaron sobre lo que comenzó como una aventura, que ahora se había convertido en una misión: ¡sobrevivir!

A la mañana siguiente, mientras el sol se levantaba, René y Alberto escucharon un sonido distante. Era el zumbido de un motor en el cielo. Miraron hacia arriba y vieron un helicóptero. Agitaron los brazos con todas sus fuerzas.

¡Estaban salvados y vivos!

 

"SANTA PAU" ( II )


 Mientras continuaban a la deriva, el cielo comenzó a oscurecerse. Las nubes de tormenta se reunían rápidamente, transformando lo que había sido un día despejado en uno tormentoso. Alberto sabía que una tormenta era lo último que necesitaban en ese momento.

—Si nos engancha una tormenta aquí arriba, no saldremos vivos —Alberto lo tenía claro.

René sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Miró hacia el horizonte y vio cómo los relámpagos comenzaban a iluminar las negras nubes. El viento, que ya era fuerte, se intensificó aún más, empujando el globo hacia el corazón de la tormenta.

—¡Tenemos que descender ahora! —gritó René.

Pero Alberto ya se había adelantado y estaba en ello. El piloto abrió las válvulas para liberar aire caliente con la esperanza de bajar antes de que la tormenta los alcanzara, pero el viento era implacable. Cada vez que lograban descender un poco, una nueva ráfaga los levantaba nuevamente.

Los primeros truenos resonaban a lo lejos, seguidos de relámpagos que iluminaban el cielo de manera aterradora. René podía sentir la electricidad en el aire, convirtiendo el miedo en un nudo en el estómago. Sabía que si un rayo alcanzaba el globo, no tendrían ninguna oportunidad de sobrevivir.

De repente, una ráfaga de viento aún más fuerte los golpeó, lanzando el globo hacia un lado. La canasta se inclinó de forma peligrosa, y René sintió cómo su cuerpo se desplazaba. Estuvo a punto de caer al vacío, pero Alberto lo agarró en el último segundo, salvándole la vida.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Alberto.

Pero René no veía ninguna forma de escapar de aquel infierno. La tormenta estaba sobre ellos, y el globo se encontraba en el centro de un caos absoluto. Los relámpagos caían cada vez con más fuerza y el viento rugía como un animal furioso.

Alberto hacía todo lo posible para mantener el globo estable, pero cada movimiento se volvía más difícil. Finalmente, un rayo cayó peligrosamente cerca del globo, iluminando la canasta con una luz cegadora. El sonido del trueno fue ensordecedor, y René sintió que su corazón se detenía por un segundo. Estaban en una situación desesperada.

El rayo había dañado uno de los quemadores del globo. La pérdida de aire caliente hizo que empezaran a descender rápidamente. Alberto luchaba por mantener el control, pero era evidente que estaban cayendo en picado. René sentía cómo la adrenalina le aceleraba el corazón mientras veía cómo la tierra se acercaba cada vez más.

El viento los empujó hacia una montaña; el riesgo de estrellarse contra una ladera rocosa era inminente. Alberto intentó maniobrar el globo, pero cada vez era más difícil controlar la dirección. Faltaban escasos segundos para el impacto contra la ladera, cuando una ráfaga de viento cambió su dirección en el último momento, librándolos de un impacto seguro.

Sin embargo, el alivio fue breve. La pérdida de altura era rápida y constante, y sabían que tarde o temprano acabarían estrellándose. René se preparó para lo peor, agarrándose con todas sus fuerzas a la canasta. Su cerebro solo podía procesar ideas catastróficas; solo podía esperar el choque inevitable.

De repente, el suelo pareció desaparecer. Habían caído en una especie de cañón, un barranco profundo rodeado de paredes rocosas. La caída comenzó a ser más lenta, aunque solo fueron segundos. La canasta oscilaba violentamente, amenazando con estrellarse contra las paredes.

Alberto, a pesar de las circunstancias, mantenía la calma. Intentó estabilizar el globo; su idea era que el descenso fuera lo menos rápido y peligroso posible.

—¡Agárrate fuerte, René! —gritó Alberto.

René se aferró con todas sus fuerzas. Sus dedos quedaban blancos por el esfuerzo de agarrarse, y podía ver las paredes del cañón; casi podía tocarlas.

Finalmente, el fondo del cañón apareció bajo ellos. No se veían grandes obstáculos en el suelo. El globo chocó contra el suelo con una fuerza que sacudió la canasta, lanzando a René hacia un lado y volcando la canasta por completo, arrojando también a Alberto lejos del globo.

—¿Alberto, dónde estás? —gritó René.

El piloto estaba a unos metros de él, tirado en el suelo pero moviéndose. Con esfuerzo, Alberto se levantó, cojeando ligeramente. Tenía un corte en la frente del cual brotaba un pequeño hilo de sangre, pero parecía estar bien.

—Estoy bien, René. ¿Y tú? —respondió con un hilo de voz.

"SANTA PAU"


 La mañana amaneció con cielos claros, presagiando un día ideal para realizar la ilusión que René había albergado desde joven. Un hombre de mediana edad con una pasión inusitada por las aventuras, René había esperado este día durante meses: su sueño de surcar los cielos en un globo aerostático estaba a punto de hacerse realidad.

Desde muy joven, solía observar fascinado los globos que cruzaban el cielo de su pequeño pueblo. Las cúpulas de colores flotando sobre el horizonte parecían sacadas de un sueño. Hoy, finalmente, estaba a punto de hacer realidad esa fantasía.

René llegó al lugar del despegue, una amplia llanura en las afueras de la ciudad, justo cuando el sol comenzaba a asomarse por el horizonte. El globo, un magnífico artefacto con tonos vivos y coloridos, llevaba el nombre "Santa Pau". El piloto, un hombre mayor llamado Alberto, le dio las últimas instrucciones antes de partir.

—El viento está a nuestro favor hoy; si todo va bien, tendremos un vuelo tranquilo y sin complicaciones —dijo Alberto.

René asintió, emocionado y algo nervioso. Subió a la canasta, sintiendo un hormigueo en el estómago mientras el globo comenzaba a elevarse lentamente del suelo. El zumbido del quemador de propano llenó el aire y, pronto, la llanura comenzó a quedar cada vez más abajo.

Al principio, todo fue como lo había imaginado: los paisajes se extendían como un manto de colores bajo el globo, mientras el suave viento empujaba la aeronave hacia adelante con delicadeza. René se dejó llevar por la serenidad del momento, embriagado por la belleza del paisaje visto desde las alturas.

Pasadas unas horas, cuando el sol ya se encontraba en lo alto del cielo, René comenzó a notar algo extraño. El viento, que había sido un aliado amigable, empezó a volverse más fuerte y menos predecible. Alberto frunció el ceño mientras observaba el comportamiento del globo.

—Esto no me gusta, el viento está cambiando y no de manera favorable —comentó el piloto.

René miró a Alberto, esperando que tomara alguna medida, pero antes de que pudiera preguntar nada, una ráfaga repentina sacudió el globo, haciéndolo tambalear peligrosamente en el cielo. La canasta se inclinó y René tuvo que agarrarse fuertemente para no perder el equilibrio.

—¡Sujétate fuerte! —gritó Alberto, mientras intentaba estabilizar el globo.

Pero el viento tenía otros planes. Las ráfagas se volvieron más fuertes, lanzando el globo de un lado a otro como un juguete en manos de un niño. Alberto luchaba por mantener el control, aunque era evidente que el globo se había vuelto ingobernable.

—Esto no es normal, vamos a tener que hacer un aterrizaje de emergencia —dijo Alberto.

René asintió, aunque su corazón latía desbocado en su pecho. No era así como se había imaginado su aventura.

Miró hacia abajo y vio que el terreno estaba cambiando rápidamente. La llanura había quedado atrás y ahora se encontraban sobre un área montañosa, con picos afilados que se acercaban peligrosamente. Alberto intentó descender, pero el viento seguía jugando en su contra. Cada vez que lograba bajar unos metros, una nueva ráfaga los empujaba nuevamente hacia arriba o en una dirección inesperada. La situación estaba empeorando.

Después de un intento fallido de aterrizaje, el viento cambió de dirección de manera brusca, arrastrando el globo hacia una zona boscosa. Los árboles se alzaban como gigantes, igual que los molinos de viento a los que que enfrentaba Alonso Quijano (Don Quijote).

El peligro radicaba en las copas de los árboles; cualquier contacto con ellas podía ser fatal. Alberto maniobró con todas sus fuerzas, tratando de alejar el globo del bosque, pero la aeronave se resistía a obedecer. De repente, una fuerte sacudida hizo que la canasta se inclinara peligrosamente hacia un lado. René perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, pero logró agarrarse a la canasta en el último segundo.

—¡Vamos a estrellarnos! —gritó René, dominado por el pánico.

—¡No si puedo evitarlo! —contestó Alberto, aunque su voz también denotaba miedo.

El globo continuó su curso errático, descendiendo peligrosamente hacia las copas de los árboles. Las ramas más altas rozaron la canasta, y el sonido de la tela del globo desgarrándose aumentó el pánico entre los dos hombres.

René miró hacia arriba y vio cómo una de las cuerdas principales se había enredado en una rama, amenazando con derribarlos. Con un esfuerzo final, Alberto liberó la cuerda con un hábil movimiento. El globo volvió a elevarse, aunque de manera inestable. La situación era crítica: el viento seguía arrastrándolos hacia terrenos desconocidos, mientras el control que tenía Alberto sobre el globo era mínimo.

MISUFA


 La noche era oscura y tormentosa en la pequeña ciudad de Monras. Las calles estaban desiertas, y solo el sonido de la lluvia golpeando las aceras y tejados rompía el silencio.

En un pequeño taller en las afueras del pueblo, semioculto en un callejón, el inventor Jhon tenía su lugar de trabajo. Actualmente, estaba concentrado en su más reciente creación: un gato robot. La intención de Jhon no era precisamente diseñar un robot para brindar compañía en los hogares; su propósito era crear un gato robótico capaz de robar en ellos.

El gato, hecho de un brillante metal negro, tenía ojos resplandecientes que cegaban a la vista. Era una maravilla de la tecnología, dotado de una astucia que superaba con creces la de cualquier ser humano.

Jhon observaba su creación con orgullo.
—¿Estás preparado para actuar, Misufa? —preguntó Jhon al robot.
—Sí, maestro —respondió el gato con una voz metálica pero sorprendentemente realista, mientras sus ojos se iluminaban al recibir la orden.

Misufa se desplazó sigilosamente por las calles. Sus patas metálicas apenas tocaban el suelo. La primera casa en su lista era una mansión en la parte alta de la ciudad, donde vivía la gente más adinerada. Con una agilidad impresionante, trepó por las paredes hasta alcanzar una ventana en el segundo piso. Usando una pequeña herramienta insertada en su pata derecha, abrió la ventana sin dificultad y se deslizó al interior con sigilo.

Una vez dentro, Misufa se movió con precisión y silencio, evitando los sensores de alarma y las cámaras de seguridad. Encontró la caja fuerte en la oficina del dueño de la casa, y con otra herramienta, la abrió con facilidad. En su interior halló joyas, dinero y documentos importantes.
—Objetivo conseguido, regresando a la base —murmuró Misufa.

Pero justo cuando estaba a punto de salir, escuchó un ruido. El dueño de la casa se había despertado y estaba en el pasillo en ese preciso instante. Sin dudarlo, Misufa saltó hacia él con sus garras metálicas extendidas. Un grito desgarrador resonó en toda la casa, seguido de un silencio absoluto.

La noticia apareció en los periódicos, describiendo el suceso con detalle. Sin embargo, había un detalle que no pudieron informar: nadie sabía quién había sido el asesino que destrozó el cuello del fallecido. Nadie podía imaginar que un gato robot estaba detrás de ese crimen. Desde su taller, Jhon ajustaba los parámetros de Misufa, haciéndolo aún más fuerte y peligroso.

Una noche, Jhon envió a Misufa a la casa del detective Hernández, conocido por su habilidad para resolver casos complicados. Misufa se infiltró con su habitual precisión, pero Hernández estaba preparado.
—Te estaba esperando —dijo Hernández cuando Misufa entró en su despacho.
—No podrás detenerme —replicó el gato, con sus ojos brillantes.

El enfrentamiento fue feroz. El inspector estaba listo para enfrentar cualquier peligro, y finalmente logró dañar a Misufa. Sin embargo, el gato escapó con una parte de los documentos que había venido a robar.

Determinado a capturar a Misufa y al hombre que lo controlaba, Hernández investigó intensamente, y muchas pistas lo llevaron al taller de Jhon. Una noche, se preparó a conciencia para entrar en el lugar.
—Sabía que vendrías —dijo Jhon con una sonrisa siniestra.

A su lado, Misufa estaba desmantelado, aunque sus ojos seguían brillando.
—Este es el fin para ti y tu creación —declaró Hernández sin titubeos.

La pelea fue feroz, pero finalmente Hernández logró arrestar a Jhon. La noticia del arresto de Jhon y la destrucción de Misufa alivió a los habitantes de la ciudad.

El taller de Jhon fue visitado por mucha gente, pero nadie se dio cuenta de que entre los restos de sus creaciones, algo se movía. Unos ojos rojos se iluminaron brevemente antes de apagarse nuevamente. Lo que la gente no sabía era que, posiblemente, el terror del gato mecánico no había terminado para siempre. El montón de chatarra que sacaron del taller fue depositado en un depósito de chatarra en lo alto de la montaña, donde los vecinos juran que, durante las noches más oscuras, se ven unos ojos brillar en la distancia.

REBELIÓN EN LAS AULAS


 El Instituto de Educación Secundaria “El Roble” se encontraba en el noroeste del pueblo, cerca de la montaña más alta que rodeaba la ciudad. La fachada, revestida de granito gris con pequeñas piedras en relieve, daba la impresión de ser una prisión más que un lugar de aprendizaje debido a sus ventanas enrejadas.

Los estudiantes bromeaban diciendo que solo faltaban los guardias armados para que definitivamente pareciera un centro penitenciario. La dirección del instituto era conocida por su mano dura en el cumplimiento de las normas: los teléfonos y otros dispositivos electrónicos estaban estrictamente prohibidos, al igual que fumar. Todos los profesores estaban completamente de acuerdo con estas medidas.

Entre los estudiantes, el malestar crecía día a día. Las normas eran vistas como injustas y opresivas, comparadas con grilletes para los presos. En la clase 12C, esta opresión se convirtió en la chispa que encendió la llama de la rebelión. Abel, un alumno delgado y espigado, con una mirada intensa y mucho carácter, se convirtió en el líder de un grupo de estudiantes que decidió que ya era suficiente.

—Este es nuestro momento, basta ya de dictadura en la enseñanza —proclamaba Abel.

Abel tenía una habilidad innata para negar evidencias y manipular a sus compañeros para conseguir sus objetivos.

—Nos controlan para evitar que pensemos por nosotros mismos. No nos quieren dejar ver la realidad —decía mientras organizaba reuniones clandestinas entre clases.

—Es hora de recuperar nuestra libertad.

Todo comenzó un viernes, cuando el profesor de Matemáticas, el señor Martínez, confiscó el teléfono de una estudiante durante una pausa entre clases. La chica, llorando, justificaba su acción.

—Estoy preguntando por mi madre, que está enferma.

El profesor no cedió, confiscó el teléfono y lo envió a la oficina del director, donde quedaría hasta que los padres de la estudiante pudieran recogerlo. Este suceso fue el desencadenante que Abel y su grupo estaban esperando. En una reunión improvisada en los baños de los chicos, Abel propuso un plan que dejó a todos helados por el riesgo que suponía.

—Tomaremos el control de “El Roble”. Haremos que nos escuchen, aunque para eso tengamos que usar la fuerza.

El lunes, el grupo llegó temprano, mucho antes de que sonara el timbre de entrada. Se aseguraron de que todas las puertas de las clases estuvieran cerradas con llave. Luego se dirigieron al salón de profesores, donde los docentes preparaban el día. Los cinco que se encontraban en ese momento fueron encerrados y amordazados en el gimnasio. Todo estaba calculado.

Cuando los demás estudiantes llegaron, se encontraron con las puertas cerradas y sin entender qué sucedía. En ese momento, Abel tomó uno de los altavoces del instituto.

—Atención estudiantes, esta es una toma del instituto “El Roble”. No se alarmen, los profesores están retenidos y no serán liberados hasta que se cumplan nuestras demandas.

—¿Cuáles son nuestras demandas? —preguntó un alumno.

—Queremos el fin de las restricciones sobre dispositivos electrónicos y un trato más humano y justo.

Los estudiantes murmuraban entre ellos, algunos emocionados por el plan, otros visiblemente asustados. Los primeros minutos fueron de confusión. Los estudiantes intentaban comprender qué pasaba. Un pequeño grupo intentó forzar la puerta del gimnasio para liberar a los profesores, pero Abel y sus amigos, con sentido común, lo impidieron.

Los profesores, inicialmente incrédulos, empezaron a darse cuenta de la situación. Atados y amordazados, podían ver cómo los estudiantes tomaban posiciones de vigilancia. Los dispositivos electrónicos confiscados fueron amontonados en una mesa frente a los docentes. Abel, en una demostración de fuerza, rompió en pedazos el móvil del director del colegio.

—Ellos nos quieren destruir, nosotros destruiremos sus pertenencias.

Algunos estudiantes trajeron alcohol, y el consumo temprano empezó a hacer efecto. Uno de ellos, con una navaja en la mano, amenazaba a los profesores con matarlos si lo miraban a la cara. Abel se estaba dando cuenta de que la situación se le escapaba de las manos.

En el exterior, la policía y los padres se habían reunido rápidamente. Se pidió un grupo de GEOS para controlar la situación. Dentro del instituto, los que tomaban alcohol complicaban todo. Finalmente, la policía irrumpió en el interior, avanzando cautelosamente por los pasillos. Con un megáfono, intentaron negociar con los alumnos. La negociación duró poco tiempo. El alumno con la navaja realizó un corte superficial en el cuello del director.

Los GEOS finalmente intervinieron, neutralizando en pocos momentos a los alumnos y liberando a los profesores, mientras los médicos atendían a los heridos.

 Desde ese día, el gobierno comenzó a crear una ley para prohibir cualquier aparato electrónico en las aulas.

S.O.S.--!!!!! NAUFRAGIO !!!!!!!!


 Nadie conocía aquel mar como él. Tras muchos años saliendo a pescar cada día, casi siempre en solitario, disfrutaba de la tranquilidad de los amaneceres. Aquel día no era diferente para Jaime. Se hizo a la mar en su pequeña barca llamada "Tormenta", llevando consigo todo lo necesario para la jornada. A menudo, la gente del pueblo le advertía del peligro de salir solo, pero él siempre respondía con una sonrisa y un gesto de saludo, diciendo:

—El mar y yo nos entendemos como se entienden los amantes.

Jaime era un enamorado del mar. Siempre decía a sus conocidos:

—El mar me llama, no puedo hacer oídos sordos a su llamada. Cuando entro en el mar con mi barca, encuentro todo lo que no puedo hallar en tierra firme.

Como cada día, la brisa salada acariciaba su curtido rostro. A los pocos minutos, la silueta de Jaime y su barco desaparecía en el horizonte, difuminándose poco a poco en el inmenso mar. Sin embargo, el cielo, que al principio parecía tan apacible, empezó a oscurecerse. Amenazantes nubes cargadas comenzaron a agruparse sobre la cabeza del pescador.

Por primera vez en mucho tiempo, Jaime sintió un escalofrío y algo de miedo. Había pasado por muchas tormentas en su vida de pescador, pero algo en su interior le decía que aquella era diferente, que era peligrosa. A pesar de ello, decidió continuar. Varias horas más tarde, la tormenta estalló con una furia indescriptible. Los relámpagos rasgaban el cielo y el ruido de los truenos sacudía el aire como un potente instrumento de percusión.

Las olas se elevaban como gigantes, arrojando a "Tormenta" de un lado a otro. Jaime luchaba con todas sus fuerzas para mantener el control de la pequeña embarcación, pero era prácticamente inútil; ante el poder de la tormenta, nada podía hacer. Vio venir la gran ola, pero no tuvo tiempo de reaccionar. La ola cayó sobre la embarcación, volcando el barco.

Jaime fue lanzado al agua helada. Consiguió aferrarse a un pedazo de madera, lo único que quedaba de su barca. Pasaron varias horas y la tormenta finalmente comenzó a amainar, pero "Tormenta" estaba totalmente destruida. Jaime se encontraba a la deriva en medio del inmenso mar, solo con la compañía de las olas y el viento.

Sabía que aquella madera era su única posibilidad de salvación, y ese pensamiento le hizo aferrarse más fuerte a ella. Sabía que su vida dependía de ello. La noche fue cayendo y, con la oscuridad, llegó el frío, un frío que calaba hasta los huesos. A lo lejos, la luna asomaba tímidamente entre las nubes, reflejándose en el frío mar.

Los días siguientes fueron una prueba de resistencia. Agotado de no dormir, recordaba los buenos momentos que pasaba en su cabaña preparando los aparejos de pesca. La segunda noche fue la más dura; el hambre y la sed comenzaron a atormentarlo. Afortunadamente, sabía cómo sobrevivir en el mar. Recogió agua de lluvia en una lata que encontró flotando y comió algas que también estaban a la deriva.

Ya llevaba cuatro días, y solo pudo dormir breves cabezadas, con el consiguiente peligro de perder su madera salvavidas. Conocía el mar y sabía que por aquella zona solían pasar barcos; alguno tenía que verlo. Estaba seguro de que los vecinos del pueblo habían dado aviso de su desaparición y lo estaban buscando.

Una de las noches, Jaime vio algo en el horizonte: una gran nave se acercaba en su dirección. Con la poca energía que le quedaba, empezó a gritar y a mover las manos desesperadamente. El barco estaba muy lejos y difícilmente lo escucharían. A medida que se acercaba, Jaime se dio cuenta con horror de que era un gigantesco crucero. La mole avanzaba hacia él como una montaña, y las olas que producía amenazaban con hundirlo definitivamente. Gritó con desesperación cuando el crucero pasó junto a él. Las enormes hélices crearon un torbellino que lo arrastró hacia el fondo. Jaime se aferró con fuerza a la madera para no perderla. Afortunadamente, el crucero pasó rápido y pudo volver a la superficie con su madera fuertemente agarrada.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, Jaime avanzó en la dirección que creía correcta. Varias horas después, empezó a vislumbrar tierra, aunque parecía estar muy lejos para sus escasas energías. Estaba a punto de dejarse arrastrar al fondo del mar cuando otro pescador que estaba en la zona lo agarró del pelo justo cuando se hundía en el oscuro mar.

A pesar de lo sucedido, Jaime continúa saliendo casi cada día a pescar. No puede hacer oídos sordos a la llamada del mar.

LA MADRASTRA


 La nueva casa a la que se mudó la familia era antigua, con paredes que parecían querer contar viejas historias y una fachada que emanaba misterios ocultos. Luisa, una mujer que había encontrado el amor junto a Juan, un hombre viudo con dos niñas a su cargo, estaba decidida a formar una nueva familia y llenar la casa de risas y alegría. Las niñas se llamaban Marisa y Sonia.

Desde la primera noche, Luisa sentía una extraña sensación. Las habitaciones, aunque acogedoras durante el día, al llegar la noche se volvían opresivas, lo cual no le gustaba nada. A pesar de su inquietud, Luisa no quiso compartirlo con su pareja para no preocupar a la familia; siempre pensó que eran cosas suyas.

La primera noche, Juan durmió profundamente, agotado por el trasiego de la mudanza y los arreglos en su nuevo hogar. Luisa, en cambio, se despertó alrededor de la medianoche con una sensación de angustia. Sin ser plenamente consciente de sus acciones, se levantó y se dirigió a la cocina. Allí, extrajo de uno de los cajones un cuchillo de grandes dimensiones, de los que se usan para cortar carne. Sus movimientos eran lentos y deliberados, como si estuviera siguiendo un guion que solo ella conocía.

Con el cuchillo en la mano, Luisa subió las escaleras y se dirigió a la habitación de las niñas, que dormían plácidamente, ajenas a la presencia de Luisa. Ella se quedó inmóvil en un rincón de la habitación, observándolas con ojos rojos. Durante dos horas permaneció allí sin moverse, prácticamente sin pestañear. Justo cuando el primer rayo de sol entraba por la ventana, Luisa salía de la habitación y regresaba a su cama.

Ese comportamiento se repitió noche tras noche. Juan dormía plácidamente sin enterarse de nada, pues cuando despertaba, ella ya estaba a su lado en la cama. Sin embargo, Marisa y Sonia comenzaron a hablar entre ellas sobre la figura que veían por las noches en su habitación. Algunas veces, Marisa despertaba a Sonia en medio de la noche, susurrando que la sombra estaba allí de nuevo. Las niñas, asustadas, se abrazaban fuertemente hasta que volvían a quedarse dormidas.

Durante el día, Luisa no tenía ningún recuerdo de sus visitas nocturnas y continuaba su rutina diaria, ajena a los murmullos y miradas de las niñas. Una noche, Juan se despertó más temprano de lo habitual. Extrañado por la ausencia de Luisa, decidió buscarla. Al llegar a la habitación de las niñas, quedó horrorizado al ver a su mujer en un rincón de la habitación, con un gran cuchillo en las manos, mirando fijamente a las niñas. Sin pensárselo, se abalanzó sobre Luisa, inmovilizándola. El grito de las niñas despertó a Luisa de su trance. Desconcertada y asustada, soltó el cuchillo y miró a Juan y a las niñas sin comprender qué estaba pasando.

Juan, preocupado y confuso, decidió llevar a Luisa a un médico. Las pruebas y análisis no revelaron nada fuera de lo común. Finalmente, un amigo les sugirió que visitaran a un médium. Desesperados por hallar una solución e intentar entender el comportamiento de Luisa, aceptaron la recomendación.

El médium, un hombre anciano de aspecto desaliñado, los recibió en una sala repleta de objetos esotéricos. Tras una larga sesión, se reveló que la casa estaba habitada por espíritus con malas intenciones, especialmente concentrados en la habitación de las niñas. Luisa, en un estado de sonambulismo total por las noches, era sensible a esas presencias y sentía la necesidad de proteger a las niñas, aunque no era consciente de ello.

Con la ayuda del médium, la familia realizó una ceremonia de limpieza espiritual en la casa. La tensión y el miedo que antes se notaban en la casa empezaron a cambiar para bien. Luisa se sintió aliviada por el miedo que había causado involuntariamente.

A partir de ese día, Juan y Luisa pudieron dormir tranquilamente. Las niñas tardaron varios días, aunque al final también se relajaron y durmieron plácidamente. Luisa ya no se levantaba, y el cuchillo permanecía en un cajón de la cocina. 

Sin embargo, cada vez que Luisa pasaba por la habitación de las niñas, no podía evitar sentir un ligero escalofrío, como si una fría mano se apoyara en su espalda.

TELEFONO MALDITO

 En un pequeño barrio de la ciudad, había una tienda vieja y mugrienta que vendía las antigüedades más inverosímiles que uno pudiera imagina...