Se organizó una búsqueda inmediata. Encontraron su linterna en el suelo, todavía encendida, apuntando hacia una puerta entreabierta que había sido clausurada años atrás.
La puerta rechinó cuando la abrieron. La habitación estaba vacía: solo un olor rancio y rastros de humedad en las paredes. De Marina, nada.
El hospital entero quedó en shock. Las cámaras de seguridad no grabaron absolutamente nada, como si en esa parte del edificio la tecnología fallara siempre. Entonces comenzaron a resurgir historias antiguas: relatos sobre un paciente que había muerto allí en circunstancias inexplicables y que, según algunos, jamás abandonó el hospital.
La doctora Elisabeth decidió investigar por su cuenta. Buscó a la enfermera más veterana, una mujer que llevaba más de treinta años trabajando allí.
—Sé que conociste al paciente Ezequiel Paz —dijo Elisabeth sin rodeos.
La enfermera se quedó inmóvil. Por un momento, su rostro reflejó un miedo auténtico.
—E-Ezequiel… —susurró—. Ese nombre no se pronuncia aquí.
—Necesito saber qué pasó —insistió Elisabeth—. Quiero proteger a todo el hospital.
La mujer suspiró profundamente antes de comenzar su relato.
“Ezequiel había sido ingresado tras un accidente grave. Su familia se desentendió de él. Pasó semanas entre la vida y la muerte, solo, sin visitas, sin esperanza. Nadie hablaba con él más de lo estrictamente necesario. Su salud mental se deterioró; repetía una y otra vez: ‘No quiero estar solo cuando me vaya.’
“Una noche, su monitor cardíaco hizo un pitido largo. Cuando el equipo médico llegó ya era tarde… o al menos eso creyeron. Porque justo antes de certificar la hora de la muerte, el cuerpo de Ezequiel se incorporó bruscamente y abrió los ojos.
‘No me dejen solo’, gritó con una voz rota, cayendo muerto segundos después.”
Desde entonces, la enfermera aseguraba que, cada cierto tiempo, en el pasillo 7 se escuchaba la misma frase, como un eco débil:
—No me dejes solo…
El personal comenzó a evitar los turnos nocturnos, las visitas acudían con miedo y la dirección del hospital prohibió hablar del tema.
Una noche, Elisabeth decidió enfrentarse a sus miedos. No soportaba la desaparición de Marina. Reunió a varios trabajadores del centro; todos habían visto algo, todos temían por sus vidas.
—No vamos a huir. Vamos a averiguar qué quiere —dijo.
—¿Cómo se enfrenta uno a un muerto? —preguntó uno.
—No se le enfrenta… se le escucha —respondió Elisabeth.
Decidieron recorrer el pasillo 7 a las tres de la mañana, la hora en la que ocurrían más apariciones. Apenas dieron diez pasos cuando las luces comenzaron a parpadear hasta apagarse por completo. El silencio más absoluto se instaló en el pasillo. Entonces lo oyeron:
—No me dejen solo… —un lamento.
Al fondo del corredor apareció la figura. Alta, cadavérica, con los ojos hundidos y vacíos. Su bata hospitalaria estaba desgarrada y, lo más aterrador, no proyectaba sombra.
—Ezequiel… —susurró Elisabeth con un hilo de voz.
La figura levantó la cabeza al oír su nombre. Sus ojos brillaron débilmente.
—No quiero estar solo…
—Ezequiel, estamos aquí. No estás solo —respondió la doctora.
En ese instante comprendió que el espíritu no deseaba dañar a nadie. Había muerto solo, olvidado, y ahora vagaba por los pasillos buscando algo que le fue negado en vida.
—Te recordamos. No estás solo —dijo Elisabeth con firmeza.
La figura se detuvo, bajó la cabeza y levantó un brazo señalando la puerta clausurada.
—Ella está ahí…
—¿Marina? —preguntaron todos a la vez.
Se dirigieron a la puerta y la abrieron con fuerza. Dentro, acurrucada en un rincón, estaba Marina. Viva.
Elisabeth fue la primera en correr hacia ella.
—Ezequiel… gracias por avisarnos. Te recordaremos siempre.
El pasillo se iluminó con una luz blanca y cálida. La figura dio un paso atrás, luego otro, y se desvaneció como polvo llevado por el viento.
El hospital recuperó la calma. Las luces dejaron de fallar, las noches volvieron a la normalidad y Marina y los demás regresaron a sus puestos sin sobresaltos. Nadie volvió a ver al fantasma del pasillo 7, pero todos —absolutamente todos— saben que, cada vez que el reloj marca las tres de la mañana, una suave corriente fría recorre el pasillo.













