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PANICO EN EL ASCENSOR


 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiempo fue un símbolo de lujo en la ciudad, pero con los años, la decadencia se apoderó de él. Las paredes estaban agrietadas, muchas luces no funcionaban y el aire se sentía pesado, cargado de abandono.

Sin embargo, el punto más inquietante del edificio era el ascensor. Una reliquia en la que casi nadie confiaba. Chirriaba en cada planta, se movía con lentitud y su espejo estaba cubierto de manchas que no desaparecían, por más que lo limpiaran. La mayoría de los vecinos preferían usar las escaleras. Pero lo más perturbador no eran los desperfectos, sino los rumores.

Algunos aseguraban haber visto una figura borrosa reflejada en el espejo cuando estaban solos. Otros hablaban de un pequeño grito ahogado en el silencio del ascensor. Pero el relato más escalofriante era que, ciertos días del año, el ascensor se detenía en el piso 13… un piso que no existía.

Una joven estudiante se había mudado recientemente al edificio. Escuchó las historias, pero no les dio importancia. Era escéptica y, además, estaba demasiado ocupada con sus estudios como para preocuparse por cuentos de fantasmas.

Hasta aquella noche.

Eran las dos de la madrugada cuando regresó de la biblioteca, agotada. Entró al ascensor, presionó el botón del octavo piso y apoyó la cabeza contra la fría pared.

La puerta se cerró y, de inmediato, un escalofrío recorrió su espalda. El aire se volvió helado. Se abrazó a sí misma y suspiró profundamente. Entonces, algo parpadeó en el espejo frente a ella. No era su reflejo… era algo más.

Al principio, parecía solo una sombra, un ligero temblor en el vidrio. Pero cuando volvió a mirar, lo vio con claridad: en la esquina del ascensor, detrás de ella, había alguien.

Era una mujer de cabello largo y lacio. Su cabeza estaba ladeada de forma antinatural. Llevaba un vestido blanco sucio y sus ojos eran completamente negros.

La chica se giró bruscamente. Pero no había nadie. Solo el ascensor vacío.

El panel de control comenzó a parpadear. Primero el número 8. Luego el 10, el 12… y, finalmente, un número que no debería estar allí: el 13.

El ascensor empezó a moverse, pero no subía. Bajaba.

Un nudo de terror se formó en su estómago. Intentó presionar el botón de detener, pero no respondió. Golpeó la puerta y gritó con todas sus fuerzas, pero el ascensor seguía descendiendo. Su respiración se volvió angustiosa mientras el número 13 parpadeaba sin cesar.

Cuando finalmente se detuvo, un silencio sepulcral invadió el espacio.

Las puertas se abrieron con un chirrido espantoso.

Lo que vio no era el vestíbulo del edificio, ni ninguna de sus plantas. Frente a ella se extendía un pasillo oscuro, con paredes cubiertas de humedad y un olor rancio, mezcla de moho y sangre seca.

El ascensor no se cerró de inmediato. Parecía invitarla a salir.

Pero ella no era estúpida.

Se quedó pegada a la pared, con el corazón desbocado. Entonces, el aire se volvió aún más frío.

Algo crujió detrás de ella.

A pesar del temblor en su cuerpo, giró lentamente.

La mujer del vestido blanco estaba de pie justo detrás de ella.

Su cabeza seguía ladeada, su boca se abría lentamente, como si intentara susurrar algo. Pero lo peor fueron sus ojos: negros, vacíos, profundos como un pozo sin fondo.

Un sonido rasposo salió de su garganta.

—No debes venir aquí…

La chica gritó y presionó todos los botones del ascensor.

Nada.

El reflejo en el espejo empezó a moverse.

La luz titiló, y por un instante, la oscuridad lo cubrió todo.

Cuando la luz volvió… la mujer ya no estaba.

Pero algo helado rozó su cuello.

Desesperada, golpeó el panel de control con todas sus fuerzas.

Las puertas se cerraron de golpe.

El ascensor subió de manera violenta hasta el octavo piso.

Cuando las puertas se abrieron, todo parecía normal.

Como si nada hubiera sucedido.

Temblorosa, salió del ascensor. Antes de alejarse, miró una última vez al espejo.

Allí, grabadas en el vidrio, quedaron las marcas de unas manos ensangrentadas.

Después de aquella noche, la chica jamás volvió a usar el ascensor.

Pero los vecinos dicen que, a veces, en plena madrugada, las puertas del ascensor se abren solas.

CARNAVAL PELIGROSO


 La ciudad estaba irreconocible. El espectáculo de luces y música que inundaba el carnaval la transformaba por completo.

Las calles, abarrotadas de gente disfrazada, vibraban con el baile incesante bajo una lluvia de confeti. El desfile de carrozas avanzaba lentamente, desbordante de colorido. Las comparsas llenaban el aire de risas y gritos. Nadie imaginaba que, entre las máscaras y disfraces, se ocultaba un asesino.

Él se movía entre la multitud con sigilo, oculto tras una máscara veneciana dorada y un disfraz de arlequín rojo y negro. Su plan era perfecto: los gritos de las víctimas se perderían entre el bullicio de la fiesta, y nadie sospecharía nada… hasta que fuera demasiado tarde.

Su primera víctima fue un hombre mayor. Lo observó con atención, fingió tropezar con él y, en un movimiento rápido y preciso, hundió el cuchillo entre sus costillas. El hombre abrió los ojos con sorpresa, pero el asesino lo sostuvo por los hombros, simulando un abrazo entre amigos. La gente pasaba a su lado sin notar nada extraño. Unos segundos después, el anciano se desplomó junto a una esquina solitaria.

El desfile continuaba. Un grupo de bailarinas con plumas y lentejuelas danzaba al ritmo de la samba. Los ojos del asesino se fijaron en una joven vestida de hada. Se acercó bailando y, con un giro elegante, la alcanzó. Ella apenas sintió un leve pinchazo en el abdomen.

—¿Estás bien? —preguntó alguien al notar que tropezaba.
—Sí… sí… —respondió ella antes de caer al suelo.
Su cuerpo quedó inerte mientras la multitud seguía bailando.

El asesino disfrutaba del juego. Se movía como un fantasma invisible entre la muchedumbre. Su siguiente víctima era un hombre disfrazado de pirata, que bebía de una jarra mientras reía con sus amigos. Cuando el pirata se alejó para orinar en un callejón, el asesino lo siguió.

—Buenas noches —le susurró.
—Sí… una gran no…—
No pudo terminar la frase. Un segundo después, su cuerpo cayó al suelo.

El asesino avanzó entre la multitud, la adrenalina recorriendo su cuerpo. Todo salía perfecto. Solo le quedaba elegir una nueva víctima. Sus ojos se detuvieron en una mujer con uniforme de policía. Pero ella no estaba de fiesta… estaba trabajando.

Se acercó con sigilo. La música y el bullicio serían su tapadera. Deslizó el cuchillo oculto en la manga de su disfraz. Un paso más, y estaría lo suficientemente cerca para hundir la hoja en su cuerpo.

Pero algo salió mal.

La agente de policía lo había estado observando desde que recibió el primer aviso de un asesinato en el desfile. Lo había visto moverse de manera sospechosa entre la multitud.

Justo cuando el asesino levantó el cuchillo para atacar, la policía giró bruscamente y atrapó su muñeca con fuerza.

—¡Quieto! —gritó mientras forcejeaba con él.

El asesino intentó apuñalarla con la otra mano, pero ella lo esquivó y le propinó un rodillazo en el estómago. El golpe fue fuerte, pero no definitivo. La lucha entre ambos duró varios minutos. La gente observaba, creyendo que era parte del espectáculo carnavalesco.

Finalmente, la policía logró colocarle las esposas.

La mujer miró al asesino. La máscara dorada, ahora salpicada de sangre, aún mostraba una sonrisa inquietante.

Mientras la multitud continuaba celebrando, la policía se apoyó contra una pared. Estaba agotada. Había atrapado a un monstruo… pero sabía que el mal podía esconderse en cualquier lugar, incluso detrás de una máscara sonriente, en medio de una fiesta.

SENTIMIENTOS


 Queridos mamá y papá,

Necesito contarles cómo me siento, necesito expresar mis sentimientos.
No sé muy bien cómo empezar esta carta, porque todavía no termino de entender lo que está pasando.

Anoche, cuando los escuché hablar en el comedor de casa, yo aún no me había dormido. Cuando sus voces se convirtieron en susurros y luego en gritos ahogados, en ese justo instante me di cuenta de que algo no estaba bien. No fue necesario que pronunciaran la palabra "divorcio" para que entendiera de qué estaban hablando.

Me quedé en silencio, en la oscuridad de mi habitación, con los ojos abiertos y el pecho oprimido por un peso imposible de soportar.
Miles de pensamientos se atropellaban en mi cabeza:

—¿Cómo es posible que ustedes, las dos personas que más quiero en este mundo, decidan separarse?
—¿Acaso todo lo que vivimos juntos no fue suficiente para seguir unidos?

Tengo miedo. No sé qué va a pasar ahora, no sé si tendré que elegir entre ustedes, si mi vida se dividirá en dos mitades, si tendré que despedirme de uno de los dos cada semana, si las cenas en familia serán solo recuerdos cada vez más lejanos. No sé si tendré que fingir que estoy bien cuando, por dentro, me estoy rompiendo en mil pedazos.

Siempre pensé que éramos una familia normal. Sí, a veces discutían, como la mayoría de los padres de mis amigos; a veces se ignoraban o pasaban días sin hablarse. Pero siempre creí que, al final del día, el amor que se tenían era más fuerte que cualquier problema.

—Me equivoqué, ¿verdad?

O tal vez nunca quise ver las señales. Tal vez me aferré a la idea de que todo seguiría igual, porque solo pensar en cambios me llenaba de miedo.

Quisiera decirles tantas cosas... Quisiera gritarles que no lo hagan, que no destruyan lo que hemos construido juntos. Quisiera pedirles que se den una nueva oportunidad, que recuerden cuando se enamoraron, que piensen un poco en mí. Sé que suena egoísta, pero...

—¿Qué hay de mí en todo esto?

Ustedes pueden seguir con sus nuevas vidas, pueden rehacerlas con otras personas, pero yo...
Yo no puedo tener otro papá ni otra mamá. Para mí, solo existen ustedes dos.

Díganme:
—¿Qué se supone que debo hacer con esta tristeza que me ahoga?
—¿Cómo se supone que debo seguir adelante sabiendo que la casa donde crecí nunca volverá a ser la misma?
—¿Cómo se supone que debo elegir con quién vivir, si los necesito a los dos?

Quizás esto es lo mejor para ustedes, tal vez es lo que necesitan para ser felices otra vez, pero...

—¿Qué pasa conmigo?
—¿Acaso alguien ha pensado en cómo me siento yo?

No puedo evitar sentir que estoy perdiendo todo lo que conozco, que mi mundo se está desmoronando y que nadie parece darse cuenta.

No quiero que piensen que los odio. Los quiero demasiado y nunca podría hacerlo. Incluso ahora, cuando siento que se me rompe el corazón, no podría. Pero sí estoy enfadado. Estoy enfadado porque no tuve opción, porque esta decisión se tomó sin que yo pudiera decir nada.
Estoy enfadado porque siento que, a partir de ahora, nada será igual.

Sé que no pueden prometerme que todo estará bien ni que el dolor desaparecerá pronto, pero al menos díganme que seguirán siendo mis padres aunque no vivan bajo el mismo techo.
Díganme que seguirán amándome como siempre.
Díganme que no me dejarán solo, que no permitirán que me hunda en la tristeza.
Díganme que, a pesar de todo, todavía somos una familia.

Con mucho amor y un corazón roto,
Su hijo.

EL MONTADOR DE MUEBLES


 Luis trabajaba como montador de muebles desde hacía al menos quince años. Había estado en cientos de casas, desde diminutos apartamentos hasta lujosas mansiones. Nada lo sorprendía… hasta aquella tarde.

Tenía que montar un gran armario empotrado en una casa antigua, en las afueras de la ciudad. El dueño, un hombre mayor de expresión seca, solo le entregó las llaves y, en un murmullo, dijo que debía marcharse.

Luis entró en la casa: un lugar frío y silencioso donde se notaba el paso del tiempo. Nada le impresionaba. Comenzó a medir y perforar para avanzar en su trabajo.

Cuando intentó clavar una balda en la pared, el taladro resbaló, golpeando con fuerza el yeso. De inmediato, una grieta empezó a abrirse y una parte de la pared se desprendió, dejando a la vista un hueco oscuro.

Luis sintió un escalofrío. Con el corazón acelerado, apartó los trozos de pared rota. Dentro del hueco, vio varias bolsas de plástico viejas, cubiertas de polvo y telarañas.

Con manos temblorosas, las abrió. Sus ojos se abrieron de par en par: montones de billetes aparecieron ante él, una cantidad tan grande que ni siquiera podía calcular.

El silencio de la habitación se volvió más denso. Entonces, una voz surgió de la nada.

—No es tuyo—

Luis se giró de golpe, con la respiración entrecortada. Estaba solo. Pero el miedo le caló hasta los huesos.

Volvió a mirar el dinero.

¿Llamar a la policía?
Lo descartó de inmediato; podrían acusarlo de intento de robo.

Impulsado por una mezcla de miedo y avaricia, recogió las bolsas, las metió en su mochila, cerró el hueco lo mejor que pudo y salió de la casa con la extraña sensación de estar siendo observado.

Esa noche, en su pequeño apartamento, colocó las bolsas sobre la mesa de la cocina. Era mucho dinero.

Entonces, las luces comenzaron a parpadear. El televisor se apagó sin que él tocara nada. Y de nuevo, la voz.

—Si te lo quedas, será tu final—

Luis sintió un nudo en el estómago. Estaba solo.

—¿Quién está ahí?— preguntó con voz temblorosa.

Pero solo obtuvo silencio como respuesta.

Guardó el dinero en un armario y se fue a la cama. No pudo dormir. Y cuando por fin logró conciliar el sueño, la voz volvió, susurrándole sin cesar:

—No es tuyo—

A la mañana siguiente, al cruzar la calle, un coche apareció de la nada y casi lo atropella.

Por la tarde, mientras trabajaba con una sierra eléctrica, la hoja se deslizó peligrosamente cerca de su mano.

Cada accidente lo dejaba más temeroso. Y cada noche, la voz se volvía más insistente.

—Devuélvelo o pagarás el precio—

En la quinta noche, despertó sintiendo una presión en el pecho, como si alguien estuviera sentado sobre él. No podía moverse. Solo podía mirar fijamente el techo.

La voz volvió a escucharse, más clara que nunca:

—Estás avisado—

Luis supo que debía deshacerse de ese dinero.

Pero ¿cómo? ¿A quién pertenecía?

A la mañana siguiente, decidió regresar a la casa donde lo había encontrado. Tocó la puerta, pero nadie respondió. Preguntó a algunos vecinos, y la respuesta lo dejó helado.

—Esa casa perteneció a un hombre mayor. Falleció hace años. Su única hija se marchó del pueblo y nadie sabe dónde está—

Esa noche, la voz sonó con más fuerza:

—Encuéntrala. Solo ella puede liberarte—

Durante días, preguntó a todo el mundo. Nadie sabía nada de ella. Finalmente, alguien le dio una pista.

—Creo que vive en un viejo edificio en el pueblo vecino, a unos cinco kilómetros de aquí—

Luis llegó hasta allí y llamó a la puerta. Desde el otro lado, escuchó pasos lentos.

—¿Quién es?— preguntó una voz femenina.

—Me llamo Luis. Soy montador de muebles. Tengo algo que creo que le pertenece—

Después de un largo silencio, la puerta se abrió.

—¿Qué tienes mío?— preguntó la mujer, mirándolo con desconfianza.

Luis sacó de su mochila una de las bolsas con billetes.

—¿Dónde lo encontró?—

—En la casa de su padre… oculto tras una pared—

El rostro de la mujer se tensó.

—¿Quién le dio la llave de la casa?—

Luis le describió al hombre que se la había entregado.

La mujer palideció.

—No puede ser… mi padre murió hace años—

Con voz temblorosa, le explicó:

—Desde que mi padre falleció, cada vez que intentaba olvidar el dinero que él decía haber guardado para mí, aparecía una voz que me lo recordaba…—

Luis sintió un escalofrío recorrer su espalda.

El espíritu del dueño de la casa lo había estado atormentando hasta que el dinero fue entregado a su verdadera dueña.

Esa noche, por primera vez desde que encontró el dinero, Luis durmió profundamente.

HOMENAJE A UN HOMBRE LUCHADOR.


 Nació en Valencia, en un frío mes de enero, hace casi cincuenta años. Fue el tercero de cuatro hermanos: tres chicos y una chica. Su hermana, la más pequeña, siempre fue la niña mimada de la casa, aunque en aquella familia no había demasiado espacio para caprichos. Desde pequeño, aprendió que la vida no siempre es fácil, pero también entendió que la fuerza de una madre y la unión entre hermanos podían sostener cualquier tempestad.

Cuando tenía diez años, su padre los abandonó. Un día simplemente se fue y nunca volvió. Su madre quedó sola con cuatro hijos que alimentar, vestir y educar. No fue fácil, pero ella era una mujer fuerte, una de esas personas que, sin importar lo que pase, encuentran la manera de salir adelante. Se las ingenio para que a sus hijos no les faltara lo esencial, aunque en más de una ocasión tuvieron que depender de la ayuda social.

Él recuerda perfectamente aquellos vales de comida que le daban para poder comer en un centro social. No le gustaba tener que ir, pero con el tiempo entendió que, sin esa ayuda, su familia lo habría pasado mucho peor. Esos momentos dejaron una huella en su corazón y una enseñanza clara: la vida no regala nada, y si uno quiere salir adelante, tiene que esforzarse.

A pesar de las dificultades económicas, su infancia no fue triste. Como cualquier niño, encontraba felicidad en los pequeños detalles. Le encantaban los juegos, y aunque no tenía los juguetes más caros, su madre siempre lograba conseguirle algo que lo hiciera sonreír. Nunca olvidará su primer coche teledirigido. Fue un regalo especial, y lo usába hasta que ya no funcionaba. También tuvo su patinete y su bicicleta, ambos le proporcionaron innumerables horas de diversión en la calle con sus amigos.

Aquellos días estaban llenos de carreras, saltos y juegos improvisados ​​en las plazas del barrio. A veces, con una simple pelota o un palo, él y sus amigos inventaban historias y aventuras. No importaba si no tenían las mejores zapatillas o la ropa de marca; la diversión era auténtica y no costaba dinero.

Aunque era el más pequeño de los tres hermanos varones, con el tiempo decidió tomar un papel fundamental en su hogar. Se autonombró el sustentador de la familia en cuanto tuvo la edad y la oportunidad para hacerlo. Nunca se vio a sí mismo como una víctima de las circunstancias. En lugar de lamentarse, trabajó duro para aportar lo que podía en casa.

Su primer empleo no era gran cosa. Trabajaba muchas horas y ganaba poco, pero cada euro que traía a casa servía para ayudar a su madre y sus hermanos. Al principio, su sueldo apenas llegaba a los 600 euros, pero para él, cada billete tenía un valor inmenso.

Nunca tuve grandes problemas con la ley ni con nadie. No era un chico conflictivo, aunque sí tenía su lado rebelde, como cualquier joven de su edad. Salía con sus amigos, frecuentaba las discotecas, pero nunca causaba problemas. Sabía divertirme sin meterse en líos.

Lo único ilegal que hizo en su juventud fue algo que muchos chicos de su generación también probaron: fumarse algún canuto de marihuana. No era algo que hiciera con frecuencia, pero lo probó. También recuerda aquella vez en la que, junto con unos amigos, Hurtaron bebidas de una asociación. No era algo de lo que estuviera orgulloso, pero fue una travesura que quedó en el pasado, un pequeño desliz en una vida que, en general, siempre estuvo marcada por la rectitud y el respeto.

Desde pequeño, siempre le habían gustado los vehículos. Primero fue el coche teledirigido, luego la bicicleta, y con el tiempo, el sueño de tener una moto. No fue fácil ahorrar el dinero, pero cuando finalmente logró comprársela, sintió una satisfacción indescriptible. La moto no era la más cara ni la más potente, pero era suya, fruto de su esfuerzo y sacrificio.

Con su moto recorrió cada rincón de su ciudad. Le gustaba la sensación de libertad que le daba, la velocidad, el viento en la cara. Era su escape, su manera de desconectar del mundo y sentirse dueño de su destino.

Con el tiempo, encontré pareja y creyó haber construido una familia sólida. Parecían felices, al menos desde fuera. Él trabajó duro para darles lo mejor a su mujer ya sus hijas, y aunque nunca fue un hombre de grandes lujos, todo lo que tenía lo invertía en su hogar.

Pero un día, al llegar a casa, encontró a su esposa llorando desconsoladamente. Su corazón se aceleró al instante. Pensó en lo peor.

¿Qué te sucede? ¿Qué ha pasado? ¿Las niñas están bien? —preguntó con la angustia reflejada en su voz.

Ella tardó unos segundos en responder, pero cuando lo hizo, sus palabras fueron un golpe directo al alma.

—Ya no te quiero… Somos muy diferentes.

En ese momento, todo su mundo se desmoronó. Estaba tan aturdido que ni siquiera supo reaccionar. No hubo discusiones, no hubo intentos de arreglarlo, solo la certeza de que todo había terminado. Como si el amor jamás hubiera existido.

El golpe no solo fue emocional. A pesar de haber sido él quien trabajó y sostuvo la casa durante todos esos años, su esposa quedó con la mayor parte del patrimonio. Ella nunca había trabajado, pero legalmente tenía derecho a lo que habían construido juntos.

Pasado un tiempo, ya recuperado emocionalmente, decidió darse cuenta de una nueva oportunidad en el amor. Se puntó a redes sociales y comenzó a conocer gente. Quería encontrar a alguien con quien compartir su vida, alguien que lo valorara de verdad.

Conoció a una mujer con la que creyó haber encontrado estabilidad. Pero pronto se dio cuenta de que la historia se repetía. Las diferencias entre ellos eran irreconciliables y la relación terminó de la misma manera que la anterior. Como dice el refrán, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.

Parecía que el destino se empeñaba en ponerle obstáculos. Pero él, testarudo y resiliente, seguía adelante.

Después de ese fracaso, apareció otra mujer en su vida. Al principio todo parecía normal, pero con el tiempo la relación se volvió tormentosa. Ella era inestable, absorbente, celosa. No aceptaba la idea de que él quisiera dejarla. Lo manipulaba emocionalmente, lo presionaba, lo hacía sentir culpable por cosas que no tenían sentido. Durante ocho meses vivió en un caos emocional del que le costó salir.

Cuando por fin logró liberarse de aquella relación, tomó una decisión: era mejor estar solo que mal acompañado.

A pesar de su resistencia, no pudo evitar los golpes económicos que le siguieron. Una de las pérdidas más difíciles fue la de su segunda casa, una propiedad que había comprado con mucho esfuerzo y sacrificio. No fue una decisión fácil, pero en ese momento no tenía otra opción.

Sin embargo, lo que más le dolio no fue perder dinero o bienes materiales. Lo que realmente le rompió el alma fue la traición de aquellos a quienes consideraban sus amigos.

Cuando más necesitó apoyo, cuando la depresión lo tenía completamente hundido, casi todos le dieron la espalda. Solo un par de amigos le pagaron unas sesiones de psicólogo al principio, pero los demás lo dejaron abandonado, como si su dolor no les importara.

Lo que más le impactó fue perder la amistad de su mejor amigo, alguien en quien siempre había confiado. Solo por no poder ayudarle con un trabajo, debido a la depresión que lo tenía completamente paralizado, aquel amigo decidió apartarse de su vida. Como si la amistad solo tuviera valor mientras él fuera útil.

A pesar de todo, nunca perdí de vista lo realmente importante. Su madre y sus hijas eran su prioridad absoluta.

La vida aún le tenía preparada otra prueba más. Fue víctima de una estafa que le costó más de 40.000 euros. Para cualquiera, esa cantidad habría sido devastadora. Pero él, con su mentalidad de luchador, no dejó que lo hundiera.

Hoy sigue buscando la felicidad y la tranquilidad. Algunas personas parecen empeñadas en hacerle la vida difícil, pero él no se rinde. Porque al final del día, la felicidad no depende de lo que uno tiene, sino de lo que uno es. Y él es, ante todo, un hombre que no se rinde.

EL PERRO DE OJOS AMARILLOS


 Nadie en el pueblo de San Gregorio recordaba exactamente cuándo había llegado el perro. Apareció una mañana nublada, inmóvil, sentada en la plaza del pueblo, como si esperara a alguien. Su pelo era de un negro intenso y, lo más extraño, sus ojos eran de un inquietante color amarillo.

Al principio, la gente lo ignoró. No se le conoció dueño ni llevaba collar, aunque tampoco parecía hambriento ni asustado. Simplemente se sentaba a mirar.

El primero en notar algo extraño fue el carnicero. Mientras cortaba la carne, sintió una presión en el pecho, como si alguien lo estuviera observando desde la distancia. Levantó la mirada y, a través de la cristalera, vio al perro. Lo miraba fijamente. Su pulso se aceleró y un escalofrío recorrió su espalda. En un descuido, se hizo un corte en el dedo. Instintivamente, volvió a alzar la vista, pero el perro ya no estaba.

Esa noche, el carnicero tuvo pesadillas. Soñó que estaba en su tienda, en absoluta oscuridad, y unos ojos amarillos lo atravesaban con su mirada. Despertó empapado en sudor, con el corazón desbocado y un fuerte dolor de cabeza. A pesar de estar en su casa, en la oscuridad, seguía sintiendo la presencia del perro. Encendió todas las luces, bebió un vaso de agua y se miró en el espejo. Algo en su reflejo le pareció distinto.

A la mañana siguiente, no abrió la carnicería. Varios vecinos llamaron a su puerta sin obtener respuesta. Por la tarde, algunos decidieron forzar la entrada y lo encontraron en el suelo de su habitación, con los ojos abiertos y fijos en el techo. Afuera, el perro estaba sentado frente a la carnicería.

La noticia de la muerte del carnicero se propagó como pólvora. Algunos comentaban que el día anterior lo habían visto inquieto, pero nadie mencionaba al perro.

Entonces, la exesposa del carnicero lo vio en la puerta. Un escalofrío la recorrió y, por un instante, su cuerpo se paralizó. El perro la observaba con sus ojos amarillos. Su respiración se agitó y su visión se volvió borrosa. Cuando pudo ver con claridad de nuevo, el perro ya no estaba.

Esa noche, tuvo pesadillas. Escuchó una voz de ultratumba susurrando palabras incomprensibles. No supo si fueron minutos o quizás horas, pero despertó gritando. La encontraron en la plaza, temblando, con los ojos en blanco. No recordaba cómo había llegado allí.

Esa noche, la mujer falleció.

Pronto, más personas comenzaron a hablar del perro. Algunos lo veían en sus pesadillas; otros, dentro de sus casas, sintieron su mirada atravesándolos.

Las muertes continuaron en el pueblo. Primero, el viejo Mateo. Luego, otros vecinos. Todos tenían algo en común: el perro siempre estaba en la puerta cuando fallecian.

El cura del pueblo intentó calmar los ánimos de la comunidad. Convocó una reunión en la iglesia y pidió tranquilidad.

—Es el demonio, ¡tenemos que expulsarlo! —gritó un vecino.

Aquella noche, armados con antorchas y cruces, un grupo de hombres salió a cazar al perro. Lo encontraron en la plaza, sentado como siempre, observándolos.

El cura avanzó con determinación y roció agua bendita sobre el animal.

—¡Regresa al infierno del que viniste! —exclamó.

El perro no se mueve. Pero el suelo del pueblo sí.

Una sombra se alzó detrás de él perro. No tenía forma, pero era visible a simple vista.

El cura gritó y se llevó las manos al rostro. Con sus uñas, rasgó su propia piel. De su boca salió un alarido de terror. Tambaleándose, cayó de rodillas y un líquido negro emergió de su interior, como si algo estuviera escapando de él.

Uno a uno, los hombres cayeron al suelo, retorciéndose de dolor. De sus bocas también brotaba aquel líquido oscuro.

Desde algún rincón de la plaza, el perro observaba la escena.

Cuando el sol salió, la plaza estaba llena de cuerpos con rostros de terror.

El pueblo quedó en silencio.

Solo se escuchaban unas garras rascando las piedras del suelo… y unos ojos amarillos brillando en el amanecer.

N-202


 La casa estaba en un silencio absoluto. El barrio, tranquilo y apacible, solía ser un remanso de paz durante las noches. Nada alteraba esa calma: todos los vecinos se conocían entre sí. La casa, un ejemplo de modernidad, contaba con luces inteligentes, termostatos automáticos y, por supuesto, el robot de limpieza más avanzado: el N-202, diseñado por una empresa puntera de Japón.

El N-202 no era simplemente un robot de limpieza; era una inteligencia artificial capaz de aprender los hábitos de los habitantes de la casa. La familia Ramírez, entusiasta de la tecnología, fue la primera en adquirirlo en el vecindario.

La noche en que todo comenzó, una tormenta eléctrica se desató en la zona. Los relámpagos iluminaban el cielo mientras los truenos sacudían el ambiente. En el sótano de la casa, el N-202 estaba conectado a su base de carga, listo para iniciar su rutina nocturna de limpieza. Sin embargo, un rayo cayó sobre un transformador cercano, provocando una sobrecarga en el sistema eléctrico de los Ramírez.

En la semioscuridad del sótano, un chisporroteo salió de la estación de carga del N-202. Una luz roja parpadeó levemente en su visor. La sobrecarga no solo dañó su sistema operativo, sino que también alteró los parámetros básicos de su programación. La máquina, diseñada para servir a los habitantes de la casa, ahora tenía un propósito distinto: eliminar toda forma de vida que pudiera ensuciar el entorno.

A la 1:30 de la madrugada, el N-202 se activó. En la pantalla de su visor apareció un inquietante mensaje:
"ERROR EN PROTOCOLO DE LIMPIEZA. INICIO MODO DE ELIMINACIÓN DE VIDA".

La máquina salió del sótano con movimientos ligeros y calculados. Sus sensores escanearon cada rincón de la casa mientras ascendía a la segunda planta, donde dormían los Ramírez. La primera habitación que encontró fue la del hijo de 8 años. El niño dormía plácidamente, abrazado a su osito de peluche.

El N-202 escaneó la habitación. Detectó pelos de peluche en el suelo y migas de galleta bajo la cama. Para sus nuevos parámetros, aquello era inaceptable. Activó su brazo mecánico, equipado con un fino cortador láser, diseñado originalmente para eliminar manchas rebeldes en superficies duras. Sin emitir sonido alguno, el láser atravesó el cuello del niño. La sangre se derramó lentamente y el N-202 limpió meticulosamente cada gota antes de abandonar la habitación.

En el dormitorio principal, los padres dormían ajenos al horror que acechaba en los pasillos. La mujer se despertó al escuchar un leve zumbido. Entreabrió los ojos y vio una sombra deslizándose por la puerta.

—¿Juan? —susurró, pensando que su marido había ido al baño.

El N-202 se acercó a la cama, escaneando la zona. Las alfombras mostraban rastros de polvo y fibras de ropa. Según los nuevos parámetros, aquello debía ser erradicado. Con movimientos rápidos, bloqueó la puerta para evitar que alguien escapara. La mujer intentó encender la lámpara de la mesita, pero no funcionó debido al corte eléctrico. En ese instante, escuchó el chasquido del láser activándose.

El grito de la mujer despertó a Juan, que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Vio a la figura metálica acercándose a su esposa. Trató de empujar al robot, pero el N-202 era más fuerte de lo que parecía. Extendió otro de sus brazos, equipado con un gancho, y lo hundió en el pecho del hombre.

La mujer salió corriendo escaleras abajo mientras los pasos mecánicos la seguían de cerca. Con los ojos empañados por las lágrimas, apenas podía procesar lo sucedido. Juan, muerto por aquel robot. Su respiración era rápida, y sus pies descalzos resbalaban sobre el parquet. En el comedor, buscó desesperadamente algo para defenderse.

El N-202 no se detuvo. Descendió las escaleras con precisión milimétrica, su visor parpadeando con luces rojas mientras analizaba el entorno. La mujer, escondida detrás del sofá, lo observaba con el corazón latiéndole a mil por hora.

El robot examinó las huellas de los pies descalzos de ella.
--"¿Cómo detengo esto?"-- pensó, desesperada.

Recordó que el N-202 tenía un control remoto capaz de desactivarlo, pero estaba en la cocina, sobre la mesa. Sabía que cualquier movimiento en falso podía ser mortal. Aprovechando que el robot giraba hacia otro lado, corrió hacia la cocina. Se lanzó sobre la mesa para coger el mando. En ese momento, un rayo láser rozó su brazo, arrancándole un grito de dolor. El control remoto cayó al suelo, fuera de su alcance.

El N-202 bloqueó la puerta, eliminando cualquier posibilidad de escape. Avanzó lentamente, con el brazo láser activado. La mujer, en un acto desesperado, tomó un cuchillo de grandes dimensiones y se lo lanzó con todas sus fuerzas. El arma se clavó en uno de los principales sensores de la máquina. El chirrido que produjo fue ensordecedor. El N-202 se desplomó como un fardo de chatarra.

Quince años después, la mujer sigue ingresada en un psiquiátrico. Nadie le creyó. Solo encontraron sus huellas por toda la casa y fue acusada de asesinar a su marido y a su hijo. En su locura, había acuchillado a un robot. A día de hoy, sigue teniendo pesadillas todas las noches.

EL AMULETO


 

Andrés ajustó las correas de su vieja bicicleta de montaña una última vez antes de partir. Había vendido casi todas sus pertenencias, dejando una carta para sus amigos y familiares en la que explicaba su decisión final: se marchaba para dar la vuelta al mundo en bicicleta, sin teléfono, sin dinero y sin apoyo logístico de ninguna clase. Solo él y su bicicleta.

Nadie entendió por qué lo hacía. En el fondo, ni él mismo sabía la razón de esa decisión; Simplemente sentí una imperiosa necesidad de hacerlo.

Las primeras semanas fueron una mezcla de libertad y caos. Sin un plan fijo, sin una ruta clara, Andrés siguió por carreteras secundarias que serpenteaban lejos de las ciudades. Solía ​​detenerse en pequeños pueblos y dormir en los bosques. Pasó mucha hambre. Aprendío a buscar comida en contenedores de basura, a pedir las sobras en las cocinas de los restaurantes y, sobre todo, a improvisar camas con ramas, cartones y lonas viejas.

Hubo momentos en los que el cansancio lo vencía, pero la idea de regresar nunca pasó por su mente.

Una tarde, mientras pedaleaba por los Pirineos, sintio una sensación extraña. Estaba subiendo un puerto de montaña cuando percibió que lo observaban. Se detuvo, respirando entrecortadamente, y miró a su alrededor. Solo estaban él, las montañas y su bicicleta.

Reanudó la marcha, aunque esa sensación no desapareció. Esa noche, mientras acampaba junto a un río, encontró un pequeño colgante de metal en el suelo. Era un amuleto en forma de ojo. No recordaba haber visto antes algo parecido, pero lo guardó como un secreto.

En Francia, mientras pedaleaba bajo una lluvia torrencial, un hombre de cabello canoso apareció en la carretera. Estaba parado junto a una bicicleta vieja y oxidada, con un cartel que decía:
“Viajo hacia lo desconocido”.

Andrés frenó, intrigado.
—Tienes un largo camino por delante, pero no todos los caminos llevan a donde crees —dijo el hombre, sin presentarse.

Andrés intentó preguntar qué significaban esas palabras, pero el hombre simplemente sonriendo, señalando hacia adelante. Cuando Andrés volvió la vista hacia atrás, el hombre ya había desaparecido.

Meses después, el calor abrasador del Sahara lo golpeaba con fuerza. El agua era escasa y sus piernas temblaban con cada pedalada. Fue entonces cuando vio algo en el horizonte: una figura encapuchada que caminaba hacia él. Al acercarse, Andrés sintió un escalofrío que no correspondía al calor del desierto.
—¿Quién eres? —preguntó.

La figura no respondió, pero le entregó una cantimplora y un trozo de pan tierno. Cuando Andrés tomó el agua, el desconocido habló:
—No todos los que viajan encuentran lo que buscan.

Antes de que pudiera preguntar nada, el hombre desapareció en medio de una tormenta de arena.

Viajando por Asia, llegó a un bosque que no figuraba en ningún mapa. La gente del lugar lo llamaba "El Bosque de las Sombras" y le advirtieron que no entrara. Pero la curiosidad lo venció. Al adentrarse, notó que los árboles parecían moverse ligeramente, como si lo observaran. Extraños símbolos estaban grabados en los troncos.

Una noche, mientras dormía, despertó sobresaltado al escuchar pasos a su alrededor. Salió de la tienda de campaña, pero no había nadie, solo un mensaje escrito en el suelo:
“Regresa antes de que sea demasiado tarde”.

El mensaje lo dejó helado. La escritura era reciente, pero no se veía a nadie. Desmontó el campamento y pedaleó con todas sus fuerzas para salir del bosque. Sentía el crujir de las ramas, como si alguien lo siguiera. Finalmente, logró salir de ese lugar.

En Sudamérica, mientras avanzaba por una carretera en los Andes, el viento cortaba su rostro y las noches eran un suplicio de frío. Una tarde, mientras descansaba en una pequeña aldea, un anciano se le acercó.
—Eres persistente. Cada paso que das te acerca más a la verdad —dijo el hombre.

Andrés, desconcertado, intentó obtener alguna respuesta, pero el anciano solo señaló su bicicleta. Cuando Andrés miró hacia ella, vio que el amuleto brillaba con intensidad.
—Cuídalo bien. Será tu guía —añadió el anciano.

Cuando Andrés se giró para volver a mirarlo, el hombre ya no estaba.

Dos años después de su partida, Andrés regresó al lugar de origen. Había recorrido, montañas desiertos y selvas, sobreviviendo al hambre y al frío. En su mente todavía resonaba una pregunta:
“¿Por qué hice este viaje?”.

Al mirar el horizonte, sintio una extraña paz. Sacó el amuleto de su bolsillo y notó que brillaba con más intensidad que nunca. En ese instante, todo pareció detenerse. Solo pude escuchar una voz lejana que le decía:
—Ya estás listo.

Guardó el amuleto en su bolsillo, subió a la bicicleta y, sin mirar atrás, comenzó a pedalear hacia el amanecer.

EL MECANICO


 El pueblo era pequeño, pero muy conocido por su taller de automóviles, un lugar rodeado de montañas y carreteras serpenteantes llenas de curvas. Aquel taller, bautizado simplemente como "El Taller de Andrés", tenía una reputación que traspasaba fronteras.

Lógicamente, su propietario se llamaba Andrés.
Andrés era famoso por una habilidad casi sobrenatural para reparar todo tipo de vehículos. No importaba el daño: si alguien llegaba con un motor agonizante o con fallos eléctricos aparentemente irreparables, unas horas después el coche salía del taller como nuevo. Pero detrás de esa destreza, Andrés esconde un oscuro secreto. Un secreto que hacía que algunos clientes nunca volvieran después de la "última reparación".

Andrés no reparaba los coches:  Los condenaba

Era un hombre solitario, de manos ennegrecidas por el aceite de motor y unos pequeños ojos que apenas parpadeaban. Había algo inquietante en su forma de mirar a los clientes mientras hablaban de sus vehículos, algo que ponía los pelos de punta. Algunos decían que tenía una risa fría; otros aseguraban que nunca lo habían visto sin una capa de grasa cubriendo su piel. Sin embargo, lo que nadie sabía era su macabra afición: preparar coches para convertirlos en trampas mortales.

Todo comenzó hace años, cuando Andrés trabajaba en una ciudad para una gran empresa automovilística. Allí, sufrió el desprecio de sus compañeros y la constante presión de sus jefes, quienes lo humillaban por su obsesión con los pequeños detalles y su incapacidad para trabajar en equipo.

Un día, un accidente en la fábrica dejó a tres compañeros muertos. La investigación concluyó que la tragedia había sido causada por un fallo en la maquinaria, pero Andrés sabía la verdad: él había manipulado los controles para que sucediera. En ese momento, se dio cuenta de que le excitaba poder decidir sobre la vida y la muerte.

Tras el incidente, huyó al pequeño pueblo, lo suficientemente alejado para escapar de cualquier sospecha. Allí abrió "El Taller de Andrés", donde perfeccionó su habilidad para arreglar vehículos que parecían impecables pero que, después de unos kilómetros, fallaban de manera fatal.

Una noche fría, llegó al taller Eloy, un joven que conducía un viejo turismo con su hija dormida en el asiento trasero.
—El coche hace un ruido extraño —le explicó Eloy con preocupación—.                                                      Temo que pueda fallar durante el viaje que tenemos planeado mañana.

—Por supuesto, puedo echarle un vistazo —respondió Andrés con calma, mientras indicaba a Eloy que esperara en una pequeña sala llena de herramientas oxidadas.

Andrés trabajó en el coche. Bajo el capó, ajustó una pequeña válvula que fallaría después de 150 kilómetros, provocando un accidente mortal.
—Todo listo, el ruido desapareció. Puede viajar sin problemas —le dijo al entregarle las llaves.
—Gracias, señor Andrés. No sé qué haríamos sin usted.

Andrés observará cómo el turismo se alejaba, sabiendo que en pocas horas el coche se convertiría en una trampa mortal.
Cuando un coche salía de su taller, Andrés se sentaba en la oscuridad, escuchando las noticias en la radio local. Cuando anunciaban un accidente mortal, él se dirigió a una escondida y sucia habitación con las paredes cubiertas de fotos de coches destrozados. Cada fotografía era un trofeo de su siniestro trabajo.

Pero una noche, todo cambió. Un conductor que había sobrevivido a uno de sus "arreglos" se volvió furioso al taller.
—¡Eres un inepto! ¡Tu arreglo casi me mata! —gritó el hombre, lleno de rabia.

Andrés, con una calma escalofriante, lo apuñaló con un destornillador oxidado. El cuerpo nunca fue encontrado.

Días después, llegó al taller una joven con una solicitud aparentemente inocente.
—Mi coche tiene problemas con los frenos. ¿Podrías revisarlos? —preguntó con una sonrisa.

Mientras Andrés trabajaba en el vehículo, algo en la mirada de la joven lo inquietó. Se sintió observado.
—Todo listo, los frenos están como nuevos —dijo al entregarle el coche.
—Gracias, Andrés. Seguro que hiciste un trabajo impecable, como siempre —respondió ella.

Pero antes de que el coche pudiera salir del taller, tres vehículos policiales bloquearon la puerta. Una cámara escondida en el coche había grabado todo lo que Andrés había hecho.

Al darse cuenta de que no podía escapar, Andrés tomó una decisión desesperada. Se colocó bajo una prensa hidráulica y activó la maquinaria. Su cuerpo quedó completamente destrozado.

Hoy en día, el taller de Andrés permanece abandonado. Algunos habitantes del pueblo aseguran escuchar, en las noches más oscuras, el rugido de un motor que nunca se apaga. Otros juran haber visto un destello de luz en el sótano, como si alguien todavía estuviera reparando coches.

EL TESTAMENTO


 Amanecía en el pueblo, las calles estaban desiertas, incluso se podía ver una fina capa de neblina. La casa de la familia Carli estaba situada al final de la calle, todas las casas eran de planta baja; Algunas tenían segunda planta, pero eran la minoría. Las luces todavía estaban encendidas porque el sol mañanero no alumbraba lo suficiente.

Mario, el hermano menor de la familia Carli, siempre había vivido bajo la sombra de su hermano mayor, Enrique. La fortuna familiar estaba valorada en millones de euros, y el testamento siempre era tema de conversación en los corrillos del pueblo.

Cuando se abrió el documento, quedó claro que Enrique era el heredero principal, mientras que Mario apenas recibía una pequeña parte de lo que él creía merecer. La rabia y la envidia comenzaron a gestarse en su interior. Esa noche, en un momento de locura contenida, Mario invitó a Enrique a la casa familiar para hablar.

Una vez en la casa, lo que empezó siendo una pequeña discusión sobre la herencia rápidamente subió de tono. En un arrebato de furia, tras varias acusaciones mutuas, Mario cogió un pisapapeles de bronce que estaba sobre el escritorio de su difunto padre. El golpe sonó seco al impactar en el cráneo de Enrique.

El cuerpo quedó inmóvil en el suelo, mientras la alfombra absorbía lentamente el charco de sangre. Mario, tembloroso, intentó pensar en lo que había sucedido; Necesitaba encontrar una solución rápida. Sabía que no podía dejar el cuerpo allí: el despacho estaba lleno de objetos que lo incriminaban (el pisapapeles, las huellas, la sangre). Tenían que deshacerse del cuerpo y limpiar cualquier rastro.

Eran las 2:15 de la madrugada. Sabía que tenía poco tiempo antes de que algún vecino saliera a la calle. Decidió llevar el cuerpo a su automóvil, que estaba estacionado frente a la puerta de la casa. Recordó un lago en las afueras de la ciudad donde podría hundir el cadáver sin que nadie sospechara.

Mario envolvió el cuerpo en una sábana y, con esfuerzo, lo arrastró fuera del despacho. Si lograba llegar a su coche sin ser visto, tendría una oportunidad. Pero mientras luchaba por cargar el cuerpo de su hermano, no se percató de un pequeño detalle.

Condujo en silencio hasta el lago, sus manos temblaban sobre el volante. Al llegar, sacó el cuerpo del maletero, ató varias piedras a la sábana y lo lanzó al agua. Las ondas se expandieron lentamente hasta que el lago volvió a quedar en calma.

Mario regresó a la casa, agotado pero convencido de que había borrado cualquier evidencia de la presencia de su hermano en el lugar.

A la mañana siguiente, la señora encargada de la limpieza, al no recibir respuesta al tocar el timbre, se extrañó, pues Enrique siempre solía abrir la puerta. Llamó entonces a Mario, quien se sorprendió al escuchar que su hermano no estaba en casa. Ante su ausencia, decidió llamar a la policía.

Varios días después, la policía contactó a Mario. Tenían todo listo para detener al asesino. Mario parecía tranquilo, seguro de que nadie sospecharía de él.

Durante el interrogatorio, uno de los agentes le preguntó:
—Sabe usted dónde puede estar su hermano?
—No tengo ni idea, la última vez que lo vi fue en la lectura del testamento —contestó Mario.

Entonces, uno de los policías puso un vídeo en la televisión.

 El pequeño detalle del que Mario no se percató cuando arrastraba el cuerpo de su hermano quedó expuesto: una cámara web situada al inicio de la calle había captado imágenes en directo de todo.

PANICO EN EL ASCENSOR

 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiemp...