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EL PASILLO 7 ( parte II )


 Se organizó una búsqueda inmediata. Encontraron su linterna en el suelo, todavía encendida, apuntando hacia una puerta entreabierta que había sido clausurada años atrás.

La puerta rechinó cuando la abrieron. La habitación estaba vacía: solo un olor rancio y rastros de humedad en las paredes. De Marina, nada.

El hospital entero quedó en shock. Las cámaras de seguridad no grabaron absolutamente nada, como si en esa parte del edificio la tecnología fallara siempre. Entonces comenzaron a resurgir historias antiguas: relatos sobre un paciente que había muerto allí en circunstancias inexplicables y que, según algunos, jamás abandonó el hospital.

La doctora Elisabeth decidió investigar por su cuenta. Buscó a la enfermera más veterana, una mujer que llevaba más de treinta años trabajando allí.

—Sé que conociste al paciente Ezequiel Paz —dijo Elisabeth sin rodeos.

La enfermera se quedó inmóvil. Por un momento, su rostro reflejó un miedo auténtico.

—E-Ezequiel… —susurró—. Ese nombre no se pronuncia aquí.

—Necesito saber qué pasó —insistió Elisabeth—. Quiero proteger a todo el hospital.

La mujer suspiró profundamente antes de comenzar su relato.

“Ezequiel había sido ingresado tras un accidente grave. Su familia se desentendió de él. Pasó semanas entre la vida y la muerte, solo, sin visitas, sin esperanza. Nadie hablaba con él más de lo estrictamente necesario. Su salud mental se deterioró; repetía una y otra vez: ‘No quiero estar solo cuando me vaya.’

“Una noche, su monitor cardíaco hizo un pitido largo. Cuando el equipo médico llegó ya era tarde… o al menos eso creyeron. Porque justo antes de certificar la hora de la muerte, el cuerpo de Ezequiel se incorporó bruscamente y abrió los ojos.

‘No me dejen solo’, gritó con una voz rota, cayendo muerto segundos después.”

Desde entonces, la enfermera aseguraba que, cada cierto tiempo, en el pasillo 7 se escuchaba la misma frase, como un eco débil:

No me dejes solo…

El personal comenzó a evitar los turnos nocturnos, las visitas acudían con miedo y la dirección del hospital prohibió hablar del tema.

Una noche, Elisabeth decidió enfrentarse a sus miedos. No soportaba la desaparición de Marina. Reunió a varios trabajadores del centro; todos habían visto algo, todos temían por sus vidas.

—No vamos a huir. Vamos a averiguar qué quiere —dijo.

—¿Cómo se enfrenta uno a un muerto? —preguntó uno.

—No se le enfrenta… se le escucha —respondió Elisabeth.

Decidieron recorrer el pasillo 7 a las tres de la mañana, la hora en la que ocurrían más apariciones. Apenas dieron diez pasos cuando las luces comenzaron a parpadear hasta apagarse por completo. El silencio más absoluto se instaló en el pasillo. Entonces lo oyeron:

No me dejen solo… —un lamento.

Al fondo del corredor apareció la figura. Alta, cadavérica, con los ojos hundidos y vacíos. Su bata hospitalaria estaba desgarrada y, lo más aterrador, no proyectaba sombra.

—Ezequiel… —susurró Elisabeth con un hilo de voz.

La figura levantó la cabeza al oír su nombre. Sus ojos brillaron débilmente.

No quiero estar solo…

—Ezequiel, estamos aquí. No estás solo —respondió la doctora.

En ese instante comprendió que el espíritu no deseaba dañar a nadie. Había muerto solo, olvidado, y ahora vagaba por los pasillos buscando algo que le fue negado en vida.

—Te recordamos. No estás solo —dijo Elisabeth con firmeza.

La figura se detuvo, bajó la cabeza y levantó un brazo señalando la puerta clausurada.

Ella está ahí…

—¿Marina? —preguntaron todos a la vez.

Se dirigieron a la puerta y la abrieron con fuerza. Dentro, acurrucada en un rincón, estaba Marina. Viva.

Elisabeth fue la primera en correr hacia ella.

—Ezequiel… gracias por avisarnos. Te recordaremos siempre.

El pasillo se iluminó con una luz blanca y cálida. La figura dio un paso atrás, luego otro, y se desvaneció como polvo llevado por el viento.

El hospital recuperó la calma. Las luces dejaron de fallar, las noches volvieron a la normalidad y Marina y los demás regresaron a sus puestos sin sobresaltos. Nadie volvió a ver al fantasma del pasillo 7, pero todos —absolutamente todos— saben que, cada vez que el reloj marca las tres de la mañana, una suave corriente fría recorre el pasillo.

EL PASILLO 7


 La mayoría de las personas cree que los hospitales son lugares de ciencia, donde todo funciona siguiendo rutinas y métodos estrictos. Pero quienes han pasado noches enteras en uno saben que, cuando el reloj marca las tres de la mañana, las paredes y los pasillos comienzan a susurrar otro tipo de historias, aquellas que nunca aparecen en los informes clínicos.

En el hospital donde ocurrió este relato, esas historias empezaron a circular a comienzos de otoño. Todas coincidían en lo mismo: una figura pálida, silenciosa y errante que podía verse vagando por los pasillos, como si buscara algo… o a alguien.

La primera en hablar del fantasma de los pasillos fue una paciente llamada Teresa, ingresada por una neumonía que se complicaba. Era una mujer de carácter fuerte y muchos años vividos. Una madrugada despertó gritando.

La enfermera de guardia llegó corriendo a la habitación.

—¿Señora Teresa, está bien? —preguntó mientras encendía una de las luces.

La mujer respiraba agitadamente, con los ojos muy abiertos.

—Aquí… aquí hay alguien —balbuceó—. Entró sin hacer ruido, pasó junto a mi cama. Era un hombre flaco, muy blanco… y no tenía sombra.

La enfermera intentó calmarla. No era raro que pacientes con fiebre alta sufrieran alucinaciones, pero Teresa insistía.

—No estoy delirando, enfermera. Estaba despierta. Ese hombre… atravesó la pared.

Aunque registró lo ocurrido, la enfermera lo atribuyó al estado de la paciente. Sin embargo, varias noches después, empezaron a oírse más testimonios sobre el fantasma del hospital.

Los siguientes en vivir incidentes fueron los celadores, especialmente Óscar, un joven que apenas llevaba dos semanas trabajando allí.

A las dos cuarenta y cinco de la madrugada, Óscar empujaba una camilla vacía por el pasillo 7, el más antiguo del edificio, cuando escuchó el chirriar de otra camilla detrás de él. Se detuvo, extrañado: nadie más debía estar en esa zona. Al girarse vio una camilla avanzando sola. El miedo le heló la sangre.

—¿Quién está ahí? —preguntó con un hilo de voz.

La camilla se detuvo de golpe. Luego las ruedas comenzaron a retroceder, como si alguien invisible tirara de ella, alejándola lentamente. Óscar sintió un escalofrío recorrerle la columna.

A lo lejos, en el fondo del pasillo, creyó distinguir una silueta borrosa, alta y delgada. Fueron solo unos segundos: parpadeó dos veces y la figura ya no estaba.

Esa misma noche presentó su renuncia, aunque desde entonces no pudo evitar volver una y otra vez al pasillo en sus sueños, siempre acompañado del metálico chirriar de unas ruedas que se acercaban.

El personal médico tampoco tardó en verse afectado. La doctora Elisabeth, jefa de planta, era una mujer pragmática, incapaz de creer en fantasmas… hasta que algo ocurrió en la sala de reuniones.

Revisaba historiales en plena madrugada cuando notó un brusco descenso de temperatura. Primero pensó en el aire acondicionado, pero la sensación continuó hasta helarle las manos. Entonces oyó pasos. No pasos normales: era como si alguien arrastrara los pies, sin fuerza para levantarlos.

Los pasos se detuvieron justo detrás de ella. Elisabeth se giró lentamente. No había nadie.

—Estoy trabajando demasiado —murmuró.

Volvió a fijarse en los documentos cuando algo en el monitor llamó su atención: el reflejo de un rostro pálido, con los ojos hundidos, mirándola fijamente a través de la pantalla.

Se volvió de inmediato, pero no había nadie. Cuando miró de nuevo el monitor, el reflejo también había desaparecido.

Desde ese día revisó los historiales con otra actitud. Entre los nombres antiguos encontró uno que comenzaba a repetirse una y otra vez en su cabeza: “Ezequiel Paz — fallecido en 1998 — paro cardiorrespiratorio.”
Un paciente que, casualmente, había muerto en el pasillo 7.

Los rumores crecieron. Los pacientes pedían dejar luces encendidas por la noche, y las enfermeras hacían las rondas de dos en dos. Pero el terror se volvió real cuando la auxiliar Marina desapareció.

Aquella madrugada le tocaba la ronda en el pasillo 7. Lo último que se supo de ella fue una breve comunicación por radio:

—Escucho a alguien aquí… quizás haya algún paciente caminando. Voy hacia la sala de… —la señal se cortó de golpe.

CONTINUARÁ

MALDITO ALZHEIMER


 No recuerdo cuándo empezó exactamente. A veces pienso que siempre estuve aquí, sentado frente a esta ventana, viendo cómo la luz del atardecer se apaga sobre los árboles del jardín.

Otras veces creo que solo llevo un segundo en esta silla, como si acabara de despertar en este mismo instante. La memoria es como una manta agujereada: cada vez que intento cubrirme, el frío se cuela por otro sitio distinto.

Lo que sí sé es que tengo miedo. Un miedo hondo, tenebroso, que se mete en el pecho y aprieta.
La mujer que entra cada día en mi habitación dice que es mi hija, María. Tiene un nombre bonito. A veces lo recuerdo sin esfuerzo, como si la conociera de siempre; otras veces lo olvido al instante y no puedo dejar de observarla como si fuera una desconocida invadiendo mi casa. Me habla con ternura, aunque en su rostro se nota un cansancio que no puede ocultar.

Cuando la escucho llorar tras la puerta, sé que llora por mí, aunque haya días en los que no sé quién es. Hoy ha entrado con una sonrisa triste.

—Buenos días, papá —me dice mientras me acaricia la mejilla.

Su piel es tibia. Ese calor lo reconozco, me aferro a él como quien se agarra a la última cuerda que lo sostiene sobre un precipicio. Quisiera decirle que la quiero, aunque mi cabeza no acierta a recordar quién es.

—Buenos días —respondo mientras observo su cara, intentando montar un rompecabezas mentalmente.
—¿Cómo te llamas? —pregunto, confundido.
—María, papá. Soy María.

Repito su nombre en mi mente, intentando que no se me escape. Me lleva al comedor. Veo mesas, sillas y personas que me saludan. ¿Vecinos? ¿Familiares? ¿Curiosos? No sabría decirlo. Siento que todos esperan que les devuelva el saludo con su nombre, pero eso es algo que no puedo hacer. Una señora se acerca y me toma de la mano; su piel es suave, arrugada como la mía.

—Buenos días, cariño —me saluda como si me conociera.
—Hola —respondo sin saber qué más decir.

Ella sonríe con tristeza y se va. María observa la escena y cierra los ojos. Sé que le duele. Estoy seguro de que antes la conocía, pero ahora no.

No quiero que mi hija piense que no lo intento. Lo hago cada día. Peleo en silencio contra esta niebla que avanza sin compasión, tragándose caras, fechas, palabras y momentos. Mi lucha es desigual: por cada recuerdo que logro atrapar, pierdo dos. Es como intentar retener agua entre las manos.

A veces sueño, y en mis sueños todo es claro. El pasado aparece completo. Veo el rostro de mi esposa —aunque cuando estoy despierto ya no recuerde su nombre—; veo nuestras vacaciones en la playa, nuestras peleas tontas por ver quién bajaba la basura, la forma en que se reía cuando yo contaba chistes. En los sueños soy el hombre que fui, no este que observa su reflejo en el espejo como si fuera un extraño.

Pero cuando despierto, los sueños se desvanecen como humo que se lleva el viento.

A veces escucho voces en la casa. Voces conocidas. Creo reconocerlas, pero cuando salgo al pasillo no hay nadie. La enfermera dice que es normal, que mi mente mezcla recuerdos antiguos con sonidos presentes, que no debo preocuparme.
¿No preocuparme? ¿Cómo no hacerlo si mi cabeza se deshace en pedazos? Cada día olvido algo más. Ayer olvidé cómo abrocharme la camisa. Anteayer dónde estaban los cubiertos. La semana pasada olvidé que mi esposa murió hace años. Le pregunté a María por ella y vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Papá —me dijo con voz quebrada—, mamá ya no está.

Dentro de mí, una angustia perforó mi pecho. ¿Cómo pude olvidar algo así?
Esa noche lloré hasta quedarme dormido. Lloré por mí, por ella, por mi hija y por todo lo que ya no soy.

A veces tengo momentos de lucidez, breves como el destello de una cerilla en la oscuridad. Recuerdo quién soy: un hombre que trabajó y crió a una niña que ahora me cuida. Pero esos destellos se apagan demasiado pronto y vuelvo a perderme.

Hoy, mientras María me peinaba, la miré fijamente y algo dentro de mí despertó. Vi a la niña que trepaba a los árboles y lloraba cuando se raspaba las rodillas. Vi muchos recuerdos.

—María —dije con voz firme—. Eres mi niña.

Ella se quedó quieta. Sus ojos se llenaron de lágrimas y me abrazó con fuerza.
—Sí, papá, soy tu niña —respondió sin poder dejar de llorar.

Cinco minutos después, cuando volvió a entrar en la habitación, ya no supe quién era.

Hay días peores que otros. El otro día desperté convencido de que estaba en mi casa de niño, que mi madre entraría por la puerta con su delantal para decirme que el desayuno estaba listo. Cuando la enfermera entró, creí que era ella.

—Mamá —le dije.

Por la expresión de su rostro supe que algo estaba mal.
—Señor Andrés —respondió—, soy Clara, la enfermera.

Mi mundo se ha vuelto pequeño. Antes era enorme, lleno de calles, caras conocidas, fechas. Ahora es un cuarto y una silla frente a la ventana. Pero lo que más miedo me da no es lo olvidado: es lo que aún recuerdo y sé que pronto perderé.

Hoy tuve un momento extraño. Estaba sentado en el jardín. María estaba a mi lado, leyendo un libro. La miré y no supe quién era.

—¿Quién eres? —pregunté.
Ella cerró el libro, lo dejó a un lado y suspiró.
—Soy alguien que te quiere, papá —respondió mientras me cogía la mano.

Esta noche, antes de dormir, escuché a María hablando con Clara.
—Cada vez está peor —dijo mi hija.
—Lo sé, pero está tranquilo —respondió la enfermera.

María lloró. Quise levantarme y decirle que no llorara por mí, pero no pude moverme. Sé que llora por el hombre que ya no soy, por los recuerdos que se han perdido, porque un día despertaré y no sabré en qué mundo habito… y ese día llegará pronto.

Pero no hoy.
Hoy aún sé que la amo, aunque no recuerde su nombre.
Hoy aún sé que hubo una mujer que compartió mi vida, aunque ya no pueda ver su rostro con claridad.
Hoy aún sé que fui un hombre completo, aunque ahora solo quede un fragmento.
Hoy aún sé que soy Andrés.

Mañana… no lo sé.

NAUFRAGO ( parte II )


 Empecé a notar otros signos: restos de hogueras antiguas, conchas amontonadas, un trozo de tela azul medio enterrado. Todo parecía muy viejo, pero una cosa estaba clara: la mano del hombre estuvo aquí.

Cada descubrimiento aumentaba mi sensación de que la isla tenía memoria. No era solo un lugar perdido en medio del océano; era un lugar que había tragado vidas antes que la mía. Intenté mantenerme ocupado para no pensar: reforcé el refugio y lo hice más seguro. Fabrique una lanza con una vara afilada para poder pescar, pero había algo de lo que no podía librarme: el silencio.

Una noche creí ver una sombra moverse entre los árboles. Corrí hacia el fuego con la lanza en alto, gritando. No había nadie, solo el eco de mi propia voz. Desde ese día dormí con el cuchillo en la mano.

Perdí la noción del tiempo. El sol nacía y moría cada día, y yo con él. Mis conversaciones se reducían a murmullos conmigo mismo; a veces le hablaba al mar, a veces a las piedras. Llegué a convencerme de que, si mantenía mi rutina —buscar comida, mantener el fuego, revisar la playa—, podría conservar la cordura.

Una tarde, mientras recogía cocos, encontré una botella atrapada entre las rocas. Dentro había un papel con unas pocas palabras escritas a lápiz:

—“No salgas de noche. No están muertos.”—

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No sabía si era una broma de algún marinero borracho o la advertencia de alguien que no había tenido mi suerte. Desde esa noche no salí de mi choza al anochecer, pero los ruidos continuaban.

La segunda gran tormenta llegó sin aviso. Vientos huracanados arrancaron las hojas y ramas del refugio, y el mar subió hasta la playa. Intenté salvar el fuego, pero el agua lo devoró. Me refugié en una saliente de la montaña. La tormenta duró toda la noche. Al amanecer, la isla era otra: el arroyo se había desbordado y la mitad de mi refugio había desaparecido.

Entre los restos encontré una huella fresca: un pie humano, pequeño y descalzo, que se dirigía al interior de la selva.

Seguí el rastro durante horas. No sé si lo hice por desesperación o porque me estaba volviendo loco. Las huellas me llevaron a una cueva escondida tras unas rocas cubiertas de musgo. Dentro olía a humo; había restos de hogueras, huesos y trozos de tela. En el fondo encontré una caja metálica corroída. Dentro había una navaja, un reloj parado y un cuaderno empapado. En la primera página se leía:

—“Día 43. La isla no deja ir a nadie.”—

No pude leer más. Salí corriendo, tropezando con las piedras. Esa noche no dormí.

Pasé los días siguientes preparando una balsa. Usé troncos secos y cuerda de fibra vegetal. La idea era lanzarme al mar con la marea alta. Sabía que era una locura, pero quedarme allí era peor. Cada noche los ruidos se volvían más nítidos. Podía escuchar claramente pasos, murmullos, respiraciones… aunque en el fondo creo que me estaba volviendo loco.

El último día, mientras amarraba el último tronco, vi algo en la playa: figuras quietas recortadas contra la luz del atardecer. No pude distinguir sus rostros, pero estaba seguro de que me miraban. Eran tres, tal vez cuatro. Cuando di un paso hacia ellos, desaparecieron. Decidí que esa misma noche partiría.

El mar estaba en calma. Remé hasta que la isla se convirtió en una sombra lejana. Finalmente, el sol salió y, por primera vez en muchas semanas, sentí una chispa de esperanza.

Pero al caer la tarde el viento cambió. La corriente empezó a arrastrarme de vuelta. Intenté remar con todas mis fuerzas, pero el agua me devolvía a la isla como si tuviera voluntad propia. Cuando la noche cayó, la costa volvió a aparecer ante mí. Exhausto, me dejé llevar hasta la orilla. Allí, esperándome, estaban las mismas figuras. No huí; no tenía fuerzas.

Desperté al amanecer, rodeado de silencio. No recordaba haber dormido. Mi cuerpo estaba cubierto de arena húmeda y tenía marcas en la piel, como si alguien me hubiera arrastrado. La balsa había desaparecido. Caminé lentamente hacia el arroyo. El agua seguía saliendo clara. Bebí hasta saciarme.

Entonces los vi: sobre la colina, inmóviles, observándome. Eran cuatro. Sus cuerpos eran delgados, la piel pálida, los ojos vacíos. No hablaban; solo respiraban con un sonido áspero. Retrocedí, tropecé y caí al suelo. Cuando levanté la vista, ya no estaban. Corrí hasta la cueva buscando el cuaderno. Lo encontré abierto por una página nueva, escrita con una letra temblorosa:

—“Día 44. El mar los trae. No hay salida.”—

No fui yo quien escribió eso. Lo sé porque mi mano temblaba demasiado para sostener el lápiz.

Salí de la cueva y miré el horizonte. Mis fuerzas se estaban agotando.

Semanas después, un barco pesquero halló una pequeña isla sin nombre. No encontraron señales de vida, solo un refugio destruido, restos de fuego y una cruz improvisada en la montaña. Sobre una piedra, escrita con carbón, alguien había dejado una frase:

—“La isla no deja ir a nadie.”—

NAUFRAGO ( parte I )


 Me llamo José Herrera, marinero del barco Lucero, un carguero viejo que zarpó de Cartagena, en Colombia, rumbo a Lisboa con una carga de repuestos de automóviles y algo de maquinaria ligera.

No debería haber sido un viaje peligroso, pero en el mar nunca se sabe. El cuarto día de navegación, una tormenta inesperada nos envolvió con una furia tan violenta que apenas tuvimos tiempo de amarrar la carga. El viento rugía como un animal hambriento. Recuerdo vagamente correr por la cubierta, empapado y casi ciego por la lluvia, cuando el barco se inclinó sobre su costado derecho. A pesar de los años, todavía me cuesta distinguir babor y estribor. El último sonido que escuché fue el chirrido de los cables de acero que sostenían la carga.

Desperté flotando en un trozo de madera, rodeado de silencio. Un silencio que solo rompían las olas del mar. El agua, ya serena, brillaba con una calma insultante. A mi alrededor flotaban solo restos del barco.

Grité los nombres de mis compañeros hasta quedarme sin voz, pero solo las gaviotas me respondían. El sol ardía sin compasión. A lo lejos, una mancha oscura se recortaba en el horizonte: una isla.

Remé con los brazos hasta que la corriente me empujó hacia un saliente de arena blanca. Me costó arrastrarme fuera del agua; besé la arena, no por devoción sino por pura desesperación. Estaba vivo, aunque no sabía por cuánto tiempo.

La isla tenía el tamaño de un pueblo pequeño. Desde la playa podía ver una línea de palmeras rodeadas por un manto de vegetación espesa y una pequeña colina rocosa que dominaba el centro. No había señales de vida humana.

El primer día lo dediqué a explorar la costa. Encontré conchas, cangrejos, caracolas y, sorprendentemente, un arroyo de agua dulce que desembocaba en el mar. Ese arroyo fue mi primera bendición; bebí hasta que me dolió el estómago.
En otra parte de la isla encontré una caja de provisiones del Lucero. La abrí ansiosamente: tres latas de sardinas, galletas completamente empapadas y un cuchillo oxidado.

Decidí racionar la comida hasta que pudiera pescar o cazar algo. Esa noche me tumbé en la arena, temblando en parte por miedo. El sonido de las olas era constante; lo más curioso es que parecía acompasarse con mi respiración. No pude dormir: el miedo tenía el poder de mantenerme despierto aun cuando el cuerpo se rendía al cansancio.

El segundo día me interné en la selva. La humedad era asfixiante. Insectos diminutos me picaban sin descanso. Con ramas y hojas grandes empecé a levantar una pequeña choza cerca del arroyo. Era una estructura débil, pero me daba la ilusión de tener un techo.
La primera noche en mi choza llovió. El agua se filtraba por todos lados, pero al menos no dormí sobre la arena húmeda.

Al amanecer encontré huellas pequeñas cerca del arroyo. Al principio pensé que eran de un animal, pero había algo inquietante en su forma: eran casi humanas, aunque más pequeñas y desiguales. Las seguí por curiosidad, pero desaparecieron entre las raíces de los árboles. Decidí no volver a ese punto, no por miedo, sino por prudencia.

El hambre es un enemigo silencioso que se instala en la cabeza antes que en el estómago. A los cuatro días la comida se me estaba acabando pese a racionarla. Aprendí a abrir cocos a golpes y a cazar cangrejos con una trampa hecha de ramas. También descubrí que podía atrapar pequeños peces en las charcas formadas en la desembocadura del arroyo. El cuchillo oxidado era mi mayor tesoro.

Intenté encender fuego. Fue una batalla perdida. Froté los palos hasta que me sangraron las manos. Finalmente lo logré al séptimo intento. Cuando un hilo de humo se transformó en una llama, lloré, no por emoción sino por alivio. Tener fuego era como recuperar una parte de la civilización. Lo mantuve encendido toda la noche, como si pudiera protegerme de algo más que del frío.

No hay oscuridad más absoluta que la de una isla desierta. Las noches eran interminables. A veces creía oír pasos alrededor de mi refugio, voces susurrantes que quizá eran solo el viento.

Una madrugada desperté sobresaltado: alguien (o algo) había dejado una piedra pulida frente a mi choza. No podía ser casualidad. Lo más inquietante era que en la arena no había huellas.

Durante días busqué alguna explicación. “Quizá la piedra rodó con la lluvia”, me repetía. Pero la verdad es que cada noche me sentía menos solo… aunque no de un modo reconfortante. No es lo mismo estar acompañado que sentirse observado.

Una semana después del naufragio, la fiebre llegó. Una pequeña herida en el pie se había infectado. Pasé dos días delirando. En mis alucinaciones veía el barco entero, intacto, con mis compañeros llamándome desde la cubierta. Mientras ellos se alejaban en el horizonte, yo me hundía en el agua hasta el cuello.

Cuando desperté, la herida supuraba pero la fiebre había bajado. En ese momento supe que debía buscar un lugar más alto y seco.

Me trasladé a la montaña central. Desde allí podía ver toda la isla; el mar se extendía infinito por los cuatro costados. En la cima encontré algo que me heló la sangre: un montículo de piedras apiladas con una cruz de madera. No podía ser natural.
Alguien había estado allí antes.
Y no sabía si eso debía alegrarme…
o aterrarme.

CONTINUARÁ

CORAZON ENIGMATICO (parte II)


 Dentro había muchas monedas antiguas, de oro y también de plata, algunas medallas religiosas, y piedras preciosas guardadas en un pequeño saquito.

Pero lo más sorprendente era un manuscrito protegido por una funda de cuero ennegrecido.

Lo tomé con mucho cuidado. El texto en el pergamino hablaba de una hermandad secreta que, en tiempos de guerra, había escondido sus bienes para que no cayeran en manos de los invasores.
Aquel tesoro, decían, debía permanecer oculto “hasta que el justo lo hallara y lo pusiera a buen recaudo”.

Yo no me sentía justo, ni siquiera legal; solo era un hombre temblando ante una fortuna inesperada.
Mientras contemplaba las monedas brillando a la luz de la linterna, tuve la sensación de que alguien me observaba. Me giré, pero no vi a nadie.
El viento rugía con más fuerza. Guardé algunas piezas y el manuscrito en mi mochila, temiendo que el amanecer me sorprendiera en aquel lugar.

Desde aquella noche, mi vida se convirtió en un tormento.
El coleccionista comenzó a llamarme insistentemente, preguntando por la estatua. Yo le daba evasivas, diciendo que aún la estaba restaurando.
Pero lo peor fue que empecé a notar presencias: sombras en mi calle, un coche que parecía seguirme a distancia, llamadas telefónicas sin respuesta...
Una noche, alguien intentó forzar la cerradura de mi taller. Comprendí que no era el único que conocía el secreto.

Tal vez la hermandad de la que hablaba el manuscrito aún tuviera descendientes. Tal vez el coleccionista mismo lo sabía todo y solo me había usado como herramienta para llegar al corazón de oro.

El miedo se mezclaba con la codicia. Ya había probado el sabor del tesoro, y devolverlo me resultaba imposible.

Finalmente, decidí entregar la estatua restaurada al coleccionista, pero sin el corazon de oro.
Quise ver su reacción al entregarle la figura. Su rostro se iluminó, pero sus ojos buscaron algo más.
La pregunta fue directa:

—¿Halló algo dentro?

Negué con la cabeza. Él asintió, diciendo que lo suponía, que muchas imágenes contenían reliquias.
Pero su sonrisa forzada me confirmó que sabía más de lo que decía.

Esa misma noche, mi taller fue allanado.
Encontré los papeles revueltos, las herramientas rotas y el lugar donde estaba el corazón de oro… vacío. Me quedé helado.

Solo conservaba lo que había guardado en la mochila: el manuscrito y algunas monedas. El resto había desaparecido.

Durante días leí una y otra vez el manuscrito. Había un párrafo que no entendía del todo: hablaba de “la ofrenda mayor, custodiada en la piedra que no ve la luz”.
Creí que se refería al cofre que había encontrado, pero cuanto más lo pensaba, más sospechaba que había algo más, algo oculto bajo las propias ruinas de la torre.
Decidí volver una última vez.

La noche estaba cerrada, el aire, pesado como el plomo. Ascendí hasta los restos de la torre con linterna y cuerdas.
Entre los muros derruidos descubrí una losa distinta, marcada con una cruz apenas visible. Con esfuerzo la levanté, dejando al descubierto una especie de pozo, cuadrado y oscuro.

Descendí con la cuerda. Allí, en una cámara oculta, hallé un arca mucho mayor, sellada con hierro y cera roja.
Al abrirla, mi linterna iluminó filas de cálices, relicarios y estandartes bordados con hilos de oro.

Me quedé inmóvil, sorprendido por la magnitud de lo encontrado.
Pero en ese instante escuché pasos detrás de mí.
Alguien había seguido mis huellas.
La luz de otra linterna me deslumbró los ojos.

No creo que haga falta relatar lo que sucedió después: forcejeos, gritos, golpes…
Cuando logré salir, el arca seguía en el mismo lugar, pero el intruso había desaparecido. Quizás con parte del botín.

Desde entonces vivo con la certeza de que he descubierto un secreto que nunca debió ser revelado.
El manuscrito sigue en mi poder.
El corazón de oro jamás volvió a aparecer.

Y cada vez que cierro los ojos, escucho el susurro del latín en aquella nota:
“El silencio es llave, y la palabra condena.”

Quizás este relato sea mi final…
o quizá mi última confesión.

CORAZON ENIGMATICO ( parte I )


 

Mi nombre es Alonso, restaurador de antigüedades desde hace más de cincuenta años. He trabajado con todo tipo de piezas: desde retablos barrocos que se deshacían al tacto, hasta figurillas de porcelana cuya delicadeza parecía obligar a contener el aliento a quien las moldeó siglos atrás.
Mi labor siempre fue la misma: devolverles algo de vida sin alterar la esencia que el tiempo había inscrito en ellas.
Pero hubo un encargo —uno solo— que cambió para siempre mi concepción de la historia, de la codicia y del destino humano.
Un encargo que me llevó a desenterrar un secreto sepultado por siglos, escondido en el interior de una estatua rota, y que aún hoy me persigue en las noches de insomnio.
Fue una mañana lluviosa de noviembre. Un coleccionista privado, cuyo nombre prefiero callar, me hizo llegar una figura de madera policromada del siglo XVII, según sus propias palabras.
Estaba en pésimo estado: grietas profundas, restos de polillas, el rostro desvaído como un espectro. Representaba a un santo guerrero —quizá San Jorge, o algún mártir militar— con la espada rota y la armadura apenas distinguible bajo capas de polvo enmohecido.
La caja en la que llegó olía a humedad rancia. El coleccionista no me dio instrucciones precisas, salvo una: que la abriera con cuidado, pues podría haber algo en su interior.
Al principio pensé que se refería a reliquias, ya que no era raro que en la imaginería sacra se escondieran fragmentos de huesos o telas sagradas.
Acepté el encargo, no por el pago —que era generoso—, sino por la intuición de que algo me aguardaba en aquella estatua consumida por el tiempo.
Los días siguientes los dediqué a limpiar, con bisturí y pinceles, las capas externas. Descubrí que la policromía original era mucho más rica de lo que aparentaba: pigmentos rojos y azules, oro aplicado en los bordes de la túnica.
Mientras trabajaba, notaba un sonido hueco cada vez que golpeaba con delicadeza el torso de la figura. Aquello despertó mi intriga.
Una tarde, mientras retiraba una capa de yeso desprendido, el bisturí resbaló y la madera crujió, dejando al descubierto un hueco en el pecho.
Dentro, protegido por fragmentos de lino ennegrecido, descansaba un pequeño corazón de oro macizo.
Me quedé paralizado. El objeto no era un simple relicario: era una auténtica obra de orfebrería, con grabados minúsculos que parecían símbolos o letras. El corazón pesaba más de lo que imaginé, y su tacto me heló la mano.
No quise llamar de inmediato al coleccionista. Algo en mi interior me impulsó a examinarlo en secreto.
En realidad, me dejé arrastrar por la codicia. Lo cierto es que llevé el corazón a mi mesa de estudio, encendí la lámpara de aumento y observé cada detalle. Entonces me di cuenta de que podía abrirse.
El mecanismo era tan delicado que tardé una hora en descubrirlo: una leve presión sobre uno de los grabados en forma de cruz liberó una diminuta tapa.
En su interior había un papel amarillento, enrollado como un pergamino.
Lo desplegué con pinzas, temiendo que se deshiciera. El texto estaba escrito en latín, con caligrafía clara pero difícil de leer a simple vista.
Aunque no soy erudito en lenguas clásicas, había estudiado lo suficiente para descifrar fragmentos cortos. El mensaje decía:
“Quien encuentre este signo, que sepa:
bajo la tierra donde el río se curva como serpiente
y las ruinas de la torre miran al cielo,
yace la ofrenda escondida para los tiempos futuros.
Un cofre, sellado con hierro y fe, guardará lo que los hombres codician.
No reveles lo que tus ojos han hallado,
pues el silencio es llave, y la palabra, condena.”
Sentí un escalofrío. Era un mapa en forma de enigma. No mencionaba coordenadas ni nombres concretos, pero hablaba de un río serpenteante y de las ruinas de una torre.
Mi primera reacción fue la de todo hombre sensato: archivar la nota, avisar al coleccionista y cerrar el caso.
Pero la curiosidad me carcomía… y, en el fondo, la idea de un tesoro me cegó.
Pasé noches enteras revisando mapas antiguos de la región, buscando referencias a torres derruidas cerca de ríos sinuosos.
Tras mucho indagar, encontré una posible coincidencia: la torre de San Tenuz, destruida en el siglo XVII, cuyas ruinas aún se alzaban en un valle cercano al río.
El río, en ciertos tramos, se curvaba como una serpiente enroscada. El lugar parecía encajar con la descripción de la nota.
El impulso de comprobarlo fue irresistible. No informé al coleccionista; inventé excusas para ganar tiempo, preparé herramientas básicas —linterna, pala, guantes—.
En mi mente repetía que solo iría a mirar, que quizá no habría nada. Pero en mi interior sabía que iba a excavar hasta encontrarlo.
Elegí una noche sin luna. Conduje hasta las cercanías de la torre, que se erguía como un esqueleto de piedra sobre la colina.
El viento soplaba entre los muros, y la soledad se hacía casi insoportable.
Avancé hacia la base de la colina, donde el río describía una curva amplia.
Allí, según la nota, debía hallarse el escondite.
Comencé a excavar en un claro de tierra húmeda; cada palada sonaba hueca, como si bajo mis pies hubiera algo más que tierra.
Tras una hora de trabajo, la pala golpeó contra un objeto duro: una caja de hierro oxidado.
El corazón me latía con violencia. Limpié la superficie y distinguí restos de inscripciones en la tapa: cruces y símbolos que parecían de un códice secreto.
Con mucho esfuerzo, logré abrirla…

CAMARAS


 A primera vista, Alberto Vilaseca parecía un barcelonés cualquiera: cuarenta años, pelo engominado, modales correctos. Dueño de un estudio de interiorismo en el Eixample, entregaba a sus clientes una tarjeta de visita elegante y minimalista. Siempre repetía la misma frase:

—Yo no solo decoro casas, las convierto en escenarios de vida.

Lo que nunca decía era que esos escenarios quedaban bajo su control. En cada proyecto, en cada reforma, Alberto instalaba discretas cámaras ocultas: su sello invisible.

Todo empezó con un piso en el Born. Mientras colocaba luces halógenas, se dio cuenta de lo sencillo que era esconder microdispositivos en la rejilla del aire acondicionado. Lo probó y, esa misma noche, desde su despacho en el Passeig de Gràcia, observó a los inquilinos en la intimidad de su salón.

La excitación pronto se transformó en poder. Alberto perfeccionó la técnica: cámaras diminutas en marcos, lámparas, falsos techos. Nadie lo notaba. Y cuando descubría algo turbio —un amante, drogas, conversaciones comprometidas— lo usaba en su beneficio.

El primer chantaje fue casi un juego: un empresario casado, sorprendido con una joven en su ático de la Barceloneta. Un correo anónimo con una captura y una cifra. Al día siguiente, el dinero ya estaba transferido.

Después llegaron más: un concejal del Ayuntamiento, un galerista del Raval, una doctora del Clínic. Alberto se volvió maestro en el arte de apretar sin ahogar. Nunca pedía demasiado, siempre lo justo para que sus víctimas aceptaran el silencio. Barcelona era su tablero, y él, el jugador.

Un encargo distinto lo cambió todo. Daniel Roca, ingeniero informático recién divorciado, lo contrató para redecorar su piso en Poblenou. Quería transformar la vivienda en un espacio luminoso, un lugar para empezar de nuevo.

Alberto instaló tres cámaras: en el salón, en el dormitorio y en la cocina. Como siempre, comenzó a revisar las grabaciones. Pero Daniel no tenía amantes ni secretos escandalosos. Lo único llamativo era que hablaba solo: confesaba frustraciones, insultaba a su exmujer, reía de su soledad.

Alberto decidió arriesgarse. Le envió un mensaje anónimo con un vídeo donde Daniel lloraba frente al espejo, pidiendo una suma moderada. No obtuvo respuesta. Mandó otro correo, esta vez más duro, acompañado de un audio humillante. Una semana después, finalmente recibió un mensaje:

—Sé quién eres.

La seguridad de Alberto empezó a resquebrajarse. Estaba acostumbrado a clientes asustados, nunca a alguien que lo desafiara. Pero pensó que era un farol.

Entonces comenzaron los detalles inquietantes. Una noche, en el aparcamiento subterráneo de su edificio del Eixample, notó un coche siguiéndolo hasta la Diagonal. Al detenerse en un semáforo, desapareció.

Su portátil, siempre protegido con antivirus, mostró un pantallazo imposible: un vídeo suyo, en su propio estudio, sentado frente al ordenador. Solo él tenía acceso a esas grabaciones.

A las tres de la mañana sonó el teléfono. Al descolgar, escuchó su propia voz repetida desde las grabaciones del piso de Daniel.

Alberto comprendió: el ingeniero lo había localizado y le estaba devolviendo el juego.

Daniel observó la rutina de Alberto durante semanas. Descubrió que cada jueves por la noche acudía a un bar discreto en el Raval, donde siempre pedía lo mismo: un whisky doble, antes de volver a su Audi. Siempre el mismo horario, siempre el mismo asiento.

Daniel no quería ruido ni violencia. Planeó algo sutil: un veneno cardiotóxico, indetectable en un examen superficial. Una dosis mínima bastaría para provocar un infarto fulminante en cuestión de segundos.

El jueves esperado entró en el local antes que Alberto. Se mezcló entre los clientes y, en un descuido del camarero, vertió el líquido en el vaso preparado. Luego se marchó sin ser visto.

Alberto llegó puntual, como siempre. Saludó con un gesto, ocupó su mesa y bebió el whisky sin sospechar nada.

Al salir del bar, la Rambla del Raval estaba tranquila, húmeda por la lluvia reciente. Caminó hacia el coche, abrió la puerta y encendió el motor. De repente, un dolor agudo le atravesó el pecho; el corazón se le comprimió como si lo estrangularan desde dentro. Intentó abrir la puerta, pero la mano le temblaba. La visión se le nubló. El pitido del cinturón sin abrochar fue lo último que escuchó antes de desplomarse sobre el volante.

A la mañana siguiente, un guardia de seguridad encontró el Audi con el motor encendido y el cuerpo inerte de Alberto. El parte oficial habló de un infarto repentino. Nadie investigó más.

Daniel leyó la noticia en un diario digital mientras desayunaba en su piso.

—Un conocido decorador hallado muerto en su vehículo.

No sonrió ni suspiró de alivio. Simplemente apagó la pantalla y volvió a su café.

Los pisos que Alberto había decorado quedaron llenos de cámaras mudas, enviando señales a servidores que pronto dejaron de funcionar. En su estudio vacío, un monitor permanecía encendido, mostrando en bucle una grabación olvidada que ya nadie volvería a ver.

HISTORIAS DEL ABUELO


 Nací en una calle estrecha de Aragón, un lugar donde los inviernos se clavan en los huesos como cuchillos helados y los veranos huelen a trigo y a sudor.

Mi madre decía que yo tenía la mirada inquieta; mi padre, campesino y tozudo, me enseñó a manejar la azada antes de que pudiera escribir mi nombre.

Cuando estalló la guerra yo apenas contaba diecisiete años. No entendía de bandos ni de consignas: sólo sabía de tierra, de hambre y de la rabia que se mascaba en el aire. El pueblo se dividió en dos: los que gritaban “Arriba España” y los que se escondían tras las cortinas, temerosos de ser señalados. Yo, sin saber muy bien por qué, me puse del lado de quienes prometían justicia para los míos.

La primera vez que empuñé un fusil lo hice con las manos temblorosas; el hierro estaba frío, pesado y era más grande que yo. Me uní a una columna republicana que avanzaba hacia Teruel. La nieve nos cegaba y el viento arrastraba gritos y pólvora. Allí descubrí el olor de la muerte.

No era valentía lo que me movía, sino la certeza de que, si no peleaba, me arrebatarían hasta la tierra donde estaban enterrados mis abuelos. En la trinchera aprendí a distinguir el zumbido de las balas y a contener la respiración cuando el enemigo avanzaba. Vi caer a amigos de la infancia y comprendí que la vida puede extinguirse en un segundo, como una vela soplada por el viento.

Cuando la República cayó yo tenía veinte años y las manos endurecidas por la guerra. La retirada fue un éxodo de fantasmas: miles de hombres y mujeres cruzando los Pirineos perseguidos por el eco de los fusiles nacionales. Yo no crucé; algo me ataba a mi tierra, a mis montes. No podía dejar atrás las encinas donde jugué de niño ni los caminos que mi padre había abierto con su mula.

Los vencedores impusieron su paz de cementerio: las cárceles se llenaron, las tapias de los camposantos se tiñeron de sangre. Fue entonces cuando decidí no rendirme. Me uní a un grupo de hombres que, como yo, prefería vivir en los montes antes que agachar la cabeza. Nos llamaron “los maquis”.

La sierra se convirtió en mi casa y en mi condena. Dormíamos bajo robles, compartíamos mendrugos de pan duro y bebíamos agua de arroyos helados; aprendí a orientarme por las estrellas y a distinguir el crujido de una rama que delataba la llegada de una patrulla. La gente del pueblo, aunque temerosa, a veces nos ayudaba: nos dejaban pan en los huecos de piedra y nos susurraban noticias.

—Han detenido a fulano.
—Han fusilado a mengano en la plaza.

Cada mensaje era un golpe al corazón, pero también una chispa que mantenía viva la llama de nuestra resistencia. Éramos sombras: bajábamos a los pueblos de noche, pintábamos consignas en las paredes, saboteábamos líneas de tren. Cada acción era pequeña, pero en nuestros pechos sonaba como un rugido.

Los guardias civiles nos conocían bien y nos cazaban como a lobos; dejaban huellas profundas y sus perros olfateaban cada rincón. Más de una vez estuvimos a punto de ser aniquilados. Recuerdo una emboscada cerca de Aliaga: éramos cinco. Al amanecer nos sorprendieron con ráfagas de metralla; el aire se llenó de plomo y tierra. Juanín, el más joven, cayó sin gritos, con los ojos abiertos hacia el cielo. Logré arrastrarlo tras una roca, pero ya estaba muerto.

Sentí la rabia más pura, una furia que me hizo disparar hasta que el cañón del fusil ardía. Aquella noche, mientras enterrábamos a Juanín bajo un pino, juré no olvidar jamás.

A veces llegaban rumores de que los aliados, tras vencer a Hitler, vendrían a España a derribar al dictador. Soñábamos con columnas de tanques liberando Madrid, con banderas rojas y tricolores ondeando de nuevo. Los años pasaban y nada cambiaba. Algunos compañeros desertaban en busca de rehacer su vida en Francia; otros se entregaban, sabiendo que les esperaba la cárcel o la ejecución. Yo me aferraba a la lucha como a un clavo ardiente.

La traición vino de donde menos la esperaba: un campesino al que había ayudado miles de veces nos delató por unas monedas. Una madrugada oímos pasos sigilosos; no eran amigos. Los disparos retumbaron como truenos. Corrí entre los matorrales; dos compañeros cayeron y yo conseguí escapar.

Ese invierno de 1947 fue el más duro de mi vida. La nieve cubrió los montes y el hambre nos atacaba ferozmente; caminábamos días enteros con el estómago vacío, alimentándonos de raíces y bellotas. Una noche, acurrucado en una cueva, pensé que no podía más. Consideré rendirme: bajar al pueblo y dejar que me apresaran. Entonces recordé la mirada orgullosa de mi madre el día que partí; su recuerdo me dio fuerzas para continuar.

El miedo fue un compañero constante: dormíamos con un ojo abierto y el fusil bajo el brazo. Fue en el verano de 1952, cuando el sol caía a plomo, que llegamos a un cortijo abandonado para descansar unas horas. No sabíamos que nos habían seguido. De pronto los disparos estallaron como relámpagos. Vi a Mateo caer mientras me gritaba que corriera. Salté por una ventana, rodé por el suelo y huí entre los olivos; logré escapar, pero supe que era el final.

Un año después, cuando por fin decidí abandonar los montes, ya no quedaba nada de aquel muchacho que empuñó por primera vez un fusil. Hoy, con los años encima y la piel arrugada, sigo recordando cada rostro. Sé que la historia nos olvidó, que nos llamaron bandidos y forajidos; pero yo sé la verdad: fuimos hombres que no quisieron agachar la cabeza. Y mientras cuento esto, siento que aún resuena el juramento hecho bajo el pino donde enterramos a Juanín:

—Resistir, aunque el mundo se olvide de nosotros.

COCINA DE DISEÑO


 Las especias siempre habían sido necesarias para dar un toque único a las comidas: una pizca de pimienta para aportar picante a un guiso, un toque de nuez moscada para endulzarlo, un grano de clavo para darle alma a un caldo. Cada una tenía una utilidad en la cocina.

Pero para Esteban García, maestro cocinero, eran algo más profundo. Las especias poseían poder, un poder secreto. El hombre que conociera bien sus combinaciones podía lograr lo imposible: despertar la euforia, provocar sueños lúcidos o incluso detener un corazón.

En la penumbra de su cocina, Esteban repetía sus pensamientos mientras afilaba los cuchillos o acariciaba frascos de cristal donde descansaban polvos rojos, semillas amargas y cortezas secas. Lo hacía porque, aunque lo negara frente a todos, sabía que llegaría el día en que su ciencia en la cocina tendría un destinatario concreto: un cliente al que odiaba más que a nadie en el mundo.

El restaurante de Esteban, El Mirador del Azafrán, era un templo de la gastronomía moderna en la ciudad. Cada noche se llenaba de comensales adinerados, turistas y críticos culinarios. Entre ellos, había un nombre que provocaba un silencio incómodo cuando aparecía en la lista de reservas: Arturo Moli.

Arturo era un empresario inmobiliario famoso por dos cosas: su desmedida fortuna y su crueldad verbal. Entraba siempre con paso firme, el traje impecablemente planchado, el reloj brillando bajo las luces y la lengua afilada para destrozar a cualquiera que no cumpliera sus caprichos.

Trataba a los camareros como esclavos, consideraba a los cocineros simples bufones que jugaban con ollas, pero el odio que sentía hacia Esteban superaba a todo.

—Un restaurante como este debería servir algo más que platos diminutos para niños ricos —solía decir.
—¿Esto es un plato principal o un adorno para Instagram? —era otra de sus frases favoritas.

Las risas de su séquito retumbaban como bofetadas en los oídos de Esteban. Aquel hombre no venía a comer, venía a humillar.

Con los años, su desprecio se convirtió en un ritual. Cada mes Arturo reservaba una mesa para seis, exigía los vinos más caros y, al final de la velada, encontraba la manera de ridiculizar a la cocina. Los cocineros lo odiaban en silencio, pero Esteban… Esteban lo odiaba con calma, esperando su oportunidad.

Aquella noche, cuando la jefa le susurró que Arturo estaba de nuevo en la lista de reservas, Esteban solo esbozó una leve sonrisa.

La cocina hervía de actividad: hornos encendidos como volcanes, cuchillos golpeando las tablas, el equipo moviéndose con precisión militar. Y en el centro de todo, Esteban.

Desde hacía meses, en las solitarias madrugadas, había experimentado con especias que no figuraban en ningún recetario. Sabía que la nuez vómica, en dosis mínimas, podía alterar el pulso; que la pimienta de Java aceleraba la sudoración; que ciertas combinaciones de anís estrellado y canela provocaban palpitaciones extrañas. Todo estaba anotado en un cuaderno secreto.

Mientras el equipo montaba los entrantes, Esteban abrió un pequeño cajón donde guardaba frascos que nadie más tocaba. Tomó uno y lo ocultó bajo el paño de cocina.

El menú de esa noche incluía un plato nuevo que Esteban había bautizado como “El Corazón del Bosque”: un estofado reducido servido en un cuenco negro de cerámica artesanal. A primera vista, era un plato elegante —carne tierna, setas silvestres, un caldo oscuro—, pero el secreto estaba en el condimento.

Nadie en la cocina notó nada, pero Esteban sabía que aquel cuenco sería distinto. El aroma que se elevó era intenso, con un trasfondo picante, como un perfume que promete placer y esconde dolor.

Cuando el plato estuvo terminado, lo envió a la mesa con un gesto solemne. Los camareros se acercaron al grupo de Arturo y lo colocaron frente a él.

—¿Y esto? —preguntó con su tono burlón de siempre.
El Corazón del Bosque, señor. Creación especial del chef.
—Veremos si al menos sabe mejor de lo que parece…

Esteban, desde el ventanuco de la cocina, observaba. La tensión lo invadía.

Al principio, no pasó nada. Arturo masticó, bebió un sorbo de vino y continuó hablando. Pero luego… algo cambió.

Un ligero temblor en sus dedos. Una pausa en medio de la risa. Un parpadeo demasiado largo. Esteban lo vio. Lo supo. La mezcla estaba surtiendo efecto. Arturo bebió más vino, pero la copa tembló en sus labios. Se llevó las manos al cuello, como si le faltara el aire.

—¡Arturo, Arturo! ¿Qué te pasa? —preguntó un comensal.

Un camarero corrió a pedir ayuda. Gritos. Confusión. Sillas arrastradas. La sala, antes elegante y bulliciosa, se convirtió en un caos.

Desde la cocina, Esteban no se movía. Solo esbozó una sonrisa. Arturo se desplomó contra la mesa, derramando el vino como sangre oscura. Sus acompañantes gritaban pidiendo una ambulancia mientras intentaban reanimarlo.

La ambulancia llegó tarde. El empresario fue declarado muerto en el hospital, víctima de un infarto fulminante. Nadie habló de especias ni de combinaciones imposibles. Nadie sospechó del cocinero.

Esa noche, como todas, Esteban volvió a abrir sus frascos, a oler sus polvos, a acariciar sus semillas. En su cuaderno secreto escribió una última frase:

“El poder de las especias es sutil, invisible. Nadie sabe dónde termina la cocina y dónde empieza el veneno.”

CEGUERA DEFINITIVA


 Aquella mañana, cuando Daniel se despertó, notó que algo en la habitación era distinto. No era el silencio de siempre, ni el aroma de café que solía llegar desde la cocina. Era la luz.

El resplandor que entraba por la ventana tenía algo extraño, como si estuviera filtrado por un vidrio empañado. Se frotó los ojos, pensando que tal vez había dormido con la cara contra la almohada, pero el velo no desapareció.

—Será cansancio de tantas horas frente al ordenador —murmuró.

Decidió no darle importancia. Sin embargo, cuando bajó al garaje y miró su coche negro, notó que las líneas del vehículo se veían difusas, como si alguien hubiera derramado agua sobre un dibujo a lápiz. El corazón le dio un salto, aunque se obligó a sonreír.

—Será algo pasajero...

Lo que Daniel no sabía era que aquello sería el primer síntoma de un descenso hacia la oscuridad total.

A las dos semanas aparecieron las primeras sombras. No eran comunes: pequeños círculos oscuros flotaban en su campo visual. Al principio los confundió con polvo en sus gafas, pero las manchas se movían con él. Una noche, conduciendo por la autopista, descubrió algo aún más inquietante: las luces de los coches lo cegaban durante varios segundos.

—¿Y si me estoy quedando ciego? —pensó, estremecido.

Decidió ir al oftalmólogo.
La doctora lo recibió con una sonrisa amable, aunque en su mirada había algo distinto.

—Tus retinas muestran alteraciones. Necesito hacerte más estudios, pero podría tratarse de una degeneración progresiva —dijo.

Daniel sintió que la palabra “progresiva” se le clavaba como un cuchillo.

—¿Qué significa eso? —preguntó con la voz quebrada.
—Significa que estás perdiendo la vista —respondió la doctora con claridad.

Las noches se convirtieron en tormento. Cerraba los ojos para dormir y temía que, al abrirlos, no pudiera ver nada. Se imaginaba despertando en un mundo negro, sin rostros, sin letras, sin colores. El simple hecho de pensarlo lo cubría de sudor frío. Intentaba leer, pero no lograba concentrarse. Apagaba la lámpara y quedaba tumbado en silencio, preguntándose cuánto tiempo le quedaba. A veces pensaba en contárselo a alguien, pero desistía: nadie entendería su sufrimiento.

Decidió ocultar su situación. Un día, al caminar por la calle, no vio un bordillo y tropezó. Cayó al suelo y, aunque se levantó enseguida, sintió el peso de las miradas ajenas. El golpe dolió menos que la herida en su orgullo.

Con los meses, la luz del sol se volvió insoportable y la oscuridad demasiado densa. Vivía en un contraste cruel: de día, el resplandor lo cegaba; de noche, las sombras lo devoraban. Comenzó a soñar con túneles interminables que lo conducían a una negrura cada vez más espesa.

De nuevo en consulta, la doctora no dio rodeos:
—Daniel, tienes retinosis pigmentaria. Es una enfermedad degenerativa. La visión periférica será la primera en desaparecer y luego se cerrará, como si miraras a través de un túnel.
—¿Hay algo que pueda curarme?
—No existe una cura. Solo podemos intentar retrasar el avance.

El mundo se le vino abajo. Apenas escuchó el resto. Una sola palabra retumbaba en su mente: irreversible.

Conforme su vista se apagaba, sus otros sentidos comenzaron a afinarse. Escuchaba el tic-tac del reloj, el roce de las hojas contra la ventana, el crujido del parqué bajo sus pies. Los olores también se intensificaron: el café recién molido, la humedad de la ropa mojada, el perfume de un desconocido en el metro. Su cuerpo intentaba compensar la pérdida.

Lo que más lo aterraba no era la oscuridad, sino depender de alguien. Se imaginaba a su madre guiándolo por la calle, a un amigo llevándolo del brazo, a un desconocido leyéndole un cartel. Esa idea lo consumía. A veces, incluso, deseaba que todo terminara.

Una tarde, al llegar a casa, extendió la mano hacia la mesa, pero al dejar las llaves cayeron al suelo: la mesa no estaba donde creía. Ese día comprendió que la oscuridad no era solo ausencia de luz, sino desorientación y vulnerabilidad.

Una mañana, mientras observaba el amanecer desde la ventana, vio cómo el naranja del sol se difuminaba hasta volverse una mancha blanquecina. Supo que sería la última vez que distinguiría un color con claridad.

El miedo lo llevó a encerrarse. Cerró las cortinas, apagó el teléfono y dejó de ir al trabajo. Su mundo se redujo a cuatro paredes. Comenzó a escuchar ruidos extraños: a veces dudaba de su imaginación, otras estaba seguro de no estar solo.

Durante días luchó entre rendirse o adaptarse. Lo único que se preguntaba era qué vida le esperaba sin la vista.

Nunca volvió a ver un amanecer, nunca volvió a leer un libro con sus ojos, pero en su memoria permanecieron grabadas las formas y los colores. Y en la oscuridad aprendió que las palabras también iluminan.

ZUMBIDOS


 San Gerardo era un pueblo pequeño, de apenas mil habitantes, perdido entre cerros áridos y campos resecos.

Allí, la vida transcurría lentamente, marcada por el repique de las campanas de la iglesia y el polvo que levantaban los pocos coches al pasar por sus calles estrechas. Nadie hubiera imaginado que, en ese rincón olvidado del mundo, ocurriría algo tan terrible.

Todo comenzó con un zumbido.
La primera noche, solo unos pocos vecinos lo escucharon: un murmullo agudo y constante, como si el aire vibrara con electricidad. Quienes lo oyeron pensaron en insectos, en esas nubes de mosquitos que solían aparecer junto al río durante los veranos húmedos. Pero era invierno, no había lluvias, ni charcos, ni agua estancada.

La segunda noche, el zumbido fue más fuerte.
La tercera, desapareció la primera persona.

Se llamaba don Clemente, un anciano que vivía solo en una casita al final del callejón del molino. Los vecinos cuentan que había salido a regar una maceta seca cuando escuchó aquel ruido ensordecedor. Al amanecer, su casa estaba abierta de par en par. Lo único que encontraron fueron gotas de sangre seca en el suelo y una mancha oscura en la pared, como si algo hubiera sido absorbido.

Nadie habló en voz alta del asunto. Algunos pensaron en un forastero, en un robo, pero en el fondo todos sabían que no era eso. Había algo en el aire, algo distinto. Esa misma tarde, en la plaza, un enjambre de mosquitos apareció flotando sobre el campanario.

Eran tantos que oscurecieron el cielo, formando una nube inmensa. Algunos vecinos se persignaron, otros corrieron a encerrarse en sus casas. Nadie se atrevió a intentar eliminarlos. No eran mosquitos comunes: eran grandes, con cuerpos brillantes y alas enormes. El zumbido se volvió insoportable y, al caer la noche, desapareció la segunda persona.

Se llamaba Clara, una mujer joven que intentó huir del pueblo en su coche. La vieron salir apresurada, con su hijo pequeño en brazos. Apenas recorrió unos metros cuando la nube descendió sobre el vehículo como una manta negra. Sus gritos resonaron por toda la calle. Cuando el coche se detuvo, ya no había nadie dentro: solo un parabrisas roto y los asientos manchados de sangre. A partir de esa noche, nadie volvió a atreverse a escapar.

El enjambre rodeaba las casas, se posaba en techos y ventanas, bloqueaba puertas como si vigilara. Cualquier intento de huida terminaba en muerte segura. El pánico se extendió, y con él, un silencio sepulcral.

Las calles quedaron desiertas, las persianas cerradas, y en cada hogar se escuchaban rezos y llantos.
Las muertes se volvieron sistemáticas: cada noche desaparecía alguien. No importaba dónde se escondieran, los mosquitos siempre los encontraban.

Un joven que corrió hacia el cementerio, una familia oculta en un sótano, una anciana refugiada en la iglesia… todos fueron devorados. Los mosquitos parecían seguir un plan: iban de casa en casa, de persona en persona, como si alguien les diera la orden de cazar.

Quienes se atrevieron a desafiarlos terminaron peor, perseguidos a campo abierto hasta ser engullidos por la nube.

Los pocos sobrevivientes organizaron reuniones secretas en el sótano del viejo bar.
—No son insectos normales —dijo uno de ellos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó una mujer.
—No buscan alimento… nos están exterminando.

Un grupo decidió enfrentarlos. Armados con antorchas y gasolina, salieron a la plaza y quemaron un par de nidos hallados en los árboles. Por un instante creyeron tener esperanza, pero el enjambre apareció como una ola oscura, más densa que nunca. No hubo tiempo de huir. Sus gritos desgarraron la noche, y al amanecer, en la plaza solo quedaba un charco de sangre.

Los días se hicieron interminables. Nadie entraba ni salía del pueblo. La comida comenzó a escasear. Algunos se arriesgaron a buscar agua y víveres, pero ninguno regresó. El zumbido era constante, de día y de noche, como un lamento interminable.

Las casas se transformaron en sepulcros. Cada sobreviviente aguardaba su turno, algunos dejando cartas o diarios, otros simplemente acostándose a esperar.

La última familia que intentó escapar por el camino de tierra no alcanzó siquiera la colina que rodeaba al pueblo. Sus gritos se apagaron bajo el zumbido del enjambre.

Finalmente, no quedó nadie.
San Gerardo se convirtió en un pueblo fantasma. Las casas vacías se cubrieron de polvo, los perros murieron o huyeron, y una noche, el enjambre, satisfecho, se elevó hacia el horizonte como una nube negra que poco a poco se disolvió.

Años después, un viajero curioso entró en el pueblo. Encontró diarios, muebles cubiertos de polvo y ropa ensangrentada, pero ni un solo cuerpo. Era como si todos hubieran sido borrados del mapa.

Aquella noche, mientras dormía en la casa del alcalde, despertó sobresaltado. En la penumbra, escuchó un ruido agudo acercándose a la puerta.
Un zumbido.

ÉL NO TE ABANDONARIA


 No recuerdo el calor de mi madre.

Solo sé que un día desperté en la oscuridad. Era un lugar estrecho, húmedo, con un olor a cartón mojado, a tristeza. Una caja. Mi caja. Mi mundo.

No tenía nombre, no tenía hogar, apenas tenía fuerzas. Las paredes eran suaves, pero no había brazos, ni caricias, ni leche caliente. Solo mis hermanos, que lloraban conmigo, y el crujido del cartón mientras el mundo se movía bruscamente. Entonces, el golpe. El ruido fue aterrador. Luego, silencio. Oscuridad.

Un hedor llenó mis pulmones, podrido, agrio, como si la muerte viviera allí desde siempre. Habíamos sido arrojados a la basura. Mis hermanos dejaron de llorar primero, uno a uno. Yo seguía chillando. No porque fuera más fuerte, sino porque tenía miedo de desaparecer sin que nadie lo supiera.

A veces un motor pasaba cerca; sentía el temblor en el suelo, una tapa chirriaba… y nada. Nadie miraba dentro.

Hasta que una noche —o quizá fue de día, ya no lo distinguía— mi chillido se rompió en mi garganta y solo salieron pequeños suspiros. Me faltaba el aire. El cartón se pegaba a mi piel. Me resigné, cerré los ojos… pero entonces lo escuché: unos pasos que se acercaban.

Primero lejanos, luego más cerca. El crujir de grava bajo los pies. Una voz muy baja.
—¿Qué fue eso?

Un silencio tenso. Yo apenas podía moverme, pero reuní todo lo que quedaba en mí y dejé salir un lamento.

—¡Hey, oye! ¿Hay alguien ahí? —pude escuchar.

El sonido de la tapa del contenedor al abrirse fue como una campana en mi cabeza. Al fin, luz. Un débil resplandor de farola se colaba entre las bolsas. Aparecieron unas manos, calientes, con olor a jabón. Me alzaron. Noté el temblor de los dedos. Vi su rostro: ojos grandes, húmedos, una mujer de pelo desordenado, bufanda anudada, y de su boca salían nubes de vapor.

—Estás vivo… estás vivo —repitió dos veces.

En ese momento supe que algo había cambiado en mi vida.

Me llamaron Luno. No sé por qué eligieron ese nombre; tal vez por la luna que colgaba sobre el tejado la primera noche que dormimos juntos. Bueno, “dormir” es un decir: yo apenas jadeaba. Ella me envolvió en una toalla.

—Pequeño, resiste, por favor.

En la clínica, las luces eran demasiado blancas. Todo olía a lejía. Me pusieron varias inyecciones, me limpiaron los ojos pegajosos. Una voz dijo:
—No creo que salga.
Y ella contestó:
—Con mi ayuda, sí saldrá.

Pasaron semanas. No podía caminar bien, mi cuerpo era pequeño y frágil, mi pelo escaso. Me daban leche con una jeringuilla, me acariciaban el lomo. Ella me hablaba, le contaba cosas a un teléfono:
—Él es Luno, un luchador.

A veces, cuando ella salía, me quedaba temblando en mi cuna de toallas. El miedo a volver a la caja de cartón aún me visitaba por las noches. Soñaba con el crujido del plástico, con el silencio de mis hermanos, y despertaba gimiendo. Entonces ella me alzaba, sin decir nada, y me abrazaba.

No sabía que el mundo podía ser así: que existía el calor sin fiebre, que las manos podían sostener sin apretar.

Un día llegaron otras personas. Me observaban con ojos brillantes. Una niña me extendió la mano.
—¿Es él?
—Sí, es él —respondió mi salvadora.

Me sentí confundido. ¿Qué significaba eso? ¿Irme? ¿Dónde? ¿Por qué?

Volví a sentir esa presión en el pecho: era miedo. Cuando me alzó por última vez, me acarició detrás de las orejas y sus labios tocaron mi frente.
—Ya tienes una familia, como mereces.

La niña me acunó contra su pecho.
—Hola, Luno. Soy Sara. ¿Quieres venir a casa?

Y aunque no la entendí del todo, moví la cola.

Para un perro pequeño como yo, cada habitación era un continente: alfombras, juguetes, platos de comida que sabían a cielo. Todos me acariciaban, me hablaban con dulzura. Sara me leía cuentos; aunque no entendía nada, amaba su voz. Dormía en su cama, entre peluches. A veces ladraba dormido y ella, medio despierta, me abrazaba. Nunca más estuve solo.

Pasaron los años. Mi cuerpo se fortaleció, mi pelo se volvió dorado y suave. En el parque corría como el viento. Otros perros me olían y yo los saludaba sin miedo. Era uno más, uno feliz.

A veces, cuando una caja vacía quedaba en el suelo, aún me costaba acercarme. Los humanos no entendían… solo Sara.
—No pasa nada, Luno. Ya estás a salvo para siempre.

Hoy, por fin, no tengo miedo. Soy solo un perro feliz.
Amado. Y vivo.

TERROR EN EL CAMINO DE SANTIAGO


 El amanecer en Roncesvalles olía a tierra húmeda y pan recién horneado. El aire cortaba las mejillas como un vidrio fino.

Clara y Marcos caminaban juntos con una sonrisa que ignoraba el peso de las mochilas y el temor a lo desconocido. No era solo un viaje: era el Camino de Santiago.

La explanada frente al albergue estaba casi vacía. Algunos peregrinos ajustaban las correas de sus mochilas o se colocaban el sombrero. Entre ellos, Clara reparó en dos hombres que no había visto antes: uno alto y delgado, con barba oscura y una gorra de visera; el otro, más bajo y corpulento. Ambos vestían de negro.

Marcos no les dio importancia. Se ajustó el bastón de senderismo y, tras un último vistazo al pueblo, iniciaron la marcha. El sendero era un hilo de tierra y piedra que se perdía entre bosques de hayas. El silencio de la mañana solo se rompía con el crujir de las hojas bajo las botas.

A primera hora, Clara volvió a verlos: los dos hombres, unos cincuenta metros detrás de ellos, caminaban con paso constante, siempre a la misma distancia, sin perderlos de vista. No llevaban conchas de peregrino en la mochila ni parecían interesados en el paisaje.

—Debe de ser coincidencia —contestó Marcos cuando Clara se lo comentó.

A media tarde llegaron a Zubiri. El pueblo parecía dormido: apenas un par de bares abiertos, un albergue municipal y el río Arga murmurando entre las piedras. Eligieron el albergue más pequeño, con solo cuatro literas y paredes de piedra.

Mientras Clara dejaba su mochila, oyó pasos en el pasillo. Al asomarse vio pasar a los dos hombres. No sonrieron, no saludaron. El más alto la miró fijamente antes de desaparecer por la puerta.

Esa noche, Clara soñó que alguien se sentaba al borde de su cama y respiraba muy cerca de su oído.

La segunda jornada amaneció cubierta de niebla. El aire era tan espeso que apenas se veían las copas de los árboles. Clara y Marcos caminaron en silencio, como si aún siguieran dormidos.
Los hombres aparecieron de nuevo, esta vez al salir de una curva, justo cuando el sendero se estrechaba entre muros de piedra. No hubo saludo ni gesto alguno: solo la misma distancia, los mismos pasos acompasados.

En Larrasoaña, mientras tomaban un café, Clara vio cómo uno de ellos —el corpulento— se quedaba en la puerta del bar observándolos. No pidió nada, no se movió hasta que ellos se levantaron para seguir andando.

—Esto ya no es casualidad —murmuró Clara.
—Pueden estar haciendo la misma ruta que nosotros. Es normal —respondió Marcos.
—Sí, pero… ¿has notado que no hablan con nadie?

En los albergues, lo habitual era charlar, compartir anécdotas o intercambiar información sobre la ruta. Ellos, en cambio, no decían una palabra a los demás peregrinos ni a los hospitaleros. Entraban, se instalaban y desaparecían al amanecer.

La tercera noche, en Puente la Reina, sucedió algo que Clara no pudo olvidar. A medianoche se despertó con un ruido suave, como de tela contra tela. Abrió los ojos y, en la penumbra, vio una sombra moverse junto a su litera. Contuvo la respiración, convencida de que la figura podía escuchar los latidos de su corazón. No supo cuánto tiempo pasó, pero al parpadear la sombra ya no estaba.

Al día siguiente, mientras cruzaban un puente sobre el río Arga, Clara se giró instintivamente. Allí estaban, a la misma distancia de siempre, sus rostros sin expresión recortados contra el sol de la mañana. El camino seguía, pero ya no era un sendero: era un pasillo estrecho del que no podían escapar.

El sol caía como plomo fundido. Los campos amarillos parecían infinitos y el horizonte temblaba en ondas de calor. La pareja apenas hablaba: la rutina de madrugar, caminar y dormir se había convertido en un mecanismo automático. Pero los dos hombres seguían allí, a veces detrás, otras delante, como si conocieran atajos invisibles. No había lógica en sus movimientos, pero sí una certeza: estaban siendo seguidos.

En un pueblo sin nombre, mientras comían a la sombra de una iglesia, un peregrino anciano se les acercó. Sin presentarse, les susurró:

—No todos los que hacen el Camino quieren llegar… buscan otra cosa.

Clara quedó inmóvil, la cuchara suspendida en el aire. El anciano continuó:

—Caminan con la paciencia de quien espera el momento. Y a veces, ese momento llega antes de Santiago.

No dijo más. Se levantó y se fue.

Esa tarde, en una etapa solitaria, decidieron detenerse bajo un árbol para descansar. No vieron a nadie durante una hora y pensaron, por un momento, que los habían perdido.
Pero al llegar al siguiente pueblo, al doblar la esquina, los vieron sentados en un banco como si llevaran horas esperando. Sus miradas se cruzaron. El hombre de barba sonrió por primera vez.

Aquella noche, en un albergue de piedra en Sahagún, Clara no pudo dormir. Desde su litera escuchó pasos suaves por el pasillo y un golpe leve de una puerta que se cerraba. En la penumbra recordó las palabras del anciano: no todos quieren llegar.

Entrar en Galicia fue como cruzar un umbral invisible. La niebla volvía a envolver los caminos, y los bosques eran túneles de ramas entrelazadas que apenas dejaban filtrar la luz del día. La pareja sentía que el final estaba cerca: un par de jornadas más y estarían en Santiago. Pero la sensación de persecución se había vuelto insoportable. Los dos hombres ya no disimulaban: caminaban a plena vista, incluso en paralelo, como si quisieran que supieran que estaban allí.

En Arzúa, Marcos hizo algo que antes ni habría considerado: entró en una pequeña agencia de viajes y compró dos billetes de tren para el día siguiente de su llegada a Santiago. No se lo dijo a Clara hasta que salieron del pueblo.

—Dormimos una noche y nos vamos. No pienso quedarme más tiempo.

La tarde antes de la llegada cruzaron las últimas colinas bajo una fina llovizna. Llegaron a Santiago al caer la noche, cansados y empapados. No eligieron un albergue: se alojaron en un pequeño hostal de una estrecha calle a pocos minutos de la catedral.

El recepcionista, un hombre calvo y sonriente, les entregó una pesada llave. Les dijo que esa noche apenas había huéspedes. El silencio en los pasillos era espeso.
En la habitación, Clara se duchó y se tumbó en la cama, escuchando la lluvia golpear el cristal. Marcos hojeaba una guía del Camino, pero apenas leía: sus ojos se dirigían una y otra vez a la puerta.

A medianoche un sonido los despertó: un golpe metálico, como si alguien dejara caer algo pesado en el pasillo. Después, pasos lentos.
Clara se incorporó y miró la cerradura: dos sombras se recortaban bajo la rendija de luz de la puerta. Permanecieron allí, inmóviles, lo que pareció una eternidad. Luego un murmullo, una cuenta atrás… el pomo giró.

Marcos se levantó de un salto, empujando la cómoda contra la puerta. Desde el otro lado, un golpe seco retumbó en la madera. Otro. Y otro.
Clara gritó, pero sus gritos quedaron ahogados por un nuevo y fuerte impacto.

En medio del ruido, Clara creyó ver a través de la ventana dos figuras que le eran familiares. Entonces todo se volvió negro.

La mañana siguiente el cielo sobre Santiago era de un gris uniforme. El aire estaba cargado de humedad y de un extraño silencio.
En la recepción del hostal, la policía tomaba declaración al hombre calvo, con el rostro desencajado. Una de las habitaciones permanecía cerrada, precintada con una cinta amarilla. Dentro, dos cuerpos yacían inmóviles, cubiertos con sábanas blancas.

En la primera página de los periódicos locales apareció la noticia:

“Pareja hallada muerta en un hostal del casco antiguo de Santiago. Según fuentes policiales, no había señales de robo.”

No se mencionaron sospechosos ni testigos, ni cámaras que hubieran captado a nadie entrando o saliendo de la habitación durante la noche.

Tres días después, en Roncesvalles, el amanecer volvió a oler a tierra húmeda y pan recién horneado. Entre los peregrinos que se preparaban para iniciar el Camino había dos hombres que no llevaban conchas en sus mochilas: uno alto y delgado, con barba oscura y gorra de visera; el otro, más bajo y vestido de negro. Caminaban despacio, sin prisa, y sonreían.

EL PASILLO 7 ( parte II )

 Se organizó una búsqueda inmediata. Encontraron su linterna en el suelo, todavía encendida, apuntando hacia una puerta entreabierta que hab...