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ÉL NO TE ABANDONARIA


 No recuerdo el calor de mi madre.

Solo sé que un día desperté en la oscuridad. Era un lugar estrecho, húmedo, con un olor a cartón mojado, a tristeza. Una caja. Mi caja. Mi mundo.

No tenía nombre, no tenía hogar, apenas tenía fuerzas. Las paredes eran suaves, pero no había brazos, ni caricias, ni leche caliente. Solo mis hermanos, que lloraban conmigo, y el crujido del cartón mientras el mundo se movía bruscamente. Entonces, el golpe. El ruido fue aterrador. Luego, silencio. Oscuridad.

Un hedor llenó mis pulmones, podrido, agrio, como si la muerte viviera allí desde siempre. Habíamos sido arrojados a la basura. Mis hermanos dejaron de llorar primero, uno a uno. Yo seguía chillando. No porque fuera más fuerte, sino porque tenía miedo de desaparecer sin que nadie lo supiera.

A veces un motor pasaba cerca; sentía el temblor en el suelo, una tapa chirriaba… y nada. Nadie miraba dentro.

Hasta que una noche —o quizá fue de día, ya no lo distinguía— mi chillido se rompió en mi garganta y solo salieron pequeños suspiros. Me faltaba el aire. El cartón se pegaba a mi piel. Me resigné, cerré los ojos… pero entonces lo escuché: unos pasos que se acercaban.

Primero lejanos, luego más cerca. El crujir de grava bajo los pies. Una voz muy baja.
—¿Qué fue eso?

Un silencio tenso. Yo apenas podía moverme, pero reuní todo lo que quedaba en mí y dejé salir un lamento.

—¡Hey, oye! ¿Hay alguien ahí? —pude escuchar.

El sonido de la tapa del contenedor al abrirse fue como una campana en mi cabeza. Al fin, luz. Un débil resplandor de farola se colaba entre las bolsas. Aparecieron unas manos, calientes, con olor a jabón. Me alzaron. Noté el temblor de los dedos. Vi su rostro: ojos grandes, húmedos, una mujer de pelo desordenado, bufanda anudada, y de su boca salían nubes de vapor.

—Estás vivo… estás vivo —repitió dos veces.

En ese momento supe que algo había cambiado en mi vida.

Me llamaron Luno. No sé por qué eligieron ese nombre; tal vez por la luna que colgaba sobre el tejado la primera noche que dormimos juntos. Bueno, “dormir” es un decir: yo apenas jadeaba. Ella me envolvió en una toalla.

—Pequeño, resiste, por favor.

En la clínica, las luces eran demasiado blancas. Todo olía a lejía. Me pusieron varias inyecciones, me limpiaron los ojos pegajosos. Una voz dijo:
—No creo que salga.
Y ella contestó:
—Con mi ayuda, sí saldrá.

Pasaron semanas. No podía caminar bien, mi cuerpo era pequeño y frágil, mi pelo escaso. Me daban leche con una jeringuilla, me acariciaban el lomo. Ella me hablaba, le contaba cosas a un teléfono:
—Él es Luno, un luchador.

A veces, cuando ella salía, me quedaba temblando en mi cuna de toallas. El miedo a volver a la caja de cartón aún me visitaba por las noches. Soñaba con el crujido del plástico, con el silencio de mis hermanos, y despertaba gimiendo. Entonces ella me alzaba, sin decir nada, y me abrazaba.

No sabía que el mundo podía ser así: que existía el calor sin fiebre, que las manos podían sostener sin apretar.

Un día llegaron otras personas. Me observaban con ojos brillantes. Una niña me extendió la mano.
—¿Es él?
—Sí, es él —respondió mi salvadora.

Me sentí confundido. ¿Qué significaba eso? ¿Irme? ¿Dónde? ¿Por qué?

Volví a sentir esa presión en el pecho: era miedo. Cuando me alzó por última vez, me acarició detrás de las orejas y sus labios tocaron mi frente.
—Ya tienes una familia, como mereces.

La niña me acunó contra su pecho.
—Hola, Luno. Soy Sara. ¿Quieres venir a casa?

Y aunque no la entendí del todo, moví la cola.

Para un perro pequeño como yo, cada habitación era un continente: alfombras, juguetes, platos de comida que sabían a cielo. Todos me acariciaban, me hablaban con dulzura. Sara me leía cuentos; aunque no entendía nada, amaba su voz. Dormía en su cama, entre peluches. A veces ladraba dormido y ella, medio despierta, me abrazaba. Nunca más estuve solo.

Pasaron los años. Mi cuerpo se fortaleció, mi pelo se volvió dorado y suave. En el parque corría como el viento. Otros perros me olían y yo los saludaba sin miedo. Era uno más, uno feliz.

A veces, cuando una caja vacía quedaba en el suelo, aún me costaba acercarme. Los humanos no entendían… solo Sara.
—No pasa nada, Luno. Ya estás a salvo para siempre.

Hoy, por fin, no tengo miedo. Soy solo un perro feliz.
Amado. Y vivo.

TERROR EN EL CAMINO DE SANTIAGO


 El amanecer en Roncesvalles olía a tierra húmeda y pan recién horneado. El aire cortaba las mejillas como un vidrio fino.

Clara y Marcos caminaban juntos con una sonrisa que ignoraba el peso de las mochilas y el temor a lo desconocido. No era solo un viaje: era el Camino de Santiago.

La explanada frente al albergue estaba casi vacía. Algunos peregrinos ajustaban las correas de sus mochilas o se colocaban el sombrero. Entre ellos, Clara reparó en dos hombres que no había visto antes: uno alto y delgado, con barba oscura y una gorra de visera; el otro, más bajo y corpulento. Ambos vestían de negro.

Marcos no les dio importancia. Se ajustó el bastón de senderismo y, tras un último vistazo al pueblo, iniciaron la marcha. El sendero era un hilo de tierra y piedra que se perdía entre bosques de hayas. El silencio de la mañana solo se rompía con el crujir de las hojas bajo las botas.

A primera hora, Clara volvió a verlos: los dos hombres, unos cincuenta metros detrás de ellos, caminaban con paso constante, siempre a la misma distancia, sin perderlos de vista. No llevaban conchas de peregrino en la mochila ni parecían interesados en el paisaje.

—Debe de ser coincidencia —contestó Marcos cuando Clara se lo comentó.

A media tarde llegaron a Zubiri. El pueblo parecía dormido: apenas un par de bares abiertos, un albergue municipal y el río Arga murmurando entre las piedras. Eligieron el albergue más pequeño, con solo cuatro literas y paredes de piedra.

Mientras Clara dejaba su mochila, oyó pasos en el pasillo. Al asomarse vio pasar a los dos hombres. No sonrieron, no saludaron. El más alto la miró fijamente antes de desaparecer por la puerta.

Esa noche, Clara soñó que alguien se sentaba al borde de su cama y respiraba muy cerca de su oído.

La segunda jornada amaneció cubierta de niebla. El aire era tan espeso que apenas se veían las copas de los árboles. Clara y Marcos caminaron en silencio, como si aún siguieran dormidos.
Los hombres aparecieron de nuevo, esta vez al salir de una curva, justo cuando el sendero se estrechaba entre muros de piedra. No hubo saludo ni gesto alguno: solo la misma distancia, los mismos pasos acompasados.

En Larrasoaña, mientras tomaban un café, Clara vio cómo uno de ellos —el corpulento— se quedaba en la puerta del bar observándolos. No pidió nada, no se movió hasta que ellos se levantaron para seguir andando.

—Esto ya no es casualidad —murmuró Clara.
—Pueden estar haciendo la misma ruta que nosotros. Es normal —respondió Marcos.
—Sí, pero… ¿has notado que no hablan con nadie?

En los albergues, lo habitual era charlar, compartir anécdotas o intercambiar información sobre la ruta. Ellos, en cambio, no decían una palabra a los demás peregrinos ni a los hospitaleros. Entraban, se instalaban y desaparecían al amanecer.

La tercera noche, en Puente la Reina, sucedió algo que Clara no pudo olvidar. A medianoche se despertó con un ruido suave, como de tela contra tela. Abrió los ojos y, en la penumbra, vio una sombra moverse junto a su litera. Contuvo la respiración, convencida de que la figura podía escuchar los latidos de su corazón. No supo cuánto tiempo pasó, pero al parpadear la sombra ya no estaba.

Al día siguiente, mientras cruzaban un puente sobre el río Arga, Clara se giró instintivamente. Allí estaban, a la misma distancia de siempre, sus rostros sin expresión recortados contra el sol de la mañana. El camino seguía, pero ya no era un sendero: era un pasillo estrecho del que no podían escapar.

El sol caía como plomo fundido. Los campos amarillos parecían infinitos y el horizonte temblaba en ondas de calor. La pareja apenas hablaba: la rutina de madrugar, caminar y dormir se había convertido en un mecanismo automático. Pero los dos hombres seguían allí, a veces detrás, otras delante, como si conocieran atajos invisibles. No había lógica en sus movimientos, pero sí una certeza: estaban siendo seguidos.

En un pueblo sin nombre, mientras comían a la sombra de una iglesia, un peregrino anciano se les acercó. Sin presentarse, les susurró:

—No todos los que hacen el Camino quieren llegar… buscan otra cosa.

Clara quedó inmóvil, la cuchara suspendida en el aire. El anciano continuó:

—Caminan con la paciencia de quien espera el momento. Y a veces, ese momento llega antes de Santiago.

No dijo más. Se levantó y se fue.

Esa tarde, en una etapa solitaria, decidieron detenerse bajo un árbol para descansar. No vieron a nadie durante una hora y pensaron, por un momento, que los habían perdido.
Pero al llegar al siguiente pueblo, al doblar la esquina, los vieron sentados en un banco como si llevaran horas esperando. Sus miradas se cruzaron. El hombre de barba sonrió por primera vez.

Aquella noche, en un albergue de piedra en Sahagún, Clara no pudo dormir. Desde su litera escuchó pasos suaves por el pasillo y un golpe leve de una puerta que se cerraba. En la penumbra recordó las palabras del anciano: no todos quieren llegar.

Entrar en Galicia fue como cruzar un umbral invisible. La niebla volvía a envolver los caminos, y los bosques eran túneles de ramas entrelazadas que apenas dejaban filtrar la luz del día. La pareja sentía que el final estaba cerca: un par de jornadas más y estarían en Santiago. Pero la sensación de persecución se había vuelto insoportable. Los dos hombres ya no disimulaban: caminaban a plena vista, incluso en paralelo, como si quisieran que supieran que estaban allí.

En Arzúa, Marcos hizo algo que antes ni habría considerado: entró en una pequeña agencia de viajes y compró dos billetes de tren para el día siguiente de su llegada a Santiago. No se lo dijo a Clara hasta que salieron del pueblo.

—Dormimos una noche y nos vamos. No pienso quedarme más tiempo.

La tarde antes de la llegada cruzaron las últimas colinas bajo una fina llovizna. Llegaron a Santiago al caer la noche, cansados y empapados. No eligieron un albergue: se alojaron en un pequeño hostal de una estrecha calle a pocos minutos de la catedral.

El recepcionista, un hombre calvo y sonriente, les entregó una pesada llave. Les dijo que esa noche apenas había huéspedes. El silencio en los pasillos era espeso.
En la habitación, Clara se duchó y se tumbó en la cama, escuchando la lluvia golpear el cristal. Marcos hojeaba una guía del Camino, pero apenas leía: sus ojos se dirigían una y otra vez a la puerta.

A medianoche un sonido los despertó: un golpe metálico, como si alguien dejara caer algo pesado en el pasillo. Después, pasos lentos.
Clara se incorporó y miró la cerradura: dos sombras se recortaban bajo la rendija de luz de la puerta. Permanecieron allí, inmóviles, lo que pareció una eternidad. Luego un murmullo, una cuenta atrás… el pomo giró.

Marcos se levantó de un salto, empujando la cómoda contra la puerta. Desde el otro lado, un golpe seco retumbó en la madera. Otro. Y otro.
Clara gritó, pero sus gritos quedaron ahogados por un nuevo y fuerte impacto.

En medio del ruido, Clara creyó ver a través de la ventana dos figuras que le eran familiares. Entonces todo se volvió negro.

La mañana siguiente el cielo sobre Santiago era de un gris uniforme. El aire estaba cargado de humedad y de un extraño silencio.
En la recepción del hostal, la policía tomaba declaración al hombre calvo, con el rostro desencajado. Una de las habitaciones permanecía cerrada, precintada con una cinta amarilla. Dentro, dos cuerpos yacían inmóviles, cubiertos con sábanas blancas.

En la primera página de los periódicos locales apareció la noticia:

“Pareja hallada muerta en un hostal del casco antiguo de Santiago. Según fuentes policiales, no había señales de robo.”

No se mencionaron sospechosos ni testigos, ni cámaras que hubieran captado a nadie entrando o saliendo de la habitación durante la noche.

Tres días después, en Roncesvalles, el amanecer volvió a oler a tierra húmeda y pan recién horneado. Entre los peregrinos que se preparaban para iniciar el Camino había dos hombres que no llevaban conchas en sus mochilas: uno alto y delgado, con barba oscura y gorra de visera; el otro, más bajo y vestido de negro. Caminaban despacio, sin prisa, y sonreían.

VOCES


 Lucía era una mujer tranquila. Vivía sola en un pequeño piso, sin familia ni amigos.

Todos los días se levantaba temprano y salía a trabajar como limpiadora de casas. Iba de un lugar a otro cargando sus productos de limpieza. Le gustaba estar sola, le gustaba que nadie le hablara. Pero un día, todo cambió.

Fue en una casa grande, blanca, con jardín. El dueño era un hombre mayor, amable, que caminaba despacio y hablaba poco. Le ofreció agua y algo de fruta. Lucía sonrió, pero no aceptó. Empezó a limpiar la cocina mientras él subía las escaleras. Entonces escuchó aquella voz:

—Má­talo.

Lucía se giró rápido. No había nadie. Miró por la ventana, tampoco vio a nadie. Volvió a su trabajo, pensando que había sido su imaginación, pero la voz volvió:

—Hazlo ahora… nadie te verá.

Sintió un escalofrío. El corazón le latía fuerte, las manos le temblaban. No entendía qué pasaba. Nunca había escuchado algo así. No creía en fantasmas ni demonios; era una mujer normal.

Pero esa voz… esa voz se sintió real, como si viniera desde dentro de ella. Trató de ignorarla, terminó su trabajo rápido y se marchó sin despedirse.

Esa noche no durmió bien. Escuchó susurros todo el tiempo.
Los grifos goteaban, aunque estaban cerrados. Las paredes crujían como si respiraran. Y la voz seguía hablándole:

—No tienes que tener miedo… solo hazlo.

Pasaron los días. Lucía seguía trabajando, pero cada vez que estaba sola con alguien, la voz volvía. Siempre le pedía lo mismo:

—Mátalo… mátalo… mátalo…

Lucía intentaba resistirse. Encendía la radio, tarareaba canciones, pero las voces eran cada vez más fuertes. Una vez, en la casa de una mujer joven, los susurros se convirtieron en gritos. Lucía cayó al suelo, le dolía la cabeza, le sangraban los oídos. La mujer corrió a ayudarla. Lucía no lo planeó, no lo pensó… solo lo hizo.

Agarró un jarrón de cristal y lo estrelló contra su cabeza. La mujer cayó al suelo y no se movió más. En ese momento, las voces se callaron por completo.

Lucía no sintió miedo ni culpa. Sintió paz. Una calma profunda, como si el mundo se hubiera detenido. Limpió alrededor del cuerpo sin pensar, como si nada hubiera pasado, y se fue antes de que llegara nadie. Nadie sospechó nada.

Durante semanas, todo estuvo en silencio. Ella pensó que quizá las voces se habían marchado. Pero regresaron:

—Tienes que hacerlo otra vez… una vez más… lo haces bien.

Lucía empezó a cambiar. Ya no se peinaba, no sonreía. Caminaba como un zombi. Elegía las casas donde los dueños estaban solos y, cuando las voces volvían, ya no luchaba.

Le decían cómo hacerlo, cuándo, dónde golpear y dónde esconder el cuerpo. Cada vez que lo hacía, sentía menos culpa, menos dolor. Ya no recordaba los nombres de las víctimas, solo sus casas, sus muebles.

Una noche, frente al espejo, algo cambió. Su reflejo no se movía como ella. La miraba con ojos tristes… y habló:

—¿Crees que estás loca?

Lucía no respondió. Sintió miedo por primera vez en mucho tiempo.

—¿Por qué yo? —preguntó.

—Porque tu alma será mía —respondió el espejo.

Desde entonces, el espejo le hablaba cada noche.

Un día, Lucía vio una noticia en televisión: una mujer de otro país, también limpiadora, era sospechosa de algo parecido. Y entendió: no estaba sola. Había muchas voces en muchos lugares.

Una noche no pudo más. Se sentó frente al espejo, con una vela encendida.

—¿Por qué mato? —preguntó.

—Porque cada vez estás más unida a mí. Seremos un solo ser.

—¿Y si me niego?

—Morirás con grandes sufrimientos.

Lucía apagó la vela y decidió seguir. No porque quisiera, sino porque ya no había otro camino. Ya no podía huir. Solo obedecer… y esperar el día final, cuando todos los que escuchan se encuentren… y el silencio desaparezca del mundo.

LATIDOS ( historia real)


 Los primeros síntomas aparecieron a comienzos de febrero: un ardor extraño, profundo, como si una garra se extendiera desde el pecho hasta el brazo izquierdo. Al principio era esporádico, pero cada vez más frecuente. Miguel pensó que sería por el cansancio del trabajo, algo raro, porque había terminado sus vacaciones a finales de enero. Sí, había tenido semanas intensas en la cafetería, pero algo no encajaba. No era un dolor común; era algo extraño, como si viniera de un lugar que no se podía tocar.

Esa noche, mientras cenaba, le costaba tragar.
—¿Estás bien? —le preguntó su esposa, Laura, mirándolo con preocupación.
—Sí… solo cansancio —respondió él, aunque sabía que no era verdad.

Dentro de él, una inquietud ya había echado raíces. Al día siguiente pidió cita con un especialista.

Tras varios meses de espera, llegó la notificación para ver al doctor. Primero le practicaron una ablación; después, un cateterismo. Fue allí donde recibió el diagnóstico.
—Tiene obstrucciones severas en dos arterias coronarias. Necesita una cirugía de bypass a corazón abierto lo antes posible —dijo la cirujana, sin rodeos.

Miguel salió de la consulta con un papel en la mano y el corazón temblando en el pecho. Esa noche no durmió; miró el techo durante horas, sintiendo cada latido como una cuenta atrás.
—¿Y si no despertaba?
—¿Y si algo salía mal?

Laura intentaba ser fuerte, pero él la escuchaba llorar en la cocina cuando pensaba que no la oía.
—¿Por qué tú? ¿Por qué ahora? —susurraba ella.
Él no tenía respuestas.

Los días previos a la cirugía fueron un torbellino de emociones: pruebas, análisis, papeleo… Una frialdad hospitalaria que contrastaba con la tormenta que lo devoraba por dentro. Conoció a la cirujana: una mujer serena, de manos firmes, que hablaba con una calma casi celestial.
—Serán dos bypass. Hay riesgos, como en toda operación mayor, pero tranquilo: estás en buenas manos.
Eso no calmó sus temores.
—¿Y si esas eran las últimas manos que me tocarían?

La noche antes de la operación lo ingresaron. El hospital olía a desinfectante… y a sueños rotos. Una enfermera joven le sonrió mientras le colocaba una pulsera en la muñeca.
—Esté tranquilo, todo irá bien —dijo con voz dulce.

Le dieron un calmante suave, pero no fue suficiente. Pasó horas mirando el reloj. Pensó en su infancia, en su madre —que también había tenido problemas de corazón—, en su primera bicicleta, en el nacimiento de sus hijos, en aquel viaje con Laura a París por su 25º aniversario. Todo pasaba como una película acelerada.

A medianoche se levantó y miró por la ventana del hospital. A lo lejos, unas pocas luces parpadeaban. Sintió un miedo tan real que le dolían los dientes de apretar la mandíbula. Volvió a la cama con una promesa: si salía de esa, cambiaría muchas cosas, trabajaría menos, cuidaría su alimentación… pero…
—¿Y si no salía?

A las seis en punto lo despertaron, lo rasuraron y lo ducharon con un antiséptico. Había llegado el momento.

El quirófano era una sala inmensa y fría, llena de luces blancas y dispositivos que pitaban. Lo colocaron en una camilla metálica, lo conectaron a monitores.
—Contaré hasta diez… respira profundo —dijo el anestesista.
El último número que escuchó fue el cuatro. Después, oscuridad.

Durante las siguientes cuatro horas, Miguel fue una máquina conectada a otras máquinas: su corazón detenido, su sangre circulando fuera de su cuerpo gracias a una bomba extracorpórea. La cirujana, con precisión quirúrgica, abrió su esternón como quien abre una caja. Las arterias bloqueadas eran delgadas y frágiles, pero el bisturí sabía lo que hacía. Dos injertos —uno tomado de la pierna, otro del brazo— reemplazaron los conductos dañados. El corazón, sobre una mesa de acero, esperaba el momento de volver a latir.

Cuando lo hizo, fue como un trueno en la sala. El primer latido fue débil; el segundo, más fuerte. La máquina se desconectó poco a poco. La cirujana suspiró y se quitó los guantes.
—Ha salido bien —anunció.

Pero la historia de Miguel aún no había terminado.

En algún lugar entre la anestesia y la conciencia, soñó. No eran sueños comunes: era un corredor oscuro, con puertas que, al abrirse, mostraban recuerdos. Sus hijos aprendiendo a caminar, la voz de sus padres, la risa de Laura en una moto. De pronto, todo se detuvo: frente a él apareció una figura encapuchada.
—Buenas tardes —dijo Miguel.
La figura no respondió y se desvaneció como humo. En su lugar, surgió una luz cálida e intensa. Cuando intentó avanzar hacia ella, una voz le gritó:
—¡Miguel! ¡Miguel, despierta!

Abrió los ojos y lo primero que sintió fue un tubo en la garganta. No podía hablar, solo ver el techo blanco y las luces parpadeantes. Estaba en la UVI. A su lado, una enfermera.
—Todo ha salido bien. Estás despierto. No te muevas; estás intubado, pero te lo quitaremos pronto.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No era por el dolor, sino porque estaba vivo. Lo había logrado.

Poco a poco, fue recuperando la conciencia. Sintió los tubos, los electrodos, el vendaje en el pecho, el escozor de las vías en brazos y cuello. Todo le dolía, pero era un dolor dulce: el dolor de los que regresan del abismo. Horas después le retiraron el tubo. Respiró por primera vez con sus propios pulmones y sintió ganas de llorar. Laura estaba allí; le apretó la mano y él lo sintió como si fuera la primera vez.
—Ya estás aquí… otra vez —susurró ella.

Los días en la UVI fueron lentos: aprender a sentarse, a respirar sin dolor, a tragar con cuidado. Cada latido era una victoria. Tuvo pesadillas, vio sombras, escuchó ruidos; a veces sentía como si su alma aún no estuviera con él.

Con cada día que pasaba, su pecho dolía menos. Una tarde, un médico se acercó:
—Su corazón está fuerte, más fuerte que antes. Lo ha logrado.

Cuando por fin lo pasaron a planta, le dieron una bata limpia y una enfermera le regaló una sonrisa.
—Bienvenido de nuevo.

El primer paseo por el pasillo fue como escalar una montaña: diez pasos, luego veinte, con todo el cuerpo temblando. Afuera, el mundo seguía: el sol brillaba, los árboles mecían sus ramas, un niño reía en la sala de espera. Todo era igual… pero él era distinto. Ahora sabía lo frágil, fugaz y valioso que era todo.

Días después, al volver a casa, abrió la ventana de su cuarto y respiró profundamente el aire cálido de la calle. Sus hijos lo abrazaron con fuerza y los ojos de Laura brillaban. Por primera vez en muchos años, dejó de pensar en el trabajo y olvidó el estrés. Solo pensó en ese corazón que ahora latía dentro de su pecho como un tambor renovado, como un milagro.

Había estado al borde… y había regresado. Y ahora, la vida sabía distinta.

EL RIO


 El niño se llamaba David. Había cumplido doce años el mismo día que descubrió el nacimiento del río.

Era un verano extraño, sofocante, de esos que hacen sudar a los árboles y obligan a los animales a esconderse bajo tierra. En el pueblo de Robarinas, una aldea perdida entre los cerros de la región, los viejos decían que el calor traía recuerdos, que cuando el sol calentaba en exceso la tierra, los muertos se levantaban a buscar sombra.

David no creía en esas cosas. Le gustaban los insectos, las piedras con formas extrañas y los caminos que nadie pisaba. Fue en uno de esos caminos, al fondo de un barranco seco, donde escuchó por primera vez el murmullo. No era un riachuelo visible: era como si el agua hablara desde debajo de la tierra.

Curioso como era, el niño escarbó con las manos, luego con una rama seca. El suelo, aunque caliente, estaba húmedo justo donde se escuchaba el murmullo. Al anochecer, el agua brotó: primero un fino hilo, y luego un chorro más fluido. David sonrió: acababa de descubrir un río.

Volvió a casa corriendo, pero no le dijo nada a nadie. Su descubrimiento era suyo. Lo llamaría Río David, por ser él quien lo había encontrado.

Esa noche le costó dormir. Soñó con su abuela, muerta hacía cinco años. Estaba mojada, cubierta de barro, y le susurraba desde el fondo de un pozo:

—No debiste despertarlo, David. A veces el agua no es agua...

Al día siguiente volvió al lugar temprano. El río fluía tranquilo, más caudaloso. El aire era distinto, más denso. Las ramas de los árboles parecían inclinarse hacia la corriente. Ese día lo vio por primera vez: era una figura alta, inmóvil, como hecha de niebla. Flotaba sobre el agua sin tocarla. David gritó y cayó de espaldas. Cuando abrió los ojos, la figura ya no estaba. Pensó que su mente le había jugado una mala pasada.

Pero al regresar al día siguiente, lo esperaban tres figuras. Una de ellas tenía el rostro de su bisabuelo. David lo había visto en fotos viejas. El fantasma lo miró con tristeza. No habló, solo señaló el agua con un dedo. David huyó. No volvió durante varios días.

Cuando por fin reunió valor, regresó acompañado de su perro Tim. Al llegar, algo había cambiado.

El agua ya no era clara: fluía más lenta, más espesa. Su color era oscuro, casi negro, y olía a gasolina. Tim gimió. David se agachó y metió los dedos en la corriente. Era espesa como aceite. Al sacarlos, los olió. No había duda: era petróleo.

Durante un momento sintió miedo.

—¿Cómo era posible?

Recordó que en el pueblo, su abuelo solía contar una leyenda indígena: un espíritu atrapado bajo tierra lloraba lágrimas negras. Decían que despertaba solo dos veces al año, durante cada equinoccio, y lloraba.

David se dio cuenta de que ese día era 21 de marzo.

Se marchó directo a la biblioteca. Allí encontró un viejo relato: más de cien años atrás, una expedición minera en busca de oro había hallado petróleo. Como no sabían cómo utilizarlo, prendieron fuego a los alrededores del barranco. Murieron todos.

David empezó a visitar el río cada semana. Aprendió a comunicarse con los fantasmas. No usaban palabras, solo gestos. Aunque un día, uno habló con claridad:

—El río guarda lo que el tiempo olvida. No se lo expliques a nadie...

El 23 de septiembre, el otro día del año, el río volvió a sangrar negro. Esta vez fue más intenso. El lugar olía con fuerza, y los fantasmas danzaban alrededor. David llevó una botella y recogió una muestra. Su tío Rubén la encontró.

—¿De dónde sacaste esto, David?

—De un camino perdido.

Rubén no le creyó. Una semana después lo siguió. Descubrió todo y lo explicó en el pueblo. Dos días después, llegaron hombres con camiones.

David corrió hacia el río, pero ya era tarde.

Esa noche la tierra tembló.

Al día siguiente, pudo ver cómo en el centro del río emergía una figura más alta que las demás. Era el guardián: el espíritu que lloraba petróleo.

El río comenzó a expulsar cuerpos, todos con la boca abierta, todos mirando hacia el cielo. Un gran rayo cayó sobre el barranco. Todos murieron, menos David. Solo él quedó de pie, porque el río lo había elegido. Él era el nuevo guardián.

El pueblo se convirtió en leyenda, y algunos aún cuentan la historia de un niño que habló con los muertos, de un río que llora petróleo, y de un espíritu que no perdona.

LOS GUARDIANES DE LA ALHAMBRA

Aunque muchos lo repiten en tono burlón, los mayores de Granada lo saben: la Alhambra guarda secretos que ningún libro ha sido capaz de desvelar. Cada piedra tallada, cada arco nazarí, cada jardín respira historia. Pero hay algo más. Algo que casi nadie puede contar, porque pocos lo han vivido. Algo que solo ocurre cuando la luna llena se cuela entre las columnas de mármol y la bruma asciende desde el Generalife.

Fue una noche de noviembre cuando sucedió. Una noche en que la niebla se deslizaba entre las columnas hasta abrazar las murallas. Esa fue la noche en que Diego, un niño de once años, desapareció en el corazón de la Alhambra.

Diego no era un niño cualquiera. Soñador y curioso, sus padres solían decir que tenía un pie en este mundo y otro en el de los cuentos. Aquella tarde, el colegio organizó una excursión a la Alhambra. En principio era una más, pero para Diego era como regresar a un lugar que ya conocía.

Mientras el guía hablaba de Carlos V, de los reyes moros, de las leyendas de amor y traición, Diego se alejó del grupo. Sus pasos lo guiaron hacia el Patio de los Leones, donde el sonido del agua que brotaba de la fuente le parecía un susurro en lengua extranjera. Sin darse cuenta, siguió ese sonido como hipnotizado. Atravesó un pasillo estrecho, luego una sala que no recordaba haber visto antes. Entonces apareció la niebla.

Primero leve, como un velo flotando. Luego espesa, como si la misma Alhambra respirara desde sus entrañas. En minutos, todo desapareció. Diego llamó a gritos, pero nadie respondió. Intentó volver sobre sus pasos, pero no encontró el camino. Todo era silencio y piedras.

Cuando el guía se dio cuenta de que Diego no estaba, ya era demasiado tarde. El sol comenzaba a caer y los vigilantes de la Alhambra iniciaron la búsqueda con linternas, perros y altavoces. Patrullaron cada rincón, todas las salas y jardines. Nada.

—Es imposible, aquí no hay dónde esconderse —decían los guardias.
Y sin embargo, el niño no aparecía.
—Tal vez se cayó por una acequia o en los antiguos aljibes —sugirió alguien.

La Guardia Civil inspeccionó todo. No había ni rastro de Diego. Ni un zapato, ni un pañuelo. Nada.

Diego, mientras tanto, estaba dentro. Aunque no sabía dónde. No sabía cómo había llegado, pero se encontraba en una sala extraña, iluminada por una luz dorada que no provenía de ninguna lámpara.

La sala tenía muros de yeso tallado y, en el centro, sentados en cojines bordados, tres hombres lo observaban en silencio. Vestían túnicas blancas con bordados dorados. Tenían los rostros cubiertos por velos finos, y sus ojos brillaban con una luz cálida y serena. No hablaban, pero Diego los entendía.

—No temas, pequeño. Estás bajo la protección de los guardianes —le dijeron, sin mover los labios.

Diego se sentó. No tenía miedo. Sentía calor, como si un fuego invisible calentara todo. Le ofrecieron dátiles y un líquido dulce en una copa tallada. Comió, bebió, y sintió una paz profunda.

—¿Dónde estoy? —preguntó Diego.

Uno de los hombres alzó la mano. Frente a Diego apareció una visión de la Alhambra en su esplendor: vio los estandartes colgando, el murmullo del agua, hasta pudo oler el perfume del jazmín. La gente cruzaba patios, los niños jugaban. Era un lugar vivo.

—Esto fue. Esto es. Pero solo algunos pueden verlo —se oyó en su mente la voz de uno de los hombres.

Diego quiso preguntar más, pero el sueño lo venció. Durmió toda la noche.

Al amanecer, un vigilante encontró a Diego acurrucado, cubierto con una túnica blanca junto a la Fuente de los Leones. Estaba seco y dormía profundamente, como si nada hubiera pasado. Lo despertaron con suavidad.

—¿Estás bien? ¿Dónde has estado?

Diego los miró confundido y solo respondió:

—Estaba con ellos. Me cuidaron toda la noche.

Lo llevaron al hospital para asegurarse de que todo estuviera bien. Y lo estaba. Pero algo había cambiado. Diego hablaba de hombres vestidos como antiguos árabes.

Un restaurador llamado Álvaro, que llevaba treinta años trabajando en la Alhambra, pidió hablar con Diego en privado. Después de muchas preguntas, tuvo claro que los hombres de los que hablaba el niño eran los antiguos Afaqid, los guardianes encargados de proteger los lugares sagrados.

—¿Quieres contarle esto al mundo? —le preguntó Álvaro.

—No me creerán. Y ellos lo prefieren así —respondió Diego.

Muchos pensaron que era una fábula inventada, como tantas que se cuentan sobre la Alhambra. Pero nadie pudo explicar de dónde salió la túnica blanca que protegió a Diego durante la noche.


LA ULTIMA PARTIDA


 

Las góndolas dormían bajo la neblina. Eran las tres de la madrugada en Venecia. Las aguas del Gran Canal estaban quietas, como si esperaran que algo —o alguien— las despertara.

Leonardo ajustó su abrigo y se detuvo en la esquina de la calle Misericordia, bajo la tenue luz de un viejo farol. La persona que había seguido desde San Polo acababa de desaparecer tras una esquina. Sabía quién era: Alessandro, un embustero, jugador y deudor.

Hacía dos semanas que Leonardo había recibido el encargo de cobrar una deuda de juego de treinta mil euros. Pero Alessandro no solo debía el dinero: también había huido con las ganancias de una mesa clandestina en el casino más importante de los barrios bajos de Venecia.

El encargo venía de Il Papa, un nombre que nadie se atrevía a pronunciar. Era el rey de las apuestas clandestinas en la ciudad.

—Tráelo frente a mí… o tráeme una prueba de que no volverá a jugar jamás —le había dicho Il Papa.

Leonardo lo entendió. Y sabía muy bien cómo lograr que alguien dejara de jugar para siempre.

Lo había buscado sin descanso. Habló con taberneros, músicos callejeros y estibadores. Alessandro se movía como el humo: aparecía en el norte de la ciudad y, al poco rato, alguien lo veía en el sur.

La noche anterior, alguien juró haberlo visto en Murano. Pero Leonardo sabía que Alessandro no abandonaría Venecia sin hacer una última apuesta.

Y esa noche, por fin, lo vio con sus propios ojos. Alessandro salía de un sucio callejón detrás de un viejo teatro. Miraba a todos lados, con el andar rápido de quien teme ser descubierto. Llevaba una maleta. Leonardo no lo perdió de vista ni un segundo.

Las estrechas y oscuras callejuelas favorecían la persecución. Los latidos de sus corazones se podían escuchar en medio del silencio de la noche.

Al girar la esquina, lo vio: Alessandro abría la puerta trasera de un edificio abandonado junto al canal. Entró y desapareció.

Leonardo se acercó con cautela. La puerta crujió como si se quejara de dolor. Dentro, el aire estaba impregnado de humedad. No lo dudó y entró.

El interior olía a madera podrida y orina. Quizás, en otro tiempo, había sido un viejo taller de góndolas. Avanzó en silencio, atento al menor ruido. Un crujido lo detuvo. A la izquierda, una sombra se movió.

—¡Alessandro, no corras! —gritó Leonardo.

La persecución fue rápida, por estrechas escaleras y pequeños pasadizos, hasta llegar a una puerta cerrada.

Alessandro la atravesó y, unos metros detrás, lo hizo también Leonardo. No había salida. Alessandro estaba al final de la sala, jadeando. Tenía la barba crecida y el rostro sucio.

—¿Por qué me sigues?

—No tengo por qué darte explicaciones.

—¿Il Papa quiere matarme? —preguntó ansioso.

—Il Papa quiere lo suyo.

—Ya no lo tengo —dijo Alessandro, abriendo la maleta vacía.

—¿Dónde está el dinero?

—Lo aposté.

—¿Todo?

—Sí, todo. A una sola carta. Y perdí...

Leonardo sintió una oleada de rabia. No por el dinero, sino por la estupidez.

—Si no tienes dinero, ¿qué haces aquí?

—Vine a apostar una vez más. La definitiva.

—¿Qué piensas apostar?

—Mi vida. ¿Quieres apostar conmigo?

Leonardo lo miró fijamente. Alessandro sacó algo del bolsillo: una baraja vieja, gastada y doblada por los bordes.

—Corta. Si saco una carta más alta, me dejas ir. Si es la tuya, me entrego —propuso.

Leonardo sabía que era absurdo. Il Papa no aceptaría juegos. Pero había algo en el ambiente, algo invisible, que lo hizo aceptar.

—De acuerdo. Acepto.

Alessandro mezcló, luego le ofreció cortar. Cada uno eligió una carta.

—Reina de corazones —anunció Leonardo. Buena carta.

—Siete de tréboles…

Alessandro se derrumbó. Una vez más, volvía a perder. Y esta vez podía perder la vida.

Al amanecer, Leonardo lo entregó en el muelle de San Basilio. Dos hombres lo esperaban con una lancha negra.

—Está entero —explicó Leonardo.

—¿Y el dinero?

—No hay. Lo perdió todo.

Cuando la lancha se alejaba, Alessandro lo miró por última vez. Sabía que lo había perdido todo.

Varios días después, apareció en el fondo de un canal.

FUMO DI SANGUE


 

El mármol del suelo resonó con las pisadas lentas y débiles de los cardenales. Las puertas del cónclave se cerraron como las de una cárcel.

Afuera, todo el mundo miraba hacia el cielo, esperando que saliera el tan esperado humo blanco. Dentro del cónclave, solo quedaban la palabra de Dios y la de un hombre que no creía en Él.

El falso cardenal era un infiltrado entre hombres santos. Nadie lo había notado; su disfraz era perfecto: túnica roja, cruz de oro y un acento cultivado en la vieja escuela de Roma.

Él no era Méndez. No tenía nombre. Había memorizado el perfil del verdadero cardenal, muerto por una aguja días antes en la habitación de un lujoso hotel. Aquel cadáver, disuelto en ácido, jamás sería encontrado.

La Capilla Sixtina se cerró a las voces del mundo. Solo quedaban los 118 hombres de rojo... y el intruso.

El primer día fue un caos disfrazado de cortesía: murmullos, suspiros y muchas miradas de reojo. Viejos enemigos creaban nuevas alianzas. El falso cardenal observaba todo. Su misión no era alterar el resultado de la elección, sino eliminar al que la Providencia nombraría.

Un par de días después, cuando ya se había votado varias veces, ninguna de las votaciones había arrojado un patrón claro. Aunque un nombre se repetía con más frecuencia que los demás: el del cardenal Bertoni, un italiano joven en comparación con otros.

El falso cardenal sintió ansiedad en el estómago. No era miedo; era cálculo.

—¿Cómo se asesina a un papa, antes de que sea papa, rodeado de 117 personas vestidas igual que tú?

Intentó acercarse a Bertoni. Coincidieron en la biblioteca del cónclave y aprovechó para intercambiar unas palabras.

—¿Crees que alguno de nosotros quiere ser elegido? —preguntó el falso Méndez.

—Solo me dan miedo los que lo desean mucho —respondió Bertoni.

Esa noche, en su celda, el falso cardenal puso veneno en un frasco de aceite sacramental. Pero a la mañana siguiente, alguien lo había cambiado de sitio.

—¿Lo sabían?

Uno de los cardenales tuvo un infarto. Aunque sobrevivió, entre ellos se hablaba de un posible envenenamiento.

—¿Otro jugador en la partida… o voluntad divina?

Empezaba a ser agotador. Las votaciones llevaban ya once días y aún no se elegía un nuevo papa.

El día doce solo quedaban dos candidatos en las votaciones: Bertoni y un conservador radical, apoyado por la vieja guardia. El humo seguía saliendo negro después de cada elección.

El falso cardenal se decidió. En la noche silenciosa, forzó una cerradura. Pero en la celda no había nadie.

Los días continuaban pasando, y el agotamiento era general. Nadie dormía más de tres horas. Unos rezaban, otros escribían notas que luego quemaban.

El cardenal Bertoni seguía con ventaja. Pero en estos casos, nunca se sabía.

Llovía sobre Roma. Afuera, la plaza de San Pedro estaba casi vacía. Nadie desafiaba la lluvia y el frío después de tantos días. El falso Méndez no pensaba en escapar. Tenía que llegar al final.

Miró con detenimiento la jeringa de cristal que estaba entre los pliegues de su túnica. La había escondido allí desde el primer día. El veneno que contenía era silencioso, paralizante, invisible, imposible de detectar. Sería una muerte disfrazada de paro cardiaco.

La oportunidad llegó antes del amanecer. Bertoni se retiró a su celda a rezar. Siempre rezaba solo, sin compañía. Era su rutina. Y las rutinas matan.

El falso cardenal se deslizó por el corredor, escondiéndose entre las sombras. Llevaba entre los dedos el pequeño cilindro de cristal. El corazón le latía con fuerza. Abrió lentamente la puerta. Bertoni estaba de espaldas, de rodillas, rezando. Dio dos pasos al frente. El suelo crujió. Bertoni se giró. Sus ojos no mostraban sorpresa ni miedo.

—¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar? —preguntó Bertoni con voz suave.

—No tengo elección. La decisión está tomada.

—Siempre la hay, aunque no siempre es la acertada.

Hubo un silencio breve. Un pequeño forcejeo, acompañado de un grito ahogado.

El humo blanco salió por la chimenea.

Habemus Papam.

El nombre anunciado fue el esperado: Bertoni.

Pero algo había cambiado. La voz que salió al balcón temblaba. Su rostro, aunque idéntico, parecía más rígido. No hubo sonrisas. No hubo bendición. Solo unas palabras:

—Oremos por la Iglesia… y por los que cargan la cruz del arrepentimiento.

El mundo aplaudió y lloró.

Pero en un rincón de la plaza, un anciano cardenal, ciego de un ojo, murmuró para sí:

—Este no es Bertoni...

Nadie se había dado cuenta. Después de decir esas palabras, el viejo cardenal dejó de respirar, cayendo al suelo.

Solo una figura que se alejaba de allí sabía lo que había pasado.

APAGON TRAUMATICO


 Todo sucedió un día cualquiera. Mari Luz estaba plácidamente viendo la televisión mientras empezaba a cocinar. Se entretenía echando un ojo a las novedades de Facebook, tomándose una copita de vino, cuando de pronto... ¡Pum! Se fue la luz.

Al principio pensó que sería algo de cinco minutos, diez como mucho. Qué equivocada estaba. Pasaron más de catorce horas: sin luz, sin internet, sin Netflix, y por supuesto, sin poder cargar el móvil. Fue como si hubiéramos regresado al año 1800.

Cuando se acercaba la noche, la oscuridad lo envolvía todo. Mari Luz, con su móvil al 10% de batería, usaba la linterna como si fuera una exploradora perdida en la selva. El microondas estaba muerto, la nevera empezaba a sudar por dentro... y Mari Luz también. Y todo en un silencio espeso, ese maldito silencio que parecía apagarlo todo. Lo peor: ni rastro del WiFi.

Sobrevivió aquella noche con la única luz de una pequeña vela que encontró detrás de un cajón de cubiertos. Y decidió que eso no volvería a pasarle nunca más.

Al día siguiente, aún con el trauma fresco, fue a comprar una linterna. “Por si acaso”. Al otro día pensó que una no era suficiente, así que compró otra. Para completar su kit de supervivencia, se hizo con una radio a pilas. “Para estar informada en caso de otro apagón”, se dijo.

Por si acaso sucedía otra vez, se preparó bien: compró una linterna de cabeza, otra de carga manual, otra con carga USB... Con todas las que acumuló, podría iluminar un estadio de fútbol.

Una semana después del fatídico apagón, Mari Luz ya no recibía saludos, recibía paquetes. El cartero ya la trataba de tú, y la directora de la tienda online donde compraba le mandaba cartas de agradecimiento. Mari Luz acumulaba radios como si estuviera montando un museo de tecnología analógica.

—¿Mari Luz, de verdad necesitas una radio que capte señales de submarinos rusos? —le preguntó un amigo.
—Nunca se sabe —respondió, mientras se colocaba una linterna en la frente para cruzar la calle.

Con el tiempo, su casa se transformó en un pequeño cuartel, con radios por todas partes. Las noches eran más brillantes que el día. Pero al menos, si algún día regresaba el apagón, Mari Luz estaría preparada.

A pesar de su buena intención, algunos amigos empezaron a preocuparse por su obsesión. Intentaron hablar con ella.

—Mari Luz, entendemos que el apagón fue traumático... pero ¿no crees que lo estás llevando demasiado lejos?
—Solo quiero estar preparada —respondió.
—Pero tienes más linternas que una tienda...
—La preparación nunca está de más.

Con el tiempo, Mari Luz encontró un equilibrio. Mantuvo un kit básico de emergencias y empezó a dar charlas en escuelas sobre la importancia de estar preparados. Ya no compraba linternas compulsivamente, pero siempre llevaba una en el bolso y una radio en la mochila. “Por si acaso”.

TERREMOTO


 

El reloj marcaba las 4:00 de la mañana cuando la tierra rugió.
No fue un temblor cualquiera de esos que apenas se sienten; no, esta vez el ruido fue un crujido monstruoso, como el rugido de un gigante que despierta. Las paredes vibraron y, en cuestión de segundos, la ciudad se convirtió en un laberinto de gritos, polvo y ruinas.

Martín y Almudena dormían profundamente en su apartamento del cuarto piso. Aunque como pareja no atravesaban su mejor momento, el miedo primitivo los unió de forma instantánea. Martín despertó con la primera sacudida y apenas tuvo tiempo de gritar el nombre de Almudena antes de que el techo se les viniera encima.

El silencio que siguió no era normal. Solo el lento caer del polvo y el derrumbe de edificios rompían el amanecer.
Almudena no podía ver. Su cuerpo estaba atrapado, medio enterrado bajo lo que alguna vez fue la pared del dormitorio. Intentó moverse, pero un dolor punzante en la pierna le arrancó un grito: no podía sentir los dedos del pie.

—¿Martín? —apenas pudo pronunciar el nombre.
Nada. Solo oscuridad y el eco de su voz rebotando entre los escombros.

De pronto, un gemido. Luego, la voz de Martín, apenas en un susurro:
—Aquí... estoy aquí...

Almudena sintió desfallecer al oírlo. No sabía si era por alivio o terror: alivio de no estar sola o terror por lo que pudiera encontrar al otro lado de los escombros.
Martín estaba atrapado boca arriba, con una viga apoyada sobre su abdomen. No podía respirar bien. Apenas podía ver por el polvo, y cada segundo le parecía una eternidad.

Almudena gateó como pudo hacia la voz, con los dedos sangrando al escarbar entre trozos de ladrillo y yeso. El calor era insoportable, como si estuviera en el mismo infierno. El polvo se mezclaba con el sudor de su rostro. El silencio no era total: a lo lejos se escuchaban gritos, llantos, sirenas... y ladridos. Sí, ladridos de los perros de rescate.

Thor, un pastor belga entrenado para el rescate, era más certero que cualquier tecnología. Su olfato e instinto lo guiaban como una brújula hacia los corazones que aún latían bajo los escombros. Corría entre las ruinas de las casas, ladrando con fuerza, las patas llenas de polvo y sangre por pequeños cortes. Olfateó el aire cargado de polvo, se detuvo en seco, ladró aún más fuerte y comenzó a rascar la tierra desesperadamente.
Almudena lo oyó.

—¡Martín, un perro, un perro! —exclamó.

Pero Martín no respondió. Su respiración se hacía cada vez más lenta. Almudena sintió miedo ante el silencio por respuesta.

—¡Aquí, estamos aquí! —gritó desesperada.

En medio del caos, uno de los rescatistas oyó los ladridos insistentes de Thor y corrió en esa dirección. Empezó a escarbar, guiado por los ladridos frenéticos del perro.

—¡Ayuda, hay alguien aquí abajo! —gritó el rescatista.

Sus voces se mezclaban con los ladridos incansables de Thor.

—¡Hay una mujer viva! —volvió a gritar.

Almudena apenas podía hablar: tenía la garganta seca como el polvo que la cubría.

—¿Estás sola? —preguntó el salvador.

Almudena negó con la cabeza y, con dificultad, señaló la dirección donde estaba Martín.

—Mi marido... está atrapado —logró decir.

Un rescatista más delgado se introdujo por una abertura, preparado para ello, linterna en mano. Alcanzó primero a Almudena y logró sacarla tras varios minutos de esfuerzos; luego, hicieron lo mismo con Martín.

Una vez afuera, Thor lamía las heridas de ambos.
Fue una experiencia que jamás olvidarían. Desde entonces, cada año celebran dos cumpleaños.

ACAMPADA MORTAL--I I--


 Caminó durante lo que pareció una hora, hasta que llegó a un claro. Allí, el suelo estaba removido, tierra recién cavada, un olor a humedad… y algo más denso: sangre.

Había una pala clavada en el centro y, junto a ella, una bolsa. La de Clara.

Marcial se acercó con lentitud. Cada músculo de su cuerpo le gritaba que huyera, que no siguiera adelante, pero se obligó a mirar dentro de la bolsa. Estaba vacía. Ni rastro de Carmen.

Entonces escuchó algo parecido a un gemido. Se giró bruscamente, mirando entre los árboles. No vio nada. Pero el gemido volvió, esta vez justo detrás de él. Cuando se dio la vuelta, no había nadie.

Lo que más le llamó la atención fue que, pese a estar en pleno bosque, no se escuchaba ningún animal. Ni un pájaro, ni tan siquiera un insecto. Solo estaba él… y algo —o alguien— que lo vigilaba desde los márgenes del bosque.

—Carmen... ¿Carmen? —ni él mismo estaba seguro de haber emitido ese sonido.

De repente, una figura apareció entre los árboles. No caminaba, se deslizaba como una serpiente. Marcial retrocedió y tropezó con algo que lo hizo caer de espaldas.

La figura se detuvo a unos metros. Era alta, muy alta. Vestía de oscuro y, en lugar de rostro, tenía una especie de máscara. Los ojos estaban vacíos. No decía nada. No se movía.

En ese momento, Marcial comprendió que no solo estaban los asaltantes... también estaba aquella criatura.

Permaneció en el suelo, paralizado. La figura no avanzaba, no retrocedía. Solo estaba ahí, inmóvil. Algo en ella era más aterrador que cualquier amenaza física. Y entonces, sin emitir ningún sonido, desapareció. No se giró, no caminó… simplemente desapareció.

Marcial parpadeó. Su corazón golpeaba su pecho como un tambor de guerra. Se puso de pie, con la vista ligeramente borrosa.

—¿Estoy perdiendo la cordura... o es todo real?

Pensó en Carmen. Siguió caminando como un autómata. Se arañó los brazos con la maleza, la llamó una y otra vez, aunque cada vez con menos fuerza. De repente, frente a sus ojos, apareció una cabaña.

Estaba escondida entre la vegetación. La madera podrida, sin ventanas. Marcial se acercó con precaución. La puerta estaba entreabierta. Desde el interior salía un fuerte olor a humedad y putrefacción.

La empujó con lentitud. El interior estaba a oscuras, pero el amanecer filtraba algunos rayos de sol entre las rendijas. Las paredes estaban cubiertas de símbolos tallados a cuchillo, y en el centro había un altar rudimentario hecho con piedras y restos de animales. Al fondo… una figura encadenada.

—¡Carmen!

Ella levantó la cabeza. Tenía el rostro golpeado, pero estaba viva. Atada con grilletes a una viga, los ojos llenos de lágrimas y el rostro desbordado de terror.

Marcial corrió hacia ella. Intentó romper las cadenas, pero era inútil. Estaban firmemente aseguradas.

—Vinieron anoche —susurró Carmen—. No se fueron. No son solo ladrones, Marcial. Hay algo más. Los vi… haciendo rituales con otros cuerpos.

—Tenemos que sacarte de aquí —dijo él.

En ese momento, un crujido cerca de la puerta. Marcial se giró. La silueta de alguien se recortó en la claridad del exterior. No era solo uno. Más figuras se acercaban. Todos llevaban la misma máscara.

La puerta se cerró de golpe. La oscuridad volvió a reinar. Afuera, los encapuchados comenzaron a cantar. Era un canto poderoso… uno que helaba la sangre. Y en el altar, algo comenzó a moverse. Un bulto envuelto en mantas.

Marcial lo miró… y comprendió.

No era un bulto. Era una criatura. Y acababa de despertar.

El bulto tembloroso se agitaba como si intentara liberarse. Marcial se ahogaba. Carmen, encadenada. La puerta cerrada. El aire se volvía irrespirable, impregnado con un hedor a carne podrida.

Las voces del exterior no cesaban.

—¡Marcial, no lo mires! —gritó Carmen.

Una mano —o algo similar a una mano— emergió de debajo de la manta. Era larga, delgada, y goteaba un líquido oscuro, espeso, como aceite.

La criatura se alzó lentamente. No tenía rostro definido. No caminaba… se deslizaba sobre el altar como un gusano.

—¡Corre, Marcial! ¡Sal de aquí! —gritó Carmen.

Pero él no podía moverse. Algo invisible lo mantenía inmóvil.

La criatura emitió un chillido agudo. Marcial cayó de rodillas. Sangraba por la nariz. Las paredes temblaban. La puerta se abrió de golpe. Los encapuchados irrumpieron en la cabaña. Uno de ellos se acercó al altar y, con una reverencia, alzó un cuchillo, ofreciéndoselo a la criatura.

Los demás se giraron hacia Marcial. En un gesto de desesperación, gritó:

—¿Por qué? ¿¡Por qué yo!?

Uno de los encapuchados se quitó la máscara. Tenía un rostro humano… pero deformado.

—Porque entraste al bosque. Y el bosque te eligió.

La criatura se abalanzó sobre él.

Después… solo oscuridad y silencio.

Dos días después, un grupo de excursionistas encontró el campamento destruido. Avisaron a la policía. Se organizaron búsquedas con perros y helicópteros. No encontraron rastro alguno. Ni de Marcial ni de Carmen.

Solo, en un claro del bosque, hallaron restos de ceniza y un símbolo extraño grabado en la tierra. Algunos dijeron haber visto huellas que no eran humanas. Otros afirmaban haber escuchado ruidos entre los árboles.

El caso fue cerrado como "desaparición sin explicación".

Pero en el bosque, cuando el viento sopla con fuerza, algunos aseguran que se escucha un grito lejano… y una voz que llama una y otra vez:

—Carmen... Carmen...

ACAMPADA MORTAL


 La noche había caído como un espeso manto sobre el bosque conocido como El Pinar, un lugar apartado al que pocos turistas se aventuraban, precisamente por su fama de estar demasiado lejos de todo. Pero para Carmen y Marcial, eso era exactamente lo que buscaban: desconectarse, dejar atrás la ciudad, el ruido, los teléfonos... y simplemente dormir bajo las estrellas.

Eran cerca de las nueve cuando terminaron de montar la carpa de su tienda de campaña. El cielo, limpio de nubes y repleto de estrellas, prometía una noche tranquila. Habían cenado algo rápido: pan, embutidos y un par de copas de buen vino tinto que Marcial había traído con mucho cuidado.

Todo parecía perfecto. Rieron, compartieron anécdotas, y cuando la brisa comenzó a enfriar la noche, se metieron abrazados en su saco de dormir. Al principio solo se abrazaron, pero al poco rato acabaron haciendo el amor como lo que eran: dos enamorados durmiendo bajo las estrellas.

Pero en la madrugada, algo cambió.

Primero fue un crujido. No muy fuerte, apenas perceptible, pero suficiente para que Carmen abriera los ojos. Miró a su alrededor, desorientada por la oscuridad, a pesar del cielo estrellado. Marcial dormía profundamente… o al menos eso parecía. Entonces, otro sonido: ramas partiéndose bajo un pie. O tal vez varios.

Intentó convencerse de que era un animal. Tal vez un ciervo, o un jabalí en busca de comida. Había leído que esos animales salían por las noches en busca de agua. Pero algo no encajaba. El silencio posterior era demasiado... premeditado.

—¡Marcial! —susurró Carmen, tocándole el brazo—. ¿Escuchaste eso?

—¿El qué? No escuché nada. Vuelve a dormir —respondió Marcial, aún somnoliento.

Pero Carmen no podía. Se quedó sentada, con los ojos fijos en la tela roja de la tienda, intentando ver a través de ella. Entonces algo más sucedió: un roce, muy cerca. Luego, una sombra proyectada por la luz de una linterna. Alguien se movía afuera… no era uno. Eran varios.

Sintió el corazón acelerarse. En ese momento, Marcial se incorporó, ahora sí, más nervioso.

—¿Quién anda ahí? —gritó, intentando sonar firme.

No hubo respuesta. Solo silencio.

Y entonces, todo ocurrió muy rápido.

La tela roja de la tienda se rasgó de arriba a abajo. Una navaja, o quizás un cuchillo muy afilado, cortó la lona como si fuera papel. Antes de que pudieran reaccionar, dos manos entraron por la abertura y agarraron a Carmen por los tobillos, arrastrándola con fuerza hacia el exterior. Gritó, pero su voz quedó ahogada, rota por el miedo.

Marcial intentó sujetarla, pero algo —o alguien— lo golpeó en la cabeza con brutalidad, dejándolo casi inconsciente. Apenas alcanzó a distinguir rostros cubiertos con pasamontañas. Ojos desquiciados, rabiosos. Uno de ellos le apuntaba a la cara con una linterna, como si fuera un foco de interrogatorio. La luz lo cegó. Luego vino otro golpe. Después… solo oscuridad.

Carmen forcejeó, arañó, pataleó como nunca antes lo había hecho. Logró soltarse y corrió hacia la arboleda, como una gacela. Pero en la carrera no vio una raíz sobresaliente. Cayó de bruces al suelo.

Antes de poder levantarse, sintió un aliento caliente en la nuca. Unas manos sucias la giraron bruscamente.

—No grites —dijo una voz seca—. Si gritas, lo matamos —sentenció.

Ella se quedó inmóvil. Podía ver a Marcial tirado en el suelo, sin moverse. ¿Estaba vivo? ¿Muerto? Su mente no podía decidir si aquello era una pesadilla o la más cruda realidad.

¿Qué estaba pasando? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué querían?

Las respuestas llegaron pronto. Uno de ellos empezó a revisar su mochila, otro destrozó la tienda buscando objetos de valor.

—¡No hay nada! Solo un par de móviles, algo de dinero y ropa sucia —vociferó el que rebuscaba, arrojando la linterna al suelo con furia.

—Tranquilo —dijo otro, el que parecía ser el líder—. Igual vamos a divertirnos un rato —añadió, mirando a Carmen con lascivia.

Carmen tragó saliva. Su cuerpo temblaba. Algo dentro de ella le gritaba que aquello iba mucho más allá de un simple robo. Los minutos se volvieron eternos. Nadie podía ayudarlos. Y los atacantes lo sabían. Parecía que habían elegido a sus víctimas con cuidado, sabiendo que estaban completamente solos.

Cuando el reloj marcaba las 4:17, todo volvió a quedar en silencio. Los hombres desaparecieron entre los árboles como sombras.

Marcial despertó varias horas después, solo. Con el cuerpo dolorido y la cabeza palpitando, se arrastró como pudo hasta lo que quedaba del campamento. Gritó:

—¡Carmen! ¡Carmen!

Una, dos, diez veces. No hubo respuesta. Solo los restos del caos: mochilas vacías, ropa tirada, botellas rotas y huellas borrosas en la tierra húmeda. Había sangre en la hierba. ¿De quién? ¿De él? ¿De Carmen?

El silencio del bosque pesaba como una losa. Se apoyó en un tronco caído, respirando con dificultad. Al tocarse la cabeza, sintió sangre seca pegada al cuero cabelludo. A lo lejos, los primeros rayos del sol asomaban entre los árboles, pero el bosque seguía en sombras, como si el sol no se atreviera a entrar.

—Carmen... —susurró con la poca voz que le quedaba.

Intentó ponerse de pie, pero las piernas no le respondían. Mareado, cayó de nuevo al suelo. Respiró hondo. Tenía que encontrarla. No sabía si se la habían llevado… o si la habían dejado muerta en algún rincón del bosque.

El campamento estaba completamente destruido. No quedaba nada útil. Ni los móviles, ni la brújula, ni siquiera el botiquín de emergencia. Los atacantes se habían asegurado de dejarlos incomunicados.

¿Y Carmen? ¿Dónde estaba?

Entonces vio algo: una tira de tela, enganchada en una rama, a unos diez metros del campamento. Era parte de una sudadera azul. La misma que Carmen llevaba aquella noche.

Siguió el rastro. Luego vio pisadas, pero no llevaban a ningún sitio claro. Aun así, Marcial avanzó, guiado por algo más fuerte que la lógica: la desesperación.

Continuará..

VECINOS ENEMIGOS

Desde hace más de diez años, la vida en la calle Rías Bajas transcurría tranquila para todos los vecinos, menos para Javier y Andrés, quienes compartían una valla de separación entre sus casas.

Nadie recordaba cómo empezó el conflicto, ni siquiera ellos mismos. Tal vez fue por el volumen de la música, una rama que se metió en el patio ajeno o simplemente una mala cara. Lo cierto es que, desde hacía tiempo, se habían convertido en enemigos declarados.

No pasaba una semana sin una discusión, gritos que cruzaban los muros e insultos. Una vez, Javier dejó un perro de yeso mirando hacia el jardín de Andrés, con un letrero que decía: "Cuidado: muerde a los idiotas."
Andrés respondió colocando unos altavoces apuntando a la casa de Javier, haciendo sonar reguetón desde las seis de la mañana durante tres días seguidos.

Sus familias, amigos, incluso otros vecinos, ya se habían rendido: “Son casos perdidos”, decían.

Javier era viudo, rondaba los cincuenta y cinco años, y trabajaba desde casa como contador. Con todo el mundo era callado, menos con Andrés. Cuando se enfrentaba a él, era un volcán en erupción.

Andrés, por su parte, era un jubilado de mal genio, electricista de profesión, voz grave y manos de hierro. Vivía solo desde que su hijo se mudó a otra ciudad. Decían que era una buena persona… excepto cuando discutía con Javier.

Una tarde de abril, la tensión llegó a su punto máximo. Andrés había estado podando su limonero, y una de las ramas cayó accidentalmente —o no— en el jardín de Javier. Este salió con una escoba en la mano, como si empuñara una espada.

—¡Ya está bien, viejo demente! —gritó—. ¿Tanto cuesta tener cuidado?

Andrés respondió con una sonora carcajada.

—¿Y tú, ratón de oficina, qué vas a hacer? ¿Pegarme con la escoba?

—Un día te vas a atragantar con tu propia mala leche.

—Y tú vas a morir solo y amargado entre papeles.

Pasaron los días sin que ninguno de los dos se dirigiera la palabra.

—Tal vez uno de ellos murió… o se cambió de barrio —murmuraban los vecinos.

Pero al tercer día ocurrió algo que cambió todo.

Eran las 7:45 de la mañana. Andrés estaba cocinando su desayuno habitual: huevos fritos, pan tostado y café. Pero esa mañana hubo un problema. Su vieja cafetera empezó a soltar chispas y, en un abrir y cerrar de ojos, un pequeño incendio comenzó a propagarse por la cocina.

Andrés intentó apagarlo, pero tropezó con la alfombra y cayó pesadamente. El golpe fue seco y duro. Quedó tendido en el suelo, mientras el fuego se extendía. Quiso gritar, pero no pudo; solo emitió un gemido y trató de alcanzar el teléfono. Nadie lo vio... excepto Javier, que desde su ventana en la segunda planta notó un humo inusual saliendo de la casa vecina.

Al principio pensó que Andrés había dejado algo quemándose.

—Eso te pasa por bruto —pensó.

Se quedó mirando unos segundos. Entonces, algo en su estómago se removió.

—¿Y si…?

Bajó las escaleras corriendo, cruzó su jardín, saltó la valla y golpeó la puerta.

—¡Andrés! ¡Viejo imbécil! ¿Estás ahí?

Nadie respondió. El humo salía por debajo de la puerta. Sin pensarlo, Javier retrocedió unos pasos y se lanzó contra ella con todas sus fuerzas. El calor lo golpeó como una bofetada. Tosió, cubriéndose la boca con su camisa, y gritó el nombre de Andrés mientras avanzaba a tientas. Lo encontró tirado, inconsciente.

—Maldita sea —murmuró mientras lo levantaba como podía.

Logró arrastrarlo hacia afuera.

Cuando llegaron los bomberos, encontraron a los dos prácticamente inconscientes por la cantidad de humo inhalado.

El hospital se convirtió en territorio neutral. Andrés pasó dos noches en observación, con quemaduras en un brazo. Javier fue a verlo el segundo día. No sabía por qué lo hacía, tal vez para cerrar el ciclo de discusiones.

Andrés lo miró desde la cama. Tenía el brazo vendado, una máscara de oxígeno y los ojos más brillantes de lo normal.

—No esperaba que fueras tú —dijo.

Javier se encogió de hombros, sin saber qué responder.

—Yo tampoco.

—Podías haberme dejado morir.

Se hizo el silencio entre los dos.

—No lo hice por ti —dijo Javier—. Lo hice porque no quería tener que explicarle a la policía por qué olía a carne quemada.

Desde entonces no fueron amigos, pero se respetaron. A veces compartían un café.

Una tarde, Andrés apareció con una caja de herramientas.

—Vamos a arreglar esa valla de mierda.

Javier lo miró y asintió con la cabeza.

—Ya era hora.

Entre risas y bromas, reconstruyeron la valla. Esta vez la hicieron más baja: apenas les llegaba al pecho.

Javier y Andrés dejaron de ser enemigos, no porque lo olvidaran, sino porque entendieron lo que podían llegar a ser.

 

EL PAJARO PERTURBADO


 Desde tiempos inmemoriales, la leyenda de El Pájaro Perturbado era conocida en los pequeños pueblos del interior de la península.

Se decía que un ave negra como el carbón, de ojos rojos y un poder maligno, tenía la capacidad de traer desgracia con tan solo posarse sobre una casa. Nadie sabía de dónde venía ni por qué su sola presencia desataba la tragedia, pero una cosa era segura: cuando su silueta oscura se recortaba en el tejado de un hogar, la felicidad y la paz desaparecían para siempre.

El pequeño pueblo de San Rafael vivía en armonía. Sus habitantes, gente sencilla y trabajadora, se dedicaban a las labores del campo y la ganadería. Las casas de piedra y madera rodeaban una antigua iglesia situada en el centro de la plaza. Sin embargo, aquella tranquilidad estaba a punto de romperse.

Una tarde de noviembre, mientras el sol se ocultaba tras las montañas, un anciano del lugar fue el primero en ver al siniestro pájaro. Estaba inmóvil sobre la veleta de su casa, tan negro como el hollín. Lo observó con una mezcla de curiosidad y temor, pues desde niño había escuchado historias sobre El Pájaro Perturbado.

A la mañana siguiente, el pueblo despertó con una noticia aterradora: el anciano había sido hallado muerto en su cama. Sus ojos abiertos reflejaban un horror indescriptible, y su rostro estaba congelado en una mueca de espanto. Nadie podía explicarlo; era un hombre fuerte y saludable. Pero lo que más inquietó a todos fue lo que ocurrió después. Sus hijos, antes unidos, comenzaron a pelearse por la herencia con una furia inhumana. Se acusaban mutuamente de haber envenenado a su padre. Gritos, golpes y amenazas rompieron la calma del pueblo.

Esa misma noche, alguien vio al pájaro posado sobre el tejado de la familia Márquez. Hasta ese momento, aquella era una familia numerosa y feliz, pero la llegada del ave marcó un cambio drástico. María, la madre, empezó a acusar a su esposo de tener una amante. Los hermanos, que siempre habían estado unidos, comenzaron a odiarse entre sí. El más pequeño, Tomás, desapareció sin dejar rastro. Su cuerpo nunca fue encontrado, pero en el pueblo se decía que había sido asesinado por uno de sus propios hermanos.

A partir de entonces, cada vez que alguien veía al pájaro posarse sobre una casa, el miedo se extendía como una sombra. Las disputas se intensificaban y el odio consumía a las familias. Algunas casas ardieron en misteriosos incendios; en otras, los asesinatos marcaron su historia. Pero lo peor era que el pájaro no parecía tener intención de marcharse.

Desesperados, los habitantes acudieron al viejo sacerdote del pueblo. Él también conocía la leyenda y sabía que no se trataba de un simple animal. Según los relatos más antiguos, el pájaro era la reencarnación de un hombre cuyo rencor y envidia lo habían condenado a vagar eternamente, destruyendo la felicidad ajena.

El sacerdote propuso un plan: cuando el ave se posara sobre una casa, todos los hombres del pueblo se reunirían para atraparla y matarla.

Esa noche, sin luna, el pájaro apareció en la casa de los García. Un vecino lo vio y alertó a los demás. Armados con redes, palos y cuchillos, los hombres rodearon la vivienda. El pájaro permanecía inmóvil. Cuando el primero de ellos se acercó con la red, el ave soltó un chillido escalofriante. En ese instante, una fuerza invisible sembró la discordia entre los hombres: comenzaron a discutir, los insultos se convirtieron en golpes, y los golpes, en asesinatos. Al amanecer, solo uno de ellos seguía con vida.

Juan, el herrero del pueblo, había logrado resistir la influencia maligna del pájaro. Con la mente fría, alzó un hacha y la lanzó con todas sus fuerzas. La hoja atravesó el cuerpo del ave, partiéndolo en dos.

El pueblo quedó en silencio. Los cadáveres de los hombres yacían por todas partes… todos, excepto el del pájaro.

Por un tiempo, San Rafael volvió a la calma. Las familias supervivientes intentaron reconstruir sus vidas. Pero un día, Juan comenzó a sentir pensamientos oscuros. Sus discusiones con su esposa se volvieron violentas, como si algo dentro de él estuviera creciendo.

Una noche, ella despertó y lo vio sentado en la oscuridad. Sus ojos brillaban con un rojo incandescente.

El Pájaro Perturbado nunca había muerto. Solo había encontrado un nuevo cuerpo. Y la maldición… continuaba.

ÉL NO TE ABANDONARIA

  No recuerdo el calor de mi madre. Solo sé que un día desperté en la oscuridad. Era un lugar estrecho, húmedo, con un olor a cartón mojado...